Me gusta el hecho de vivir. Y no quiero partir todavía. Por ello me duele este cáncer que tengo. Quisiera prolongar los años felices que he tenido con Heero después de la guerra. Fue ella la que me enseñó a ponderar cada momento de la vida con su debido valor. La guerra me enseñó a vivir despacio, disfrutando. La guerra me enseñó a quedarme quieto, amando. Hace cuatro años Heero intentó matarse y yo aún no le había confesado mis sentimientos. El hecho de que casi lo perdiera me convenció de lo necesario que era expresar nuestros sentimientos. Hemos sido felices juntos. Pero todavía no quiero partir. Deseo formar una familia con él. Amarnos mucho tiempo más, pero ya no puedo Lo que más me duele es tener que dejarlo. ¿Podrá afrontarlo? Es cierto que Heero está mucho más fuerte emocionalmente, sin embargo, a veces es muy frágil. Sólo espero que no cometa una locura cuando yo ya no esté.
Después de la consulta con el médico, no he regresado al trabajo. He estado caminado por la ciudad, reconociendo lugares y evocando recuerdos felices. ¿Es esa la felicidad? No lo sé. No quiero llegar a casa todavía, no sé que decirle a Heero, y, por eso, he atrasado la hora de mi llegada. Normalmente, estoy en casa como a las seis. Heero es quien me abre la puerta y me besa cálidamente en la frente. Él siempre está en casa, ya que, como escribe para una revista, envía sus columnas por mail. Me recibe contento y me lleva hasta la cocina. Nos sirve una taza de café y nos sentamos a la mesa y comemos. Nos preguntamos que cómo nos fue el idea, nos contamos lo que nos sucedió, nos hablamos, llenamos los silencios, nos comprendemos. Después vemos las noticias, acostados en la cama. Y ya tarde haremos el amor, nos abrazaremos, nos diremos que nos amamos y dormiremos profundamente, como duerme la gente que sabe ser feliz. Vendrá otro día, yo me levantaré primero y me asearé y luego, mientras él se ducha, prepararé el desayuno. Nos quedaremos juntos en silencio, saboreando el comienzo del nuevo día. Leeremos los diarios y los comentaremos. Nos abrazaremos y nos diremos que nos amamos otra vez. Me costará irme. Habrá besos.
Los fines de semana son para nosotros dos solamente. No trabajamos. Salimos a pasear, hacemos las compras necesarias, visitamos a Quatre, de vez en cuando, estamos todo el día en pijamas, reimos viendo una película o lloramos. Nos decimos que nos amamos de nuevo, nos tomamos de las manos, conversamos sobre lo que sentimos, sobre nuestra vida en la guerra, sobre lo que somos y lo que nos hizo ser lo que somos, no existen temas vedados. Compartimos los problemas y las alegrías y estamos de acuerdo en las cuestiones importantes.
Pero ahora tengo miedo, porque no sé cómo contarle acerca de mi enfermedad, cómo decirle que ya no estaré más a su lado. Y no es tanto miedo a su reacción como a la mía, porque sé que cuando se lo diga, será verdad y me quebraré, pues yo no quiero morir, quiero estar a su lado mucho más, quiero amarlo mucho más, quiero tenerlo a mi lado y sentir su cariño mucho más. Quiero tiempo para hijos, para vivir, para reír, para llorar. Y él… que será de él. Dios, no es justo.
Ahora sé a quien contar primero lo de mi enfermedad: Quatre. Me encamino a su casa, que no está lejos de la nuestra. Quatre ha continuado con su vida, y es una persona alegre. No guarda rencores a la vida, a pesar de la pérdida de Trowa después de la guerra. Quatre, quien es tan bueno y amable y sólo sabe amar. Quatre, quien me entregó consuelo cuando pensé que Heero no lograría salir del pozo negro de su soledad. Quatre, nuestro amigo. Quatre toca música y escribe cuentos para niños, con dibujos que él mismo confecciona, y todo el dinero que recauda de estas actividades las dona al orfanato en el que es benefactor. Quatre se solventa con la pensión, que recibe mensualmente y de por vida, por haber sido soldado en la guerra. Nosotros también la recibimos.
Su casa es pequeña y sencilla, un poco como él. Me abre la puerta, me sonríe y me abraza. Creo que está más delgado que la última vez que lo vi, pero es que él, como Heero, no es bueno para comer. Su sonrisa es luminosa y siento que el cuerpo se me abriga. Me invita sentarme y me ofrece bebida. Estamos frente a frente acomodados contra el respaldo de la silla. Me pregunta que cómo estoy. Yo le digo que bien y le repito la pregunta a él. Quatre sonríe otra vez y contesta lo mismo.
—Quatre, siempre he querido preguntarte¿cómo seguiste después de lo de Trowa?
Quatre me mira con sus ojos intensos. Yo creo que quiere entender el porqué de mi pregunta después de cuatro años. Se lo explicaré, pero no ahora. Antes, necesito entender su respuesta.
—Fue difícil al principio—comienza con voz ronca y ojos vidriosos—. Yo lo amaba, él también a mí. Juntos hacíamos una buena pareja, nos comprendíamos y nos apoyábamos, pero había ciertas cosas que nos disgustaban del otro también, pero aprendimos a aceptarlas y a respetarlas porque eran parte de lo que nosotros éramos, y uno es sólo lo que es. A Trowa siempre le gustó el peligro. Y yo siempre temía por él—se queda en silencio, rememorando, y los ojos se le llenan de lágrimas.
