NOTAS DE AUTOR:

No, esto no es un simulacro. Sí, soy yo, subiendo otro Fanfic (?) ¡Hola, gente! No quería dejar ninguna nota al inicio para no arruinarles la entrada a esta nueva historia pero tenia que hacerlo para dar algunas pautas (:

1.- Separare la narración de cada personaje por números, se me hace más fácil.

2.- La historia esta dividida en seis partes.

3.- Algunos datos son completamente reales y otros, bueno, digamos que me la fume de la buena (?).

4.- Agradecimientos a Chibi Rukia por aceptar ser mi Beta en esta historia. ¡Miles de Gracias!

Sin más, disfruten de este prologo, la entrada a este nuevo mundo que mi extraña cabeza ha creado C:

DISCLAIMER: LOS PERSONAJES DE BLEACH NO SON MÍOS SON DE SU AUTOR TITE KUBO. ESTA HISTORIA LA ESCRIBO SIN FINES DE LUCRO Y POR MERA DIVERSIÓN.

BASADA EN UNA HISTORIA REAL

(Gracias, Sr. Cuya, por dejarme contar su historia a través de este simple Fanfic)


El café de la Quinta Avenida

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PRIMERA PARTE

LIBERTAD

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Prólogo

Aún tenemos el día de hoy para caminar hacia algún lugar detrás del arcoíris.

1.-

La madre

"¿Crees en el destino?"

Esa pregunta rondó por mi cabeza años atrás, cuando era joven e ingenua, cuando creía que todo era de color rosa y las personas se casaban, tenían hijos y comían perdices el resto de sus vidas. El destino es una cosa muy curiosa, como el karma, pero menos desgraciado a la vista y, sin embargo, tenía tantos matices, colores y rostros que hacían de éste, un aspecto singular de la vida.

"Si crees, estarás abierta a miles de posibilidades."

Alguna vez leí esta frase en uno de los libros de mi hermano mayor. Ah, mi hermano mayor. Hablar de él aun me produce cierta nostalgia y orgullo, como si no se hubiera ido del todo, como si siguiese aquí, conmigo, esperándome en esa mesa barata de la cocina solo para tener el placer de mi compañía antes de ir a dormir. Recuerdo con detalle las peleas que teníamos que, bueno, no eran en sí peleas, sino más bien berrinches míos de hacer lo que mis principios y mi instinto me decían, aunque me estuviese metiendo en la boca del lobo.

Esa última pelea que recuerdo, cuando yo me enojé y, curiosamente, él alzo la voz, fue la última vez que lo vi con vida.

"Si no crees, eres una reverenda necia."

Esta última frase me la dijo alguien muy especial; no mi persona especial, pero si alguien que, hasta ahora, sigue velando por mis intereses, aunque yo ni siquiera vele por los suyos. Ella me hizo creer que el destino era una de esas cosas raras que ocurrían cada mil años y que unían a ciertas personas, escogidas al azar, para desempeñar un papel importante en esta vida, en esta tierra.

Para mí, el destino es tan bastardo que me quitó cada cosa que yo amaba, que anhelaba y, como si no me hubiera jodido bastante, terminó rompiéndome en pedazos para finalmente darme un pequeño pedazo de felicidad que, sin ese alguien especial, no lo disfrutaba al cien por ciento.

—¿Mami?

Giro mi cabeza para ver a mi niño envuelto en una manta mientras asomaba su brillante cabellera sobre la puerta de mi cuarto.

—Dime, cielo.

Mi trozo de felicidad se acerca corriendo, me abraza y se acomoda a mi lado, en el sofá color café que hay al lado de mi ventana.

—¿Ya es medianoche?

Le acaricio sus lacios cabellos y me veo reflejado en sus brillantes ojos, sus intensamente brillantes ojos. Jamás me habían parecido tan bellos como en ese momento; era como apreciar un calmado atardecer; algo que, sin duda, no había visto desde hacía tantos años.

—Faltan cinco minutos…

—¿Y estás bien con eso? —pregunta, con un tono extraño en su voz.

Ah, ya veo, es por mí. Una suave risa aflora de mi garganta. Un niño de nueve años está preocupado por mi estado mental; sólo esto me faltaba para tocar fondo completamente. Le sigo acariciando su pequeña cabeza y susurro algo como "mira al cielo y espera". Él me hace caso. Siempre me hace caso.

Ambos vemos con calmada paz como las estrellas brillan sobre un cielo de verano glorioso; de esos en los que te dan ganas de salir a mitad de la noche a correr desnudo por la calle porque sabes que el aire estará tan fresco que detendrá ese sudor pegajoso que ahora sentía en mi cuerpo. Lo veo respirar tranquilo, pero expectante; esperando el momento preciso para sacar ese pequeño diente de león que tiene escondido bajo su manta.

—¿Ya es la hora? —vuelve a preguntar.

—No lo sé —respondo—. ¿Por qué no vas a averiguarlo?

El niño me sonríe felizmente y sale corriendo del cuarto hacia la sala, mientras yo espero que el padre tiempo me conceda más minutos de paz antes de sacar la tormenta a flote. Escucho a mi niño gritar "¡Faltan dos minutos!" mientras va corriendo a su cuarto para traer sabe quién qué cosa.

Me levanto tranquilamente y abro la ventana para dejar que un viento fresco inunde el cuarto. Sonrío tristemente al sentir unas cuantas gotas de lluvia sobre mi rostro. Típico, siempre llueve este día, a la misma hora y en la misma costa este. No es como si fuera una sorpresa para mí, pero cada año me inquieta un poco como de preciso suele ser el destino.

Cierro los ojos un momento y miles de flashes invaden mi cabeza, llenándome de recuerdos felices y dolorosos. Recuerdos con aroma a café recién hecho; brillantes atardeceres naranjas; el olor a sangre, mugre, suciedad y muerte en el aire; el sonido de los "clics" de mi cámara; jungla viva y en movimiento; agua de mar salada y panqueques de fresa con chantillí encima. Un último flash invade mi cabeza, dándome la visión de mi yo antigua y esa persona especial, ambos atados a un hilo rojo del destino. Dijeron que nunca se iba a romper, dijeron que ese enlace sobreviviría años tras años y seguiría intacto como la primera vez.

Por un loco momento puedo sentir su presencia a mi lado, cuidándome como siempre, diciendo que era una idiota por pensar que no volvería a estar a su lado. Porque es cierto. Ahora, en estos momentos, no me siento unida a ti, sino por el contrario, me siento vacía, distante y dolida. Abro mis ojos y me doy cuenta del agua salada que dejan surcos en mis mejillas.

