Ja, ich gehore zu dir
Basado en Hijos del Tercer Reich, La Guerra no tiene rostro de mujer y Mein Kleines Herz (Unsere Mütter, Unsere Väter)
Guerra
Como celebraron aquella noche, bailaban, cantaban y tonteaban, nunca fueron tan felices. Nunca. La música estaba tan alta que recibieron cientas de quejas de los vecinos, pero ¿a quién le importaba cuan alto estuviera la música en plena guerra? Además, ¿quién no querría escuchar algo diferente? Lo mismo una y otra vez, el hijo de esa señora murió en el frente, el del panadero también y ¡el de la lavandera! Pobre muchacho, primero perdió las piernas y después la vida. Siempre llegaban esas malditas cartas que informaban que una joven alma había sido vencida, no obstante, en pequeñas letras te animaban diciéndote que cuando uno de los nuestros caía caían diez de los suyos. Ganaron la guerra antes de que comenzara, la voz en la radio les daba esperanzas.
Aunque una de esas malditas cartas llegara a sus manos, las esperanzas en Sansa Stark continuaron. La guerra había comenzado hacia unos pocos meses y ellos fueron los primeros en la cuadra que recibieron la carta, recordaba que su madre fue la primera en sostenerla y sin siquiera leer una de las más pequeñas letras la lanzó al suelo así tal cual la habían depositado en sus manos, le temblaban y con ellas se agarraba los cabellos mientras caía en sus rodillas, jamás lloró tanto. Sus hermanos se reunieron en torno a su madre, ella los acompañaba por detrás, hasta Jon Snow se apresuró a consolarla. Robb fue el valiente que levantó la carta y la leyó.
—Padre… nuestro… está muerto. —Lo dijo lento, fue casi un susurro y ella lo comprendió cinco minutos después. Después de eso, lo único que lograba recordar de ese día es que todos lloraron y nada más, desde ese entonces sus vidas eran para llorar. Su madre no se levantó de la esquina en que se encontraba por una semana, no emitía ningún sonido, las lágrimas se le secaron, se esforzaba por respirar pero no porque quisiera hacerlo, lo hacía porque el pequeño Rickon cada media hora le jalaba de la falda para asegurarse de que siguiera allí con ellos; ella no quería que su pequeño niño tuviera que cargar con otra perdida, sabía que el pequeño tonto se culparía por tirarle con demasiada brusquedad de la falda.
Y un mes más tarde, Robb y Jon fueron llamados a filas. ¡Su madre! ¡El corazón de su madre no lo soportó! Ni si fuera su madre la hubiese tratado de loca, cualquiera lo hubiera hecho. Cuando Catelyn se enteró no hubo quien la frenara, rompió en cientos de pesados la citación y se comió cada uno de ellos para que Robb no pudiera volver a unirlos, los muchachos preparaban las maletas y ella enseguida se las desarmaba. Y el ultimo día que estuvieron en la casa, por más que quisiera no podría olvidar ese día, su madre enceguecida por el dolor colocó calmantes en la sopa de Robb y Jon, si también en la de Jon, y cuando estos estuvieron dormidos los escondió en el armario. Imagínese el nivel de aquel dolor que no era capaz de recordar que Jon ni siquiera era su hijo. Fueron tantos los calmantes que los muchachos no despertaron en tres días, esperaron tanto que creyeron que estaban muertos y a su madre eso no le importó, prefería que sus muchachos murieran junto a ella y no tan lejos, en ese frio campo del enemigo.
Pero no importó cuantas cosas hiciera, Robb y Jon partieron al frente apenas se despertaron. Con ellos fuera de la casa su madre no volvió a hablar—se libró por un pelo de que no la acusaran de alta traición—, no hasta que las cartas empezaron a llegar; con una simple carta esa mujer era feliz por una semana. Todos eran felices, iban al teatro, al cine, con su madre feliz jamás se encontraban en la casa, tampoco regresaban para dormir, acampaban en las plazas y se dormían observando las estrellas. Las cartas eran la perfecta excusa para alejarse de la casa, esa casa que solo implicaba tragedias para el corazón de esa madre.