—Quatre…—murmuro, arrepentido por provocarle este sufrimiento.
—Siempre me da nostalgia recordar esos momentos. Una vez le dije que si no abandonaba el circo, yo me marcharía. Él me sostuvo la mirada y me dijo que amábamos a las personas tal como eran, que intentar cambiarlas, era no amarlas. Me dijo que él siempre trabajó en el circo, que yo lo sabía, y que si yo lo amaba, tenía que amarlo también por su amor al circo. Y entonces comprendí. Nos quedamos juntos, y fuimos felices. Y eso me consuela ahora. La guerra fue cruel, arrebató muchas vidas, mucho tiempo, mucha alegría, pero había terminado. Ahora sólo nos tocaba vivir. Y Trowa y yo fuimos felices, disfrutamos cada momento que tuvimos, porque sabíamos lo que era perder tiempo, perder vidas. No nos hicimos grandes problemas, simplemente nos quisimos. Éramos diferentes en algunos aspectos, pero la vida es tan corta que no vale la pena detenerse por ellos. Cuando Trowa murió, al principio, sentí rabia contra él, por las muchas veces que le había pedido que dejara el circo, pero después siempre evocaba sus palabras: el Trowa que yo amaba también era ése que arriesgaba su vida. Y seguí adelante recogiendo y guardando en la memoria cada instante que tuvimos juntos. Yo no podía ni puedo echarme a morir. Hay mucha gente que me necesita todavía.
—Quatre…
—Escucha, Duo, he aprendido algo trabajando en los orfanatos¿sabes? He aprendido que nosotros tuvimos una oportunidad. Yo fui feliz y aún lo soy, aun sin Trowa, porque todavía tengo recuerdos, porque todavía sé apreciar el significado de la vida. Ellos, los niños, no tienen padres, no saben lo que es amar, lo que es tener una persona en la que confiar, lo que es entregar un poco de nosotros mismos a otras personas. Hay muchas cosas que hacer en esta vida, para decir ya basta no quiero seguir. Y están ustedes, yo también los quiero. Además, de qué sirve deprimirse¿acaso alguien me traerá de vuelta a Trowa?
—¿Pero eres feliz?
—Lo soy.
—¿Pero cómo…?
—La vida es mucho más que amar a Trowa. Te tengo a ti y a Heero, a los niños del orfanato. Esta la música, el dibuja, la escritura, está cada día con su afán, Duo. Soy feliz porque puedo vivir simplemente, y recordar.
—¿Aprecias a Heero?
—Claro que sí.
—¿A pesar de que intentó suicidarse?
—Sí.
—¿Pero no desprecias a esa gente?
—Sí, es cierto—reconoce Quatre—. Pero no a todos, sólo a quienes lo hacen por miedo o por una solución a sus problemas. No soporto ese tipo de debilidad, esa incomprensión hacia los demás. Siempre eres necesitado en alguna parte y no entiendo el egoísmo de algunos que, porque creen que son los únicos que sufren, piensan que pueden abandonar. Perder el amor de alguien, es mejor que nunca haberlo conocido, créeme. Los niños del orfanato sufren mucho más de lo que yo llegué a sufrir con la muerte de Trowa. Ellos han sufrido. Eso es dolor. No tener a nadie. No ser capaz de ayudar a alguien. Pero las razones de Heero eran diferentes—y lo afirma fijando su elocuente mirada en mis ojos—. Heero pensaba que él sólo servía para una cosa: la guerra y no comprendía que nosotros también necesitamos de él y que su vida es mucho más que la guerra. Heero no intentó matarse por miedo o como una manera de escapar a sus problemas, simplemente pensó que su vida terminaba cuando terminaba la guerra, pero ahora tú le has enseñado.
—Pero no sé si lo suficiente—sollozo.
—¡Duo¿Qué pasa?
—Estoy enfermo, Quatre. Voy a morir.
El pierde color. Se levanta de su silla y se acerca hacia mí con los brazos extendidos. Yo permanezco sentado, pero cuando llega a mí, lo abrazo y lloro.
—Duo, explícame, por favor.
—Tengo un tumor maligno muy avanzado e inoperable. Sólo me quedan tres meses de vida. Tal vez menos.
—Pero…
—No hay forma de tratarlo. ¡Y no sé cómo decírselo a Heero!
Quatre me sostiene entre sus brazos y yo apoyo mi cabeza en su pecho, sollozando desesperadamente, humedeciendo su polera.
—Duo, Heero está mucho más fuerte de lo que piensas. Tienes que decírselo. Él te ama.
—Lo sé, lo sé, pero no quiero que sufra.
—No puedes impedir que sufra, porque te ama. ¿Acaso no querrías tú apoyarlo si él estuviera en tu lugar? Como pareja que son, ustedes tienen que compartir las dichas y los pesares. Si le ocultas tu enfermedad, él sabrá inevitablemente que algo le escondes y ese hecho abrirá una brecha en su relación, minará la confianza y más tarde, el amor.
Me separo de él. Quatre tiene sus ojos llenos de lágrimas. Yo no puedo consolarlo y en silencio me pregunto quién lo consolará a él. Antes de marcharme tengo que pedirle un último favor.
—Quatre, por favor, quiero que me prometas una cosa.
—Dime, Duo.
—Quiero que cuides a Heero por mí cuando yo no esté.
Continaurá...
Nota de autora: Gracias por leer.