Siento unos pequeños dedos limpiando mis lágrimas y una sonrisa torcida en el rostro de mi pedazo de felicidad, que está conteniendo sus ganas de llorar por haberme visto a mí hacerlo. Le sonrío con franqueza.

—No tienes por qué contenerte, cielo, los hombres también lloran.

Él, con su semblante constreñido, comienza a soltar ligeros gemidos poco a poco mientras limpia mi cara con sus dedos. Esas gotas saladas ahora caen redondas, deformando sus facciones, y me hacen sentir tan mal porque, dios, ¿qué clase de madre hace llorar a su propio hijo?

"Serás una excelente madre"

Esa frase se cuela en mis sentidos y comienzo a secar su rostro, mientras los recuerdos me hacen temblar las manos y ciento mi rostro arder por las calientes lágrimas. Pero no gimo como lo hace él, que ahora está chillando con voz aguda e intenta contener esos hipos sobre su pequeño tórax.

—Por qué... por qué… porqué…

Sí, esa también es mi pregunta, hijo. Por qué, por qué nos ha tocado vivir una vida sin lo que más anhelamos. ¿Por qué el destino es tan cruel que nos arrebató la felicidad que más necesitábamos para sobrevivir? Rememorar esos años de juventud es demasiado doloroso.

Las personas dicen que recordar es volver a vivir. Para mí, es volver a morir una y otra vez; es volver a estar en esa sala del quirófano y pensar solo en dejarme ir para alcanzar a mi persona especial y volver a tomar su mano, volver a caminar a su lado. Pero no, la ciencia no pudo haberme hecho peor destino que dejarme con vida.

—Ma-ma-mi —tartamudea—. Ya son más de las doce… nos hemos pasado de la hora.

Él se ha calmado; tengo que seguir su ejemplo, tengo que calmarme pero no puedo. Las memorias vuelven a mí y me hacen temblar de miedo. No, no quiero regresar a ese oscuro lugar donde lo único que tengo son recuerdos de algo que jamás podré volver a tener, a sentir.

—Mami…

—Sólo un poco más, cariño. —Inhalo y exhalo—. Deja que mami se tranquilice.

Siento su mirada decidida sobre mí, para luego decir:

—Papá no querrá verte así. Yo no quiero verte así. No me gusta cuando lloras, te ves fea.

"Nunca se te dio bien llorar, tonta. Deja de hacerlo."

—¿Sabes? Eso no se le dice a una mujer, hijo. —Sólo puedo reír suavemente ante el parecido que tiene con su padre.

Él se ruboriza un poco y baja la cabeza.

—Se lo diré a la mujer que ame y ahora solo te amo a ti, mami.

Yo río un poco más fuerte.

—Pues ya verás que esa mujer que te ame te llamara 'idiota' a cada momento por decir eso.

—¡No soy un idiota! ¡Te ves fea cuando lloras! ¡No lo hagas!

De tal palo, tal astilla. Estarías orgulloso de él, en serio, siempre se te dio bien el hostigarme de esa manera, y hasta tu hijo lo hace de maravilla.

—Deja de insultarme o estarás castigado por dos semanas y no, ir a avisarle a Ishida no te servirá de nada, ¿me oíste?

Él baja su cabeza, solícito.

—Bueno, —resoplo, mientras miraba al cielo—, ¿te parece si lo hacemos ahora?

De inmediato, mi hijo levanta la cabeza y puedo ver su hermosa sonrisa de dientes blancos resplandecer en la oscuridad de mi cuarto.

—¡Sí!

Saca de su manta los dientes de león que había estado escondiendo. Cada año es lo mismo, la misma creencia que, si soplas los dientes de león a la medianoche de un día muy especial para ti, todos tus anhelos, deseos y pensamientos irán volando con el diente de león hasta alcanzar el alma de la persona más importante para ti. Yo no creía, ni creo, pero mi hijo sí, y haría cualquier cosa por él; lo daría todo por su felicidad, incluso mi vida.

—A la una…

—A las dos…

—¡A las tres! —gritamos al unísono mientras soplábamos nuestras flores y estas se iban volando cual polvo de hadas por el cielo nocturno, todo inundado de estrellas.

Ambos vimos cómo las pelusas desaparecían en el viento y se esfumaban con el paso de los minutos. De pronto, hizo algo que nunca antes había hecho.

—¡Feliz cumpleaños, papá! —Grita—. ¡Espero que tú y yo pasemos un cumpleaños espectacular!

Empieza a aplaudir con alegría mientras renovadas lágrimas caían por sus mejillas; pero no gime. Mi hijo, tan valiente como su padre, contiene sus hipos para no preocuparme y simplemente se dedicaba a mirar cómo las pelusas del diente de león se iban volando con los pensamientos de él. Me pregunto, ¿qué tipo de cosas le estará preguntando?; ¿qué tipo de anécdotas le habrá traspasado con sus pensamientos? Son cosas entre un padre y su hijo.

Vuelvo a ver el cielo y la lluvia de verano caer sobre una calle desierta a la que da nuestra ventana. Los ruidos de la ciudad comienzan a hacer eco a la lejanía. Una ambulancia, una sirena policial y tres disparos se escuchan a la distancia; creo que ha habido otra redada de cocaína cerca de nuestro edificio, por lo que es mejor cerrar las ventanas y apagar las luces.

—Es hora de ir a la cama.

—¿No podemos quedarnos un ratito más? —me pregunta con sus ojos de cordero.

Quisiera decirle que sí, pero la balacera se escucha cerca y es mejor que no nos atrapen mirando o las miradas se dirigirán hacia nuestra ventana.

—No, cielo, ¿escuchas la sirena de policía? —Él asiente fuertemente— Si nos llegan a ver, los chicos malos lanzaran balas hacia nuestra dirección y lo que menos queremos es salir heridos en un día tan especial, ¿verdad?

Vuelve a asentir, esta vez con algo de tristeza, y se baja del sillón con manta y todo. Cierro las ventanas y pongo las cortinas en orden mientras siento su mirada fija sobre mi espalda. No puedo imaginar qué clase de pensamientos recorren la mente de mi hijo, por lo que decido simplemente callar mis ideas y dejar que él solo tomara la iniciativa.

Pero no lo hace.

Se deja llevar de la mano hasta su cuarto, todo decorado con osos de peluche y tapiz de nubes. Le gustan las nubes, según él, le hacen sentir más cerca de su padre para contarle cosas antes de dormir. No rebatía con él, tenía esa idea de que en el cielo todo estaba cubierto de esas esponjosas cosas blancas y es por eso que lo hacía sentir más cerca. Lo arropo con su manta azul y vuelvo a ver sus brillantes ojos miel sobre mi rostro, denotando más preocupación que antes, y no entiendo el motivo; que yo sepa no he vuelto a llorar y no me he hecho ningún raspón en las horas pasadas. Normalmente, él tiende a sobreprotegerme demasiado, cosa rara ya que su padre no lo hacía.