Fue Jeyne quien la convenció a abandonar la casa y a su madre que desde entonces tuvo que cargar con tres niños pequeños, una perdida segura y otras tres a confirmar. Esta vez no hizo nada para impedir que otro de sus niños se le apartara, estaba resignada, era la guerra. Se anotaron en el primer cursillo de enfermería que encontraron y desearon cada instante para que las aceptaran; de ese modo ella podría ser parte de la guerra, ayudar a su Patria y principalmente a sus hermanos, en los hospitales miliares los vería más seguido, en carne y hueso, no en tinta y papel.
Y lo lograron, celebraron y celebraron, tanto que no tuvieron tiempo de pegar ni un ojo y se subieron a la camioneta roncando. No supo cómo descendió de esta, sus ojos se abrieron recién en el momento en que la enfermera jefa las recibía y para su sorpresa ella ya se encontraba de pie y con la maleta entre los dedos, estaba más despierta que nunca.
De repente su mano derecha aferró a la de la enfermera jefa y se sacudió al mismo ritmo que la otra. Una sonrisa se posaba en sus labios al escuchar la voz de la mujer mayor. —Bienvenidas. Soy la enfermera jefa, Brigitte.
—Sansa.
—Jeyne, encantada. —La emoción de Jeyne la hizo colocar la mano encima de la suya y de la de Brigitte. Se rieron a carcajadas, solo ellas dos y la enfermera jefa se puso en marcha.
Se hallaban en Smolensk, a quinientos kilómetros de Moscú, para ella eran a quinientos kilómetros de su hermano Robb, para ese entonces los kilómetros de distancian con Jon no le resultaban tan importantes. La enfermera jefe les enseñó donde estaban los enfermos leves, por todas partes, los heridos graves en el pabellón A y en el C los casos infecciosos.
—¿Saben para que están aquí? —La enfermera jefa se detuvo abruptamente y se giró hacia ellas.
—Para servir a los soldados alemanes y servir a la patria. —Respondió con rapidez inflándose el pecho con aire y orgullo.
La enfermera jefa no dijo nada, se quedó mirándola como si tuviera un bicho en la cara y por los nervios le cogió la mano a Jeyne. ¿Qué había dicho mal? Sabía que le hacían a los traidores de la patria, uno de sus vecinos era uno y no tuvo un buen final. ¿Y si sus palabras no fueron las correctas? ¿Y si Brigitte la confundió con una traidora? Ella no lo era, ella amaba su Patria y mucho más servirla. Mucho tiempo después comprendió que esa mirada no era de sospecha, era de lástima.
Por ultimo les presentó al medido, un hombre con unos cuantos años encima y una cándida sonrisa que era capaz de iluminar toda la sala. —Las nuevas enfermeras. Este es el medico jefe, el Doctor Qyburn.
El hombre las saludó con un beso en la mano, las hizo sonrojar al instante, y al mismo momento en que erguía les dijo. —Las voy a necesitar en el quirófano.
Si lo hubiese sabido no habría apresurado su paso para ir tan rápido como la enfermera jefa. El quirófano no era más que sangre y gritos, los soldados gritaban tan fuerte que hasta el propio Stalin sentiría lastima. Estaba inmóvil observando como ese soldado alemán, era injusto que fuera tan joven y guapo, se retorcía y gritaba con un tono más agudo que el de una mujer. Con suerte lograba oír las órdenes del doctor y alcanzarle los utensilios, fue afortunada y en ningún momento tuvo que tocar al soldado, Jeyne le sostenía las piernas.
—Escarpelo. —El doctor pidió. Se apresuró y así le fue, al parecer el escarpelo le tuvo miedo a su mano y velozmente se alejó de ella para derrumbarse en el suelo. ¿Qué había hecho? El temor hizo que hasta se detuviera su respiración, sus ojos desorbitados viajaron por toda la habitación y sus manos comenzaron a temblar. —¿Qué hace? Salga. ¡Fuera! ¡Márchese!
