Es noche cerrada y todos duermen. Todos menos yo. Estoy agotado, sin embargo no puedo conciliar el sueño.

Me revuelvo en la cama, intentando no despertar a Aurora. Me incorporo y me levanto en silencio. No puedo evitar mirarla antes de salir. Cuando duerme, está más hermosa que nunca, pero noto que esta noche su belleza está ensombrecida por el cansancio y la tristeza.

La comprendo. Al fin y al cabo, han pasado demasiadas cosas, y aún es pronto para empezar a olvidar.

Salgo de la habitación y paseo sin rumbo por los pasillos. De vez en cuando me encuentro con algún guardia medio dormido que apenas me hace caso, pues el cansancio ha podido con él, además de que me reconoce. Con cierta sorpresa, descubro que mis pasos me han conducido directamente al cuarto de los niños. No lo puedo evitar y entro de puntillas.

Rosie y Galen duermen a pierna suelta. Me siento al borde del lecho y los contemplo dormir. Los dos han crecido mucho; Rosie ya es toda una pequeña dama, y Galen es un chico fuerte y guapo. Aurora dice, medio en broma medio enserio, que cuando sea mayor todas las chicas caerán a sus pies. Lo dice con cierta tristeza, mas su voz está plagada de orgullo.

También dice que los dos están orgullosos de su padre, que se ha convertido en todo un héroe de guerra. La verdad, me gustaría saber qué habrán oído sobre mis hazañas durante estos años. Yo no me siento orgulloso de la guerra, ni de nada de lo que hice, pero era mi deber y tenía que hacerlo. Es una pésima excusa, lo sé, pero es todo cuanto puedo decir en mi defensa.

Deseo de veras que Galen no tenga que vivir lo que he vivido, pues no he hecho nada de lo que me enorgullezca.

No quiero despertar a los niños, así que abandono el cuarto, pensativo. De repente, mis recuerdos de la última guerra han vuelto a aflorar en mi mente, como suplicándome que no los olvidara. Uno de ellos me pide que lo evoque con más intensidad que los otros: aún recuerdo perfectamente el saqueo de la capital, cuando ordené a los soldados que respetaran las vidas de los ciudadanos.

Todo iba bien. Entramos triunfalmente en la ciudad, pero un incidente entre mis tropas y los ciudadanos derivó en una autentica orgía de destrucción. Yo no sabía qué hacer: al principio les ordené que pararan, pero mis palabras se las llevó el viento. Después me quedé junto a Sansón, observando, impotente, como mis propios soldados se comportaban como auténticos salvajes. Ojalá pudiera olvidar todo aquello, pero está grabado a fuego en mi interior.

Sin darme cuenta, he vuelto a mi habitación. Abro la puerta con cuidado, entro y me meto en la cama. Aurora no se ha despertado, pero tiembla. Se ha destapado y tiene frío. Sin pensarlo dos veces, cojo una sábana y la arropo. Al poco deja de temblar, pero se ha despertado. Se gira y me mira directamente a los ojos, medio dormida y más bella que nunca. No dice nada, pero no importa. Me inclino y la beso. Ella se incorpora y me abraza, devolviéndome la caricia. Lo ha vuelto a hacer. Con un simple gesto, con el simple roce de su piel, soy todo suyo. No lo podemos evitar, y hacemos el amor con pasión redoblada. Después, ella me abraza y se queda dormida, sonriendo de verdad por primera vez en muchos días. Yo me quedo despierto un poco más, acariciándola el cabello, contento de verla sonreír de nuevo.

Quiero quedarme así siempre, abrazado a ella, y lucho ferozmente contra el abrazo de Morfeo. Sin embargo, no puedo huir por siempre, y acabo sumido en un profundo y reparador sueño.