—¿Puedes dejar la lámpara encendida? —me pregunta mientras se acurruca con su oso de peluche. Le sonrío.

—Por supuesto.

Adapto el artefacto a sus ojos y me acerco a darle un beso en la frente. Ya estoy a punto de retirarme, cuando una de sus preguntas me descompone totalmente.

—¿Lo extrañas mucho, mami?

—¿Perdón?

Él se sienta sobre su edredón.

—¿Extrañas a papá?

Nuevos flashes vienen a mi mente, trayendo consigo los momentos más dolorosos vividos con mi persona especial. Ah…

—Claro que sí. Todos los días, pequeño, lo extraño todos los días.

—¿Lo amas?

Parpadeo dos segundos.

—¿Qué?

—¿Sigues amando a papá?

Vaya, este niño tiene las preguntas precisas para noquearme completamente. Repentinamente, me siento en un ring de boxeo y mi hijo va ganando. Bajo la mirada, porque no sé qué contestarle. ¿Seguir amándolo? No lo entiendo. Es una pregunta demasiado difícil de contestar en un día tan doloroso como hoy.

—Es mejor que vayas a dormir.

Me estoy retirando cuando escucho sus débiles pisadas siguiéndome.

—Ve a dormir, no lo repetiré dos veces.

Me giro para volver a encararlo cuando sus ojos se aguan por completo.

—¿No lo quieres? ¿No quieres a papá? ¿Ya te olvidaste de él? —Su afectada voz me estremece por completo— ¿Por qué no me contestas? ¿Ya no lo amas?

No. Hoy, justo hoy, no voy a tolerar este tipo de comportamiento. No puedo.

—Ichigo Kurosaki, no me vas a hacer una escena a mitad de la noche sobre si amo o no a tu padre, así que mejor vuelve a tu cuarto de una vez.

Vuelvo a andar sobre mis pasos cuando, antes de cruzar el umbral para entrar a mi cuarto, lo escucho gritar:

—¡No lo quieres! ¡Te has olvidado de él! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio porque te has olvidado de papá! ¡Quisiera que tu hubieras muerto y no él!

Acto seguido, escucho su puerta sonar estruendosamente al ser cerrada con fuerza. Genial, ahora tengo a un niño de nueve años que me odia solo porque no le contesté su pregunta la cual, por cierto, jamás la había planteado antes. Mi cuerpo se estremece por completo al recordar sus palabras nuevamente. Sí, yo debí haber muerto ese día, no él. Él, idiota, idiota, idiota, se sacrificó solo por verme vivir, por verme feliz. Definitivamente, mi persona especial es un total y completo idiota.

Me acurruco en posición fetal sobre mi cama e intento dormir. Esa noche, sueño con jungla y árboles, con bombas y canciones de Johnny Cash, sangre, niños perdidos, niños muertos, cadáveres putrefactos y un claro atardecer.

2.-

El hijo

—Ichigo, levántate. Es hora de despertar.

Siento a alguien moverme con parsimonia sobre mi edredón. No quiero despertar, es muy temprano; además, estaba soñando con papá. Soñaba que él estaba conmigo, aquí, en casa, y jugábamos a sus antiguos juegos y escuchábamos sus discos mientras mamá preparaba ese café que él tanto alababa, porque recuerdo que así se conocieron los dos. En un café. Papá. Mi padre. Oh, no.

Me levanto rápidamente, casi cayendo de la cama, al recordar que día es hoy. ¿Cómo lo he podido olvidar? Estaba tan feliz dentro de ese sueño que olvidé por completo que hoy es el cumpleaños de mi padre, y el mío propio. Y también recuerdo lo que le dije ayer a mamá. Oh, no, debe de estar enojada conmigo.

Me froto los ojos para ver a la persona que me ha levantado y me asombro completamente. El tío Ishida solo viene a casa cuando mamá está enferma.

—¿Ya despertaste? —me dice, mientras abre por completo mis cortinas azules, dejándome ciego por unos minutos ante la luz del sol.

Me froto los ojos.

—No abras mucho las cortinas.

—Ya son las diez de la mañana, Ichigo, no deberías de estar durmiendo a estas horas.

—Se supone que mamá debería de haberme levantado —mi preocupación es latente en mi voz y no me gusta. Los adultos saben cuándo estoy preocupado.

El tío Ishida baja la cabeza y noto una aura negra en su mirada. Se ver ese tipo de cosas porque las he visto desde que nací, desde el día en que me dijeron que no tenía papá; esa sombra se aparecía en los ojos de las personas solo para dar malas noticias. No la había vuelto a ver desde que Chappy, mi conejo, murió hace dos años. Y definitivamente, no era buena señal que tío Ishida la tuviera en mi cumpleaños.

—Tu madre no está en condiciones para atenderte, Ichigo.

Eso me asusta. ¿Qué le ha pasado a mamá?

—¿Dónde está, tío Ishida? —empiezo a hiperventilar.

—Cálmate, Ichigo —se inclina ante mí y me toma de los hombros. Veo sus ojos llenos de sabiduría adulta sobre mi persona y me siento pequeño, demasiado para mi edad. Sus lentes se han empañado un poco por mis aceleradas respiraciones— Tienes que mantener la calma. Tu madre está bien, solo le ha dado un poco de fiebre y me llamó para ayudarles en las preparaciones del día.

Eso me calma un poco, pero no lo suficiente.

—¿Por qué está enferma?

Tío Ishida sólo me observa con esa penetrante mirada que me carcome.

—Parece haberse desabrigado y, en estas épocas de cambio de clima, es malo dormir sin algo con que cubrirse. —No digo nada pero siento que él quiere decirme algo—. Ichigo.

—¿Qué? —pregunto, intentando que mi voz suene fuerte y dura como la de él.

—Tienes que parar esto.

Abro mis ojos. ¿A qué se refiere?

—No entiendo, tío Ishida.

Se levanta y da un golpe sobre mi mesa de noche. Me sobresalto e intento calmar mis manos temblorosas. Odio ponerme débil en estas situaciones, porque soy un hombre, el hijo de mi padre, que lucho y murió en la guerra. Debo de ser fuerte.

—Este día va a terminar destrozando a tu madre, Ichigo. No es por ti, es por lo que significa. Tienes que terminar con esto de ir al cementerio cada año porque ella muere un poco con esto, ¿no lo entiendes?