Durante la guerra, si todos esos tediosos años, esa fue la única vez que el doctor le levantó la voz. Solo esa vez y fue suficiente para aterrarla de por vida. Dejó la habitación como un rayo para en una esquina caer en sus rodillas y llorar, al igual que lo había hecho su madre. Entre los llantos rebuscó en el bolsillo de su uniforme la foto de esta, era la más bonita de todas y la tenía ella. La extrañaba, seis horas lejos de su madre y ya la necesitaba. Esa hermosa trenza que las cálidas manos de su madre formaron en sus cabellos no se lucia en la horrenda gorra que debía llevar puesta. No era más que una niña de mamá en un lugar desconocido, «la guerra terminara pronto» se convenció, Goebbels lo había prometido, se lo había prometido por la radio.
La operación finalizó y ella continuaba en el rincón llorando por su madre. Jeyne fue en seguida a consolarla, le contó algunos chistes y le dijo que a ella también se le cayeron algunos utensilios. Lo último que le dijo fue que el soldado murió, murió pidiendo que cuidaran de su madre. Vio una vez más la foto de su madre y se largó a lloriquear con las pocas fuerzas que le quedaban, un porcentaje de esas lágrimas eran para el soldado.
Para finales de 1942 los utensilios dejaron de caérsele, ya no debía abandonar el quirófano y presenciaba la muerte de los soldados, al quirófano la mayoría entraban respirando y muchos salían con los pulmones secos. Aunque la muerte rondaba por todo el hospital, de diez soldados que veía tres ya estaban muertos. Al principio fue difícil y la mayor parte del tiempo la pasó en alguna esquina llorando, una vez el doctor les contó que detrás del hospital crecían unas hermosas flores de cientos de colores y que les permitiría ir a recogerlas para adornarse los cabellos, pero solo con la condición de que dejasen de llorar. Fue una condición muy difícil, ella lo logró luego de dos semanas y Jeyne en unos nueve días, fingió los otros seis días para acompañarla.
Con las flores eran felices otra vez y a los soldados les encantaban, en su vida recibió tantos halagos. Fue aproximadamente para esas fechas que recibió unos particulares halagos que no supo entender. El doctor terminó de operar a uno de los soldados más graves, lo salvó, y sin perder ningún segundo fue a elegir a su próximo paciente. Era una fila larga de soldados esperando, de punta a punta, parecía infinita.
—Primero los heridos en la cabeza. —Comunicó.
Ellas le seguían, Jeyne anotaba todo lo que decía. El doctor recorrió la extensa fila, por completo, miraba muy por encima y a algunos soldados ni siquiera los notaba, a uno de ellos le pisó los pies, era muy alto. Ella si los veía a todos y un escalofrío le atravesó la columna vertebral al ver a un soldado en especial. Era demasiado especial. La estrella era suficiente para reconocer al enemigo, pero eso no era un enemigo, no, era una mujer. Una mujer rusa, guapa a decir verdad, contaba con sangre esparciéndosele por lo largo de la pierna izquierda. No contaba con la gorra de los soldados soviéticos, esa gorra que era tan ridícula en los ojos de los alemanes, ¿esa mujer no pensaba lo mismo? Esas gorras eran ridículas y horribles, más espantosas de la que ella debía cargar en su cabeza. El cabello de la rusa era corto, no sobrepasaba los hombros—una crueldad—, y era de un áspero color castaño, enmarañado de principio a fin.
—¿Qué hacemos con los rusos?
—Nada. Apenas tenemos morfina para nuestros heridos. —El doctor le respondió y le indicó a Jeyne el soldado que se iría al quirófano. —Ponga la radio más alta, enfermera. Enfermera Poole, ayúdeme usted.
Sus dientes chirriaron, con la radio más alta el sonido de sus dientes moviéndose de un lado para el otro seguía siendo audible. Observó una vez más a la rusa, tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia un costado, el pecho aún se le inflaba con aire y las exhalaciones eran pesadas. Procuró que nadie la estuviera viendo, se aproximó al cajón y tomó todo lo que encontró, vendas, tijeras y hasta un cuchillo. Corrió rápido y se arrodilló al lado de la rusa, cual ni se molestó en levantar los parpados.