—Pero mami es la que quiere ir, siempre me dice que está encantada con que…

—¡Miente!

—¡No le grites a mi hijo!

Me giro pasmado al verla, envuelta en una bata de baño blanca, con el rostro empapado en sudor y un sonrojo en las mejillas. Mis ojos se llenan de lágrimas. Esto es mi culpa, mamá está enferma por mi culpa.

—Ichigo, ve a mi habitación, en un momento hablaremos.

Yo niego con la cabeza.

—Pero mamá…

—Hazlo.

Aquí es cuando no debo replicar. Así que simplemente salgo de la habitación y me encierro en el cuarto de mamá.

Me acuesto sobre su cama y miro hacia el techo, todo cubierto de esas calcomanías de estrellas que brillan en la oscuridad. Mamá dice que es para alejar a los malos espíritus y para guiarla hacia papá. Ella me contó una vez la historia de cómo, en el campo de batalla, ella y papá se encontraron solo siguiendo las estrellas, siempre "la segunda estrella a la derecha", como Peter Pan. Giro mi cabeza un poco y logro ver su cómoda, toda llena de fotografías, perfumes y esas cosas que se ponen las mujeres sobre el rostro para verse más bonitas. Detrás de esta cómoda, hay un espejo, así que me miro en él.

Todos los conocidos de mamá dicen que me parezco a ella pero que definitivamente soy la viva imagen de mi padre. Lo único que comparto con mi mamá es el carácter y unas cosas más. Es ahí, viéndome en el espejo, cuando veo una pequeña cajita que no había visto antes. La tomo con curiosidad y, cuando la abro, una melodía dulce invade la habitación.

Es una caja musical.

Es una melodía antigua, lo sé. Por algún motivo me calma completamente y me hace cerrar los ojos. Dentro de mí, imagino a mi padre, en su uniforme de guerra, tomando mi mano y corriendo junto a mí mientras mamá toca esta canción.

Ah, ya recuerdo cual es.

Mamá siempre la interpretaba cuando era pequeño. Admiraba profundamente como sus dedos marcaban las notas del piano tan elegantemente y como no se equivocaba ni una sola vez, como, en cada pedazo de la partitura, esa música tomaba la personalidad de mi madre y la hacía suya. Cuando mi madre toca el piano, es como si todo el tiempo en el mundo se detuviera un segundo solo para escuchar su música. Ella intento enseñarme, pero definitivamente soy la viva imagen de mi padre, sin talento alguno para ello.

Pero se hacer buen café, aunque mamá no lo debe saber. Si se entera que he estado jugando con la máquina de la cocina, es muy probable que me castigue.

La melodía se vuelve a repetir una y otra vez.

Me echo en la cama de mamá y pongo la cajita musical sobre mi pecho. Es ahí cuando me doy cuenta que hay una foto sobre el espejo de la misma y una sonrisa tonta se forma en mis labios. Son mamá y papá juntos, cuando aún eran jóvenes, pero esta es diferente a todas las que he visto de ellos: Aquí parece como si no se soportaran, como si fuesen solo amigos.

Sí, definitivamente esa historia del hilo rojo que me conto mamá era verdad: Ellos estaban destinados a estar juntos desde el principio, pero entonces…

¿Por qué papá murió?

Escucho cómo la puerta se abre estrepitosamente y me levanto de inmediato, cogiendo la caja aún sonando, presionándola sobre mi pecho, como si fuese parte de mí.

La expresión de horror que puso mamá no tenía precio.

—¿Dónde…? ¿Donde encontraste eso?

Ah, es por la canción.

Me levanto de la cama y estiro mis brazos, aún con el artefacto sonando.

—Lamento haberlo cogido sin permiso, mamá, pero me llamó la atención y… y aquí aparecen tú y papá, ¿ves?

Ella mira la foto como si fuera la primera vez que la viera. Se arrodilla ante mí, quedando a mi altura y me acaricia los cabellos. Su sonrisa es más radiante que nunca.

—Mi pequeño Ichigo, acabas de convertir este día en el mejor de todos.

Sonrío.

Mamá está feliz. Y si mamá es feliz, yo también soy feliz.

Me lanzo a sus brazos y la aprieto contra mi pequeño cuerpo. La amo. La amo tanto que podría dar mi vida por protegerla y sé que valdría toda la pena del mundo.

—Ichigo, prométeme algo ¿sí? —Su voz se torna seria de repente—. Pase lo que pase, digan lo que digan, nunca cambies.

Abro mis ojos lentamente.

—¿Es por lo que dijo el tío Ishida?

—En parte. Pero es más por lo que tendrás que afrontar como adulto, pequeño. —Me separa un poco y veo su rostro aun empapado en sudor—. Estás creciendo y tendrás que afrontar cosas que te debilitaran, romperán tu moral y te harán pedazos, pero siempre, y recuérdalo hasta el día de tu muerte, siempre se tú mismo. Nunca dejes que nadie intente llevarse lo mejor de ti… o terminarás como yo.

Niego con la cabeza.

—Tú eres fuerte, mamá. Papá lo sabe, yo lo sé; tú también tienes que saberlo.

—El tío Ishida quiere lo mejor para nosotros, Ichigo, pero no sabe cómo demostrarlo y tiende a cometer errores. Lo que te dijo, sobre que tú me obligabas a ir al cementerio el día de la muerte y cumpleaños de tu padre, es mentira. —Su voz se quiebra por un segundo y puedo distinguir una lagrimas caer hacia mi mano. Odio cuando llora—. Lo hago porque quiero compartir este día contigo y con él. No importa si eso me carcome el alma, es la única felicidad que obtengo en este día, así que no quiero que te dejes manipular por otras personas.

—¿Por qué me dices todo esto?

—Porque eres un niño muy dulce, honesto, sincero y valiente que siempre quiere luchar por el bien, pero hay personas que son más listas y buscarán una manera de derrotarte, hijo. Tienes que empezar a ser más fuerte —se levanta y me mira—, debes dejar de llorar por cualquier cosa. Si yo lo hago, tú me reconfortas; pero no me imitaras. El llanto, Ichigo, les da poder a tus enemigos. Nunca dejes que nadie te vea hacerlo. Nadie, jamás, ¿me oíste?

Asiento con la cabeza. Esta conversación debería de haberla tenido hace tiempo pero no importa. Ella está aquí y me lo está diciendo. Me convertiré en alguien fuerte.

—Así que, desde mañana, entrenaras con el tío Ishida. Él conoce un buen dojo donde aprenderás defensa personal y así, de paso, entablaras más amistad con su hijo.

Gimo ante eso. No me gusta estar cerca de ese niño.

—Pero, mamá…

—Nada de peros, Kurosaki Ichigo. Eres un hombre, ¿no?

—No es eso, yo si quiero las clases en el dojo, pero no me cae el hijo del tío Ishida.

Mamá sonríe y me acaricia el pelo.

—Pues será hora para que comiences a cambiar eso. Ahora, ve a darte una ducha, mientras yo preparo el desayuno.

La miro mientras camina lentamente hacia la cocina.

—Mamá —digo.

Ella se voltea y me presta atención.

—Creo que no tengo ganas de ir hoy al cementerio. Podemos quedarnos en casa a ver la televisión o alguna película.

Ella sonríe, a pesar de la fiebre que la estaba atacando.

—Si es por mi fiebre, ni te preocupes, que ahora voy a tomar algo para sacarme esta gripe de encima.

—Pero…

—Creo que debo enseñarte a no decir mucho la palabra "pero", Ichigo. ¿Qué acabo de decirte?

Me giro y camino directo hacia el cuarto de baño. Sé que cuando ella se pone de ese humor, sólo hay que seguirle la corriente y no replicarle nada. Mamá es así, reservada, centrada en su trabajo pero muy buena conmigo cuando se lo propone. Siempre antepone mi felicidad a sus principios.

No sé qué es lo que habrán hablado el tío Ishida y ella en mi habitación, pero lo que sea que hayan dicho, será para bien de todos nosotros. Sé que no debo llorar mucho y tío Ishida quiere que sea un hombre como mi padre porque él quiere mucho a mamá; han sido amigos desde pequeños y él solo quiere que yo tome el lugar de mi padre. Y lo haré.

Intento que mi baño no tarde demasiado, no quiero dejar a mamá esperando con la comida en la mesa. Ella siempre dice que le hubiera gustado que su hermano, mi tío verdadero, le hubiese dedicado un poco más de tiempo. Según el tío Ishida, el hermano de mamá llego a ser bueno al final, lástima que no pude conocerlo, todos dicen que saqué su intelecto. Él fue quien le enseño a mamá esa canción que toca en el piano, bueno, no exactamente él. Mamá me contó que le escuchó tocar una vez y decidió aprender la canción para complacerle.

Unos toquidos en la puerta del baño me sobresaltan.

—¿Ya terminas, Ichigo? El desayuno se está enfriando.

—¡Ya voy!

Termino de ponerme ese pantalón que tanto me gusta e intento peinar mi cabello, sin mucho éxito. Ni modo, no hay más que hacerle. Quería estar presentable este día para poder ir a visitar a papá como se debe pero, como siempre, este no colabora de ninguna manera.

Al salir, corro hacia el comedor y veo la hora. Son las once y media de la mañana. ¡Oh, no! ¡Es tarde!

—¡Mamá, se nos ha hecho tarde!

Ella estira su cabeza por la puerta de la cocina y me mira con el ceño semi fruncido.

—Entonces, termina tu desayuno.

Un olor delicioso se esparce por el comedor. Ah, ella siempre hace el mismo obento cada año porque a papá le gustaba mucho ese bocadillo japonés. Termino mi vaso de leche y corro a la cocina para dejarlo sobre el fregadero, cuando mamá me dice algo.

—Alista tu mochila, esto estará listo en diez minutos.

La miro preocupado. Su cara sigue estando muy sudorosa.

—Pero sigues con fiebre.

Ella me sonríe con amabilidad.

—No, de hecho, la medicina que tío Ishida me dio, está haciendo efecto. Así que es mejor que te apures, yo estaré lista en unos minutos más.

—¡Sí!

Regreso corriendo a mi habitación y cojo mi mochila de colegio. Comienzo a guardar las cosas que normalmente llevo para esta ocasión especial: fotos de mis compañeros de colegio, fotos de los momentos vividos este año, mi cámara de fotos instantáneas, algunos dientes de león que he estado guardando en una cajita, hojas en blanco y crayolas. También meto mi libro de cuentos, porque siento que a papá le gustará mucho los que estoy escribiendo ahora, todos tienen héroes como él.

Todo lo que usualmente llevo está en la mochila pero sé que algo está faltando.

Escucho la puerta del baño cerrarse. Mamá ya debe estar dentro, así que entro sigilosamente a su cuarto y cojo la caja de música olvidada sobre su cama.

Esto era lo que faltaba.

—Ahora papá estará muy feliz.

3.-

El Destino

Nunca subestimen la luminosidad de un prado verde en pleno verano, más aun cuando se trate de un cementerio. El día estaba claro y brillante, como si todo lo que estuviese predestinado a estar ese día fuese perfecto, sin ninguna mancha ni cosa mala que pudiese ocurrir.

Pero el destino es una cosa impredecible.

La lluvia comenzó aproximadamente a las cuatro de la tarde. La madre y su hijo habían ido a visitar al padre por su cumpleaños y aniversario de su fallecimiento. El hijo se regodeaba con sus cuentos, escritos a puño y letra por él mismo; la madre no podría estar más orgullosa de él. La rutina de ese día estaba siendo seguida al pie de la letra: Primero comían el almuerzo al pie de la tumba del padre, no en silencio, sino con risas y chistes que la madre le contaba al hijo, anécdotas que habían pertenecido al padre. El incienso se encendía poco después, para luego comenzar a mostrar las fotos de las vivencias y paseos que habían tenido a lo largo del año.

—Mamá, ¿podemos tomarnos una foto?

La madre sonrió con afecto, aunque sus ojos denotaran tristeza.

—De acuerdo.

Esos pequeños recuerdos quedarían siempre grabados en el corazón del hijo, que jamás olvidaría el profundo amor que su madre le tenía a su padre y viceversa. Porque aunque estuviesen separados por algo más fuerte que la distancia, él pondría las manos al fuego por ellos.

A las cuatro de la tarde, un aguacero comenzó a caer, de improviso, en el cementerio. A la madre no le disgusto esto, ni le sorprendió; se lo esperaba. La lluvia era el lenguaje no verbal que ella y su marido tenían para comunicarse; no es que ahora lo necesitase pero le hacía sentirse cerca de él. Para el hijo, ese fue el momento perfecto para soplar los dientes de león que había traído, sin embargo, se dio con la sorpresa que estos estaban marchitos.

—Voy a buscar otros, ¿sí?

—De acuerdo, pero no tardes, se está haciendo de noche.