—¿Hablas alemán?
Tomó las tijeras para cortar el uniforme allí donde la bala lo había perforado, era un agujero grande. Sin embargo, al acercarse más la rusa se puso en alerta y agitó los brazos para todas direcciones imposibilitándole que la ayudara. Lanzaba gritos en ruso, en ese idioma ella no sabía decir nada más que por favor y gracias. —Нацистская сука. Нацистская сука! Нацистская сука!
Por la vehemencia con la que la rusa sacudía los brazos tuvo que alejarse unos centímetros para que su rostro no resultara herido, aunque consiguió quitarle la gorra y su sucia trenza se exhibió —cuando su madre se la hizo su cabello era anaranjado y ahora estaba tan oscuro como la noche —. Era una bestia, una animal salvaje, tal y como se lo advirtieron en la radio. Lo más apropiado para una enfermera alemana habría sido apartarse y dejar que el enemigo muriera, era la única forma en que podían vengar a sus muchachos. Sin embargo ella era una enfermera y después una enfermera alemana, lo que deseaba era salvar vidas, alemanas, rusas, hasta judías, vidas eran vidas. Ese año, todos esos días, esas horas y esos minutos lejos de su madre le enseñaron que no era nada más que una enfermera, quizás una hermana y muy por detrás una alemana.
—Пожалуйста. —Pidió suavemente, del mismo modo en que le hablaría a un soldado enfermo en el quirófano.
La rusa se inmovilizó, ya no era una bestia, era una simple mujer herida. La miró, tenía los ojos bien abiertos, húmedos y ámbar, ¿hace cuanto que no veía un color tan hermoso? Lo reseco y rasgado de los labios no le quitaba atractivo, era una mujer que lograba provocarte con tan solo mirarte. Ella le sonrió por la cooperación, la rusa no volvió a moverse y al estar tan quieta lucia igual que un muerto.
—Спасибо.
Tomó la tijera antes de que la rusa cambiara de opinión y cortó el pantalón, se asombró al comprobar que lo que le cubría la entrepierna eran calzones de hombre, largos, anchos y descoloridos. La herida se hallaba en el muslo muy próxima a la rodilla, por unos pocos centímetros se salvó de no quedar inválida para toda la vida. Con el cuchillo en su mano, sus dedos temblaron al igual que la primera vez, es la primera vez que haría tal cosa y el temor la consumió por completo. Unos meses atrás, las nuevas enfermeras arribaron—ellas ya eran enfermeras, lo de "nuevas" terminó en ese momento en que entraron al quirófano— y una de ellas era una mujer madura, sabía mucho más que el propio doctor y no esperaba a que llevaran a los soldados al quirófano, los curaba ella misma. Sansa se vio envuelta en una ocasión y tuvo que sostener a un soldado que tenía balazos entre los brazos y las piernas. Así fue como aprendió a sacar las balas.
—Intenta no gritar. —Le murmuró sin esperanzas de que su pedido se concretara, ¿siquiera entendía lo que le decía?
Aproximó el cuchillo a la zona de la herida, no tenía forma de esterilizarlo ni tampoco de hacer que fuera menos doloroso para su paciente. Inhaló mucho aire y trató de no cerrar los ojos al momento en que la sangre se expulsó a toneladas. La rusa para no gritar se mordía los labios, la sangre también emergía desde allí, y llegado un momento no lo soportó más, los gritos eran tan agudos y fuertes como el de cualquier otro soldado alemán.
No comprendía ni una sola palabra del ruso pero sabía que las que salían de la boca de la mujer no eran halagos ni algo cercano, ¿cuántos insultos se sabía? Eran demasiados para una mujer. La sangre era lo único que se veía en el muslo al acabar, de tanta sangre no podía decir si quitó la bala o un trozo de carne. Lo logró. Vendó la herida, con la tela que cortó del uniforme le amarró el muslo y cubrió la expuesta piel. Recogió sus utensilios, su levantar fue impedido por la mano que se aferró a su codo.