El niño fue buscando los dientes por el prado, sin encontrar uno que fuese adecuado para su ceremonia. Y es que no podía utilizar cualquiera, no; él tenía que tener los más grandes y pomposos, de esos que pudiesen volar millas y kilómetros para poder llegar hasta el cielo, así su padre sabría que no lo habían olvidado. Al no encontrarlas, se sintió muy frustrado y esas ganas de llorar volvieron a invadirle el cuerpo.

No, él tenía que ser fuerte. No podía verse débil en un día como ese.

La búsqueda de los dientes de león estaba siendo infructuosa, hasta que vio una pequeña gruta natural, algo alejada del cementerio, y, alrededor de esta, miles de estas pomposas y amarillas flores crecían furtivamente.

El niño pensó que el destino estaba de su lado.

Corrió todo lo que pudo, alejándose cada vez más del cementerio y de su madre. Vio, con algo de curiosidad, que varias camionetas negras con las lunas polarizadas estaban estacionadas en sitios estratégicos en los alrededores del bosque, como si estuviesen rodeando el cementerio. Pudo ver como uno de los hombres bajo de la camioneta y se aterro ante lo que vio: Este tenía una escopeta de caza y la estaba cargando. No, esos no eran policías normales. El niño ya estaba muy lejos como para retroceder, por lo que se agacho y, silenciosamente, comenzó a arrastrarse por el pasto, todo mugroso y lleno de bichos y barro mojado, producto de la lluvia. Tenía que conseguir esos dientes de león a toda costa.

Ichigo formuló una estrategia dentro de su cabeza: tomaría dos dientes de león, se los guardaría en el bolsillo y rodearía los coches por el claro del bosque que colindaba con el cementerio. Así de simple. Siguió arrastrándose, siendo ocultado por los matorrales y el césped del bosque. Las piedras le despellejaban las rodillas y los codos y la ropa le pesaba demasiado. Prácticamente estaba empapado de la cabeza a los pies. Se quitó los zapatos, los tiro hacia un arbusto cercano y siguió serpenteando sobre la tierra.

Finalmente llego a la gruta.

Rápidamente, cogió las flores amarillas y las escondió en los bolsillos de su pantalón. Iba a seguir deslizándose cuando sintió un metal frio tocar su frente. Las manos le comenzaron a temblar y esta vez, sus lágrimas se confundían con la lluvia. Tenía miedo de mirar.

—Levántate, pedazo de mierda.

Ichigo, con toda la valentía posible, levanto su mirada y vio al hombre de la escopeta de caza sobre él, mirándolo como si fuese la peor escoria nacida de un humano. Él tembló aún más y comenzó a gemir.

—¡Que te levantes, he dicho!

El hombre alzo rápidamente su arma al aire y lanzó un tiro, haciéndolo gritar y taparse la cabeza con las manos. No, eso no podía estar pasándole.

—Así que no vas a hacerlo, ¿eh?

La ira contenida se podía escuchar en su voz; esa voz, por algún motivo que él desconocía, se le hacía familiar. Muy familiar. De pronto, sintió un fuerte tirón de sus cabellos. Ichigo chilló con todo lo que tenía mientras veía como era alzado dos metros sobre el suelo. Las lágrimas eran imparables y los gritos de dolor eran audibles en todo el bosque mientras el tipo con la escopeta le daba una cachetada con la coleta de la misma, rompiéndole el labio y parte de la nariz.

Ahora, el niño lloraba como si no hubiese mañana. Dolía, dolía horrores. Él jamás había experimentado esa clase de tortura; era como si le aplastaran el cráneo fuertemente contra un piso de cemento duro y los huesos se partieran en miles de pedazos. La sangre se diluía con la lluvia y se deslizaba por su cuello, provocándole espasmos que se confundían con las risas del hombre de la escopeta.

—Te desfiguraré por completo, pedazo de mierda. Eres una abominación, al igual que tu padre y yo me encargaré de exterminarte.

Una, dos, tres.

Una, dos, tres.

El niño contaba cada golpe que el hombre le daba. Desde el abdomen, hasta la espalda. Ichigo era una masa sanguinolenta de espasmos, gritos y dolor, mucho dolor. Entonces fue cuando empezó a chillar a llantos.

—¡Mamá! ¡Quiero a mamá! ¡Mamá!

Mientras más fuerte lo hacía, más duro le pegaba. El hombre de la escopeta acertaba desde la cara, hasta las piernas. La coleta del arma le destrozaba fuertemente en el abdomen, haciéndole escupir sangre mientras él le pisaba las manos e intentaba romperle los huesos. Él se cansó de los golpes y decidió utilizar los puños abiertamente. Más y más duro; el niño tenía el rostro cubierto de un líquido rojizo y moretones, algunos ya hematomas, sobre su pequeño estómago. Cuando cayó exhausto en el pasto, pudo ver como un charco rojizo había teñido todos los dientes de león, convirtiéndolos en una promesa sanguinaria de su futura muerte.

—Esa puta no te va a salvar.

Él miro al sujeto y vio como este sacaba una navaja de su bolsillo.

"Voy a morir"—se dijo—. "Voy a morir como papá"

Los ojos del niño pidieron clemencia al ser humano frente a él. Su cuerpo le escocia horrores y la lluvia solo aumentaba su tormento. Si iba a matarle, mejor que clavara el arma de una vez en su cuello y acabara con su martirio. Era demasiado para un niño de nueve años.

El hombre de la escopeta, adivinando sus pensamientos, murmuró con desdén.

—No, pequeña rata, no soy tan misericordioso.

Ichigo lo sintió caer sobre él y romperle la camisa a jirones. No sabía que se proponía, pero lo supo en cuanto soltó el siguiente grito, al cual le prosiguieron muchos más.

Estaba escribiendo sobre su piel, torturándolo.

Hubo un momento en el que el dolor fue demasiado para Ichigo y este entro en estado de shock. El individuo seguía sobre él, dañando su piel, marcándolo para siempre. Dejo de gritar y se limitó a observar como la lluvia caía sobre su cuerpo, limpiando las heridas que la cuchilla estaba dejando sobre él. Él sabía que estaba trazando algo, no tenía idea de que era, pero en esos momentos le traía sin cuidado. Eso no debería de haber pasado, ¿qué había hecho mal?

Escucho un grito ahogado, seguido de su nombre en un chillido de horror que le hizo reaccionar por completo.

Era su madre.

—¡Mamá! —gritó, rompiéndosele la voz a media palabra.

El hombre levantó la mirada y sonrió con malicia.

—Pero miren a quien tenemos aquí: La puta que lo inicio todo.

La madre hizo caso omiso de lo que dijo y se dedicó a ver el cuerpo de su hijo. El grito inhumano que profirió le desgarro la garganta, seguido de más chillidos y de un incesante llanto.

—¡¿Qué le has hecho a mi hijo?! —clamó, mientras se echaba al suelo y acunaba al niño mutilado sobre el césped.

Ichigo veía como ella se mecía incesante sobre su adolorido torso. Pudo ver como heridas más graves que las suyas se esparcían por su adorada madre. Pero lo que más le dolió fue ver como su vestido, todo blanco y pulcro, estaba manchado de sangre en sus partes bajas, como si hubiese sido violada. No, no es como si hubiese sido, porque, si miraba el camino por donde su madre había venido, podía ver como la sangre se esparcía desde arriba hacia abajo. Además, sus muslos tenían heridas sangrantes y moretones dolorosos. Ellos la habitan tocado. Habían osado tocar a su madre. Un grito de impotencia salió de su pequeña garganta y el lacerante dolor volvió a él como si fuese una vieja amiga. Él no había podido defenderla. Su madre había sido violada y él no había hecho nada. Nuevamente otro grito surgió de su pecho.

La madre vio cómo su hijo lloraba, se retorcía y escupía sangre; probablemente habrían golpeado algún órgano vital.

—¿¡Por qué!? —gritó de impotencia— ¿¡Por qué!?

El hombre de la escopeta vio como sus compañeros llegaban, orondos, subiéndose las braguetas de sus pantalones y relamiéndose los labios, como si hubiesen probado un delicioso manjar. Uno de ellos llevaba un revolver de gran distancia, mientras que el otro, una metralleta embadurnada de sangre. Los tres compartieron sonrisas complicas y retorcidas.

—Pero si ya sabes el porqué, puta —habló quien había golpeado a su hijo—. Tú fuiste quien origino todo esto.

—¡Pero él no! ¡Él es un niño! ¡Él no estuvo en ese momento!

El hombre de la metralleta manchada de sangre rió amargamente.

—Él es el fruto de la abominación, es el hijo de un monstruo, algo impuro y demoniaco. Debe ser purificado.

La madre abrazó a su hijo, protegiéndolo de todo mal. Él la miraba como si fuera a desvanecerse en el aire.

—Mamá… —suspiró. Las fuerzas lo estaban abandonando.

Ella, quien estaba sobre él, ciñéndolo con fuerza, murmuró algo.

—No importa que pase, Ichigo, nunca cambies. —El pequeño sintió las manos frías de su mamá sobre su mejilla embadurnada de sangre—. Nunca dejes que otras personas te digan quien eres. Nunca cambies.

—Mami… —sus ojos estaban perdiendo color. Pronto se desmayaría. Estaba muy cansado.

La mujer lo siguió abrazando fuertemente e incluso cuando el sujeto de la escopeta le jaló del cabello, no pudo separarla del niño. Era como si se hubiese fundido con él. Ella gritó cuando vio cómo el de la metralleta ensangrentada golpeó con la culata del arma la cabeza de su hijo, haciéndolo reaccionar con un grito ahogado.

—¡Aun no te desmayes, engendro!

—Por favor, no le hagan daño, por favor, se los suplico. —La voz rota y desesperada de ella era amortiguada por el sonido de la lluvia—. ¡Por favor!

Los sollozos de ambos inundaron la gruta y, con renovados golpes por parte de los agresores, hicieron que la sangre volviera a fluir por el campo. Tiñendo esta vez el resto de flores a su alrededor, convirtiéndolas en algo que debía ser purificado.

El primer sujeto cogió a la madre de sus cabellos y le levanto un poco hacia el aire, haciendo que ésta rechinase los dientes ante el fuerte tirón. Con una mano, él le tiraba el cabello y con la otra le apuntaba con la escopeta por la parte de atrás del cráneo.

—Si dices que él no tiene nada que ver, puta —escupió el hombre—, le daremos una oportunidad de vivir.

Ichigo vio el dolor reflejado en el rostro de la mujer y quiso hacer algo, pero su cuerpo no le respondía. El frio le carcomía los huesos y los músculos estaban demasiado adoloridos como para ser movidos.

—Convénceme, pequeña rata.

El niño le miró con súplica, no entendiendo el comentario dicho por el que lo había deformado, así que emitió un gemido que sonó a algo como 'no entiendo' que hizo que expectorase más sangre.

Él individuo le escupió en el rostro.

—Convénceme, dame un argumento válido para no matarte a ti y a esta carroña —los hombres a su alrededor rieron a carcajada limpia, mientras veían como el niño temblaba del miedo, literalmente hablando—. Te doy dos oportunidades.

Él, de la impotencia, comenzó a llorar. No sabía qué hacer. Su madre iba a morir si no se le ocurría nada.

—Papá… papá…sálvame, papá… —comenzó a gemir desesperadamente, intentando que su padre, en algún lugar del cielo, les mandase una ayuda.

Esto, sin embargo, solo sirvió para enojarlo aún más. Ichigo pudo ver como las facciones del hombre se deformaron horriblemente al escucharle llamar a su padre y apretó aún más el tirón en el pelo de la mujer, haciendo que suelte lastimeros quejidos de dolor.

—Te he dicho, ¡Que me convenzas! —El sujeto del revolver pateó su pecho, haciéndole escupir sangre—. Tu padre no vendrá, él está muerto, nosotros lo matamos. Ahora —el tirón se hizo más fuerte, haciéndole gritar de dolor. El hijo podía sentir como la sangre manaba de los muslos de su madre y le manchaba el pantalón— convénceme de no volarle los sesos a esta puta frente a ti y ambos vivirán. Solo tienes —levantó el dedo corazón— una oportunidad.

Ichigo comenzó a hiperventilar.

—No… —su voz rasposa salió de su garganta, intentando defenderla hasta el último momento—. Por favor, se los ruego, no la maten.

Los tres hombres sonrieron torcidamente.

—Eso, engendro, no fue un argumento.

Y así, apretó el gatillo.

Ichigo vio en cámara lenta, cómo su madre caía muerta sobre él, bañándolo en renovada sangre fresca. Estaba muerta. Podía sentir el líquido rojo empapar sus heridas en el pecho. Él se giró a ver el rostro de su madre y lo que vio solo sirvió para hacerlo chillar de terror: Los ojos de su mamá estaban idos, sin vida y un agujero limpio atravesaba su frente.

Su madre, su adorada y querida madre estaba muerta. Alzó su mirada y vio los dientes de león manchados en sangre, prediciendo un augurio de muerte y desesperación.