—Спасибо, Товарищ Сестра.
Se acomodó más cerca de la rusa y sutilmente le apartó la mano, la fuerza de esa mujer era exagerada y sus huesos no eran tan resistentes ahora. Le acarició el rostro, no era correcto mas el impulso de sentir algo diferente era más fuerte, en el hospital solo se veían hombres y se llevaba la vida de uno—sucia y alerta—, necesitaba sentir algo femenino, aunque esto lo fuera en una mínima proporción. La piel de la rusa era áspera y la suciedad la ennegrecía, con sus dedos acarreaba la tierra que se le encastraba. Al descender a la barbilla se encontraba con los cabellos, las hebras se pegaban una a la otra por la suciedad y al apenas tocarlas esta se espacia por el suelo.
—Necesitas descansar. —Sus dedos se alejaron con lentitud y pesadez, la tarea más difícil era dejar a los heridos solos. —¿Me entiendes? Dormir, ¿entiendes?
—Ya, lo entiendo. —La rusa le respondió en un claro alemán, tan claro que comenzó a dudar que se tratara de una mujer rusa. —¿Cuál es su nombre, Camarada Hermana?
—Sansa… Sansa Stark.
La rusa le tendió la mano e intentó incorporarse, al levantar la espalda lanzó un insulto en ruso y se volvió a tender. —Asha Greyjoy.
—¿Eres rusa?
Asha la examinó un largo rato, ya no la miraba como a una camarada y le dedicaba una desdeñosa expresión, la que le daría a un enemigo. Lo era después de todo. —Ya.
—¿Cómo llegaste aquí?
—Los alemanes… los suyos fueron tan estúpidos que me cargaron con sus heridos.
—Eres una mujer, ¿por qué estás en el frente? ¿No tienen suficientes hombres?
—Ya, ya, ya. Nos sobran hombres pero todas queríamos alguna vez en la vida matar a un fascista. Yo ya cargo con diez, ¿y tú? De seguro que aquí mueren más que en el frente.
La rabia la condujo a hacerlo, en el momento en que su mano se alzó no tenía el control de su cuerpo y era dominada por el mismísimo odio. Utilizó la fuerza que nunca tuvo y jamás pensó que tendría, tanto su palma como la mejilla de la rusa adoptaron una intensa tonalidad de rojizos. Sus dedos entumecieron y en su mano el dolor por el impacto se extendía por su muñeca, la rusa gruñó muy despacio y supo que al menos había valido la pena.
Inmediatamente recogió sus cosas y se preparó para marcharse, no se atrevió a compartir la mirada con la otra—esos lindos ojos estarían ardiendo en llamas— y ni alzarle la voz, era lo que más deseaba, quería hacerle saber que por culpa de los rusos los muchachos alemanes sufrían y sus madres, hermanas, hijas y amantes. No debió salvarla, con el tiempo que perdió pudo haber ayudado a uno de los suyos y ¡no haber perdido vendas! ¡las vendas!, ¿cómo fue capaz de sentir lastima por un ruso? No eran más que bestias, con rostro de mujer o no la bestia sigue siendo una bestia.
Miró por encima de su hombro, notó que la mirada de la rusa todavía permanecía fijada a su persona y que la mejilla continuaba tan rojo como antes, se avergonzó por sus actos y corrió hacia la última habitación del hospital. Se fue lo más lejos posible para poder olvidarlo más rápido y cuidó del primer soldado que pidió por ella, le correspondía hacer eso desde un principio.
A los minutos Jeyne regresó y la ayudó con el herido. No necesitaba ayuda, solo era una excusa para estar cerca e inquirir. —¿Por qué la rusa pide por ti?
El rubor decoró sus mejillas y nariz, ¿qué es lo que esa mujer estaría diciendo? Acercó su boca a la oreja de Jeyne, su amiga no era una amenaza sino más bien lo eran todos los soldados alemanes en la habitación. —La he curado a pesar de que el doctor me haya dicho que no. —Los labios de Jeyne se separaron y la expresión de sorpresa reinó en aquel pequeño rostro. —Lo sé, por favor no se lo digas a nadie. Me arrepiento ahora.
—No tienes que preocuparte por mí, será mejor que la veas a ella antes de que el doctor se entere. ¿No oyes sus gritos? Hasta el Führer podría oírla.
No tenía otra opción más que enfrentar a Asha y hacerla callar, el inconveniente era que no era tan valiente como cuando la golpeó. Sus pasos eran lentos, no levantaba los pies y en cambio los arrastraba para ganar algo más de tiempo, a sus mejillas le convenían regresar a su color natural. Los gritos de la rusa alcanzaban el pasillo y el pedido era claro, en su perfecto alemán solicitaba la presencia de la enfermera Stark. Apretó los labios y aceleró su andar, los gritos cesaron al ingresar a la habitación y la mujer que los provocaba sonrió de lado.
Se arrodilló a su lado, su gorra estaba en el suelo y por la cólera del momento se olvidó de ella. No dijo una palabra y aguardó a que la rusa se aclarara la garganta. —Lo siento, Camarada Hermana.
—Está bien. —Se vio obligada a aflojar su semblante y a situar una leve mueca en sus labios. ¿Es que no era una bestia después de todo? Simplemente era una mujer rusa, no era su culpa, ella estuvo bien advertida.
—¿Puedo tocar su trenza, Camarada Hermana? Se las han cortado a todas las chicas y extraño tocarlas. Usted tiene una trenza muy bonita, ya, permítame tocarla.
¿Una trenza muy bonita? Fue capaz de retener la carcajada y tragársela para que siquiera supiera que en vez de un halago aquello ya era un chiste. Acomodó la trenza entre su hombro, era obra suya y no era tan buena como las que su madre le hacía. Las manos de la rusa se elevaron y tuvo que conducirlas para que tomaran su trenza sutilmente, diría que casi con timidez. Era un toque tan suave, tan de mujer, y satisfactorio hasta su final que no tardó demasiado en arribar. Unos escasos minutos los dedos del enemigo se entremetieron en sus desaliñadas hebras y tironearon de ellas lo suficientemente suave para que no sintiera malestar.
—No veo una buena chica hace tiempo, ¿usted me besaría, Camarada Hermana?
Un beso, en el hospital ni un día faltaban los besos. Los soldados ruegan por sus madres o por sus esposas pero mayormente lo hacen por el beso de alguna enfermera, Jeyne es la que cumple esa parte del trabajo con sencillos besos en las mejillas o en las comisuras de la boca, algo simple que deje a los soldados contentos. Su fuerte era vendar las heridas, no los besos, tampoco sabía darlos y para empeorar su suerte Jeyne no se encontraba cerca, dudaba de que quisiera involucrarse con una rusa, no cometería el mismo error que ella.
—¿Ya? —La rusa insistió arqueando las cejas.
—Uno pequeño.
Se inclinó, sus brazos si situaron alrededor de la otra y temblaban a medida que descendía. Se humedeció los labios, ladeó su cabeza y alcanzó la mejilla izquierda de la rusa, con el inicio de la comisura. Desde cerca percibía el aroma a tierra y "guerra" que procedía de la piel de Asha, y la respiración serena a diferencia de la suya que se agitaba con cada segundo. Sus labios oprimieron la piel y se ensuciaron, sus mejillas con un rubor más vivo. Al volver en sí los arrepentimientos por haberse metido entre la vida de la rusa, resonaban con más fervor en su mente. Preguntarse qué ocurría con ella ya no era suficiente, no existía respuesta para justificarse. Alta traición.
—¿Suficiente?
—No puede llamar a eso un beso, Camarada Hermana.
Ahogó sus lamentos y se marchó deseando no haber despertado aquella mañana, todo el día perdido en una jocosa rusa que estaba allí para burlarse de ella. Malditos rusos. Bestias.
Ups puse a los Stark del lado de los malos. Ups. Oops!... I did it again.