La locura comenzó cuando el niño empezó a gritar del terror, a zarandear a la mujer, a pedirle que no le dejara solo con ellos, porque fue ahí cuando, uno por uno, los hombres de las armas, cayeron muertos al suelo. Sin ruido, sin gritos, sin sangre. Era como si se hubiesen desvanecido y simplemente hubiesen muerto. Ichigo sabía que lo estaban porque podía ver el mismo hoyo que tenía su mamá en los pechos de esos hombres, solo que los de ellos eran más grandes y estaban negros por dentro, como si se hubiesen podrido.

Ichigo dejó de gritar, dejó de mover el cuerpo a su lado. La lluvia seguía cayendo a chorros por su cuerpo, limpiando la sangre de sus heridas pero haciéndolas escocer. Se cogió la cabeza, comenzando a mecerse de un lado a otro con desesperación, recitando las pocas plegarias que había aprendido a lo largo de su infancia.

—Padre nuestro, que estas en los cielos, santificado sea tu nombre…

No escuchó los disparos que se aproximaron por el claro del bosque, ni tampoco las sirenas de policía que invadieron su silenciosa plegaria; ni siquiera los gritos que lo llamaban a él y a su madre. Solo deseaba que todo esto fuese una pesadilla, una terrible pesadilla de la cual despertaría y su mamá estaría ahí, viva, sin ese agujero en la frente, para socorrerlo, para abrazarlo y decirle que todo estaría bien. Aun mejor, para decirle que su padre acababa de llegar del trabajo y deseaba jugar con él.

Bajó una de las manos hacia su pecho, retorciendo el rostro ante el dolor de las heridas que había dejado la navaja en su pecho. Eso lo hacía real. Todo lo que había ocurrido era real. Comenzó de nuevo a llorar y a abrazarse a sí mismo, intentando mantener el control de sus emociones para no preocupar a su mamá, que de seguro se levantaría de un momento a otro. Sí, ella iba a estar bien, los médicos la curarían y ellos volverían a su destartalado apartamento en la quinta avenida.

Sintió cómo unos fuertes brazos lo alzaban por las axilas, levantándolo del suelo. Por acto reflejo, sus músculos desgarrados comenzaron a patalear por la liberación. De su garganta, los gritos ensangrentados comenzaron a resonar al son de la lluvia, como si fuese un último vals.

El hombre lo abrazó fuertemente. Ichigo se giró para ver a su tío Ishida con lágrimas en los ojos y un uniforme especial de la policía de Nueva York. Él se dejó abrazar y se recostó sobre el pecho del único ser viviente que aún le tenía cariño.

—Lo siento muchísimo, Ichigo. Lo siento tanto —Ishida comenzó a llorar.

Nunca había escuchado el llanto de un hombre, jamás, a excepción del suyo, claro. Era como un sonido roto e impalpable, un lamento que jamás podría ser calmado.

El niño no tenía las palabras para poder apaciguar a su tío porque, en primer lugar, ni siquiera sabía cómo calmarse él mismo. Su cuerpo se estremecía con fuertes espasmos y los ojos le ardían de tanto llorar; las manos le temblaban intensamente, haciendo que su cuerpo también saltara ante el miedo y el terror.

Su madre, su querida madre.

—Mamá… mamá… todo es… mi culpa… soy… un engendro… mamá…

Ishida, al escuchar lo que su sobrino había comenzado a decir, utilizó todo el autocontrol que le quedaba para volver su vista al pequeño niño que observaba cómo el cadáver de su madre era tapado con una sábana blanca, ya algo manchada de sangre, y era puesta en una camilla. Fue ahí, cuando el hombre se dio cuenta de las heridas que el niño tenía en el pecho y que parecían ser un mensaje traído desde los mismos infiernos.

Una sombra cubrió el cuerpo de Ishida y de Ichigo, haciendo al primero girar su cabeza para avistar a su acompañante.

—Ishida. Es hora de irnos.

—El niño ha sido marcado, Urahara —murmuró, aún en estado de shock.

El hombre vio cómo el niño miraba fijamente los dientes de león, que ahora estaban nadando en sangre, pero habían vuelto a ese color amarillo que tanto le gustaba.

—¿Por qué no los protegiste? —preguntó Ishida.

El hombre sólo tendió a tapar sus ojos con el extravagante sombrero que llevaba puesto, evitando ver la escena del crimen.

—¿Importa eso ahora? —Se dio la vuelta con parsimonia y levanto una mano hacia el aire—. Es hora de irnos. La policía no es de ayuda en estos casos.

—¿A dónde irá Ichigo? —preguntó, alzando la mirada hacia Urahara, con los ojos humedecidos.

Él giró la cabeza.

—Eres su tutor legal a partir de ahora.

Urahara, el hombre del sombrero extraño, caminó con tranquilidad hacia los cuerpos restantes de los asesinos, intentando no observar directamente hacia los agujeros podridos de los atacantes. La mirada era impenetrable y, por fuera, su semblante era pacifico, tranquilo; como si ver eso no le afectara en lo absoluto cuando, ciertamente, estaba sumamente preocupado.

El tío de Ichigo miró al pequeño, que se había desmayado después de todo lo que había vivido. Estaba a salvo, pero ahora era huérfano. Las lágrimas corrieron por sus mejillas porque quería que eso fuese una pesadilla. Ishida intento no mirar las marcas en el tórax del niño y lo acunó como su madre lo había hecho antes de ser asesinada. Ella no debía de haber muerto, no así, no en ese momento. Suspirando, lo levantó cuidadosamente mientras lo metía a la ambulancia que los esperaba.

En todo el camino hacia el hospital, intentó no mirar el mensaje que yacía sobre la piel virgen del niño como si fuese un estigma, recordándole que no podría escapar mucho más tiempo.

Allí, sobre el pecho de Ichigo, la palabra Hollow escrita con navaja, relucía ante la pálida luz de la ambulancia. Las personas que habían portado esa marca en sus cuerpos, habían nacido malditas y la mayoría estaban muertos.

Ishida se tocó el estómago y delineo su propia cicatriz, sintiendo irremediables ganas de vomitar.

Él lo sabía perfectamente.


N/A:

Bueno este fue el prologo de una historia que voy a terminar porque nunca una idea se me ha metido durante tanto tiempo a la cabeza. Espero, de todo corazón, que les halla gustado. No se asusten que no será tan angst, no por lo menos en los primeros capítulos. Más adelante. Mucho más adelante. Este solo es un pequeño vistazo a lo que se enfrentarán los protagonistas (:

Realmente me gustaría que me dejaran sus comentarios para saber que tal les ha parecido. El primer capitulo lo estaré publicando el 24 de Julio. Sin nada más que deciros espero que os guste C:

¡Déjenme sus opiniones! Que de eso me alimento *-*

Saludos! C: