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La Saga Olvidada
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Las estrellas brillaban de un modo extraño esa noche. Incluso la luna, llena en todo su esplendor, parecía más opaca y pálida de lo usual. Para ella, que conocía a la perfección los secretos del firmamento y los designios que éste trazaba con sus estrellas, era más que evidente que algo sucedía. Entrecerró los ojos, escrutando atentamente el amplio horizonte nocturno. Hacía más de una semana que se encontraba allí, en Star Hill, la cumbre más cercana al cielo. Aquella sensación premonitoria la invadió desde el momento en que puso un pie en la montaña. Lo había percibido claramente, un vacío helado naciendo desde la boca de su estómago, corriendo por sus venas como si fuera un hielo cruel y cortante, todo mientras observaba en vela el infinito fulgor de las estrellas y las nebulosas. Era casi como si le susurraran al oído…
"Cuidado…"
Se llevó una mano a la frente, acomodándose los lacios cabellos castaños. Podía sentirlo, algo grande, algo oscuro; una sombra moviéndose silenciosa a través de las tinieblas, asechando, pero… ¿qué era? ¿Qué era aquello que el destino intentaba decirle a través de los dibujos en las constelaciones? La respuesta le llegó de un modo tan repentino como el temor que la inundó por dentro. Primero fue el fugaz brillo de la estrella roja, el lejano planeta cuyo fulgor debía ser imposible de ver en esa época de la temporada. Pero lo vio…lo vio tan claramente como el tinte carmesí que poco a poco comenzó a cubrir la luna, trepando por ella, empapándola en sangre…
Retrocedió un paso, abriendo enormemente los ojos. El aire atravesó alocado sus pulmones cuando giró la vista de un extremo al otro del horizonte. Todo había desaparecido…la gran estrella roja, el tinte sangriento que cubrió la luna por un instante, todo había vuelto a la normalidad, como si nunca jamás hubiera sucedido. Pero ella lo había visto… Lo había visto y ahora sabía.
Finalmente sabía.
—Guerra…—susurró, llevándose una mano temblorosa al pecho—La Guerra hecha carne, sangre y huesos en este mundo…
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Capítulo 1: Preludio
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Las estrellas brillaban incansables en el firmamento, una junto a la otra; bastas, luminosas, infinitas. Detrás de ellas el cielo era de un azul oscurísimo, casi negro; el lienzo perfecto para el pincel de los dioses. Como diminutos y lejanos puntos de luz, algunas estrellas parecían entrecruzarse aquí y allá; a veces separadas por solo un pequeño trozo de cielo, a veces unidas por líneas que la imaginación debía trazar, formando figuras que los hombres contemplaban desde el origen de los tiempos. Dos peces danzando en aguas tranquilas, una mujer con un cántaro de agua, un majestuoso centauro tensando un arco con su flecha, un escorpión alzando amenazante sus pinzas… Podía distinguir todas esas figuras, las más importantes entre las ochenta y ocho constelaciones, pero… ¿dónde se encontraba Pegaso?
Kei suspiró profundamente, cruzando ambas manos detrás de la cabeza. La hierba a sus espaldas aún se sentía como un suave colchón, a pesar de que hacía casi una hora que estaba recostado allí, en el límite más occidental del Santuario. Unas pocas columnas de piedra blanca lo rodeaban, desperdigadas sobre el suelo como si fueran enormes juguetes abandonados. Aquel era el lugar que había escogido hacía mucho tiempo, casi inmediatamente después de su llegada al Santuario; un lugar apartado y tranquilo en el cual refugiarse a reflexionar cuando el cansancio provocado por la ardua jornada de entrenamiento se volvía excesiva, incluso para alguien como él. Era su costumbre, su pequeño ritual al final del día.
De frente a él, a lo lejos, el Santuario se alzaba en todo su esplendor, un conjunto de estructuras de mármol apenas oculto por las bajas colinas circundantes. Podía distinguir, a pesar de la distancia, la delgada escalera que sobresalía de la rica aglomeración de edificaciones, elevándose terreno arriba. La escalera llevaba directamente a la casa de Aries, y luego describía un ángulo en diagonal hacia la casa de Tauro, y luego a la de Géminis, siempre ascendiendo. Era el camino de las Doce Casas, la defensa final antes de la recámara del patriarca y las habitaciones de Athena, construidas en el punto más elevado del terreno. Si, aquel era el Santuario, y sobre él, el cielo estrellado del anochecer se extendía como si fuera una inmensa bóveda luminosa. Kei frunció el ceño, intentando localizar nuevamente la constelación que buscaba.
"Esto es genial" se dijo a sí, mismo "Ocho años y aún no recuerdo donde se encuentran mis estrellas guardianas. Astinos de seguro me mataría por esto" Dejó escapar un nuevo suspiro, observando de reojo hacia su izquierda. Junto a él, descansando sobre la hierba, se encontraba una gran caja de bronce con correas de cuero. La caja, perfectamente cuadrada, poseía un soberbio grabado con la forma de un pegaso, el cual parecía observarlo desde el fondo de sus ojos broncíneos. Sacudió una mano en su dirección, como si estuviera dirigiéndose a una persona.
—No me mires así—murmuró sonriente—Ya voy a encontrarte.
Kei volvió a fijar su mirada en el firmamento, ampliando su sonrisa. Cualquiera que lo hubiera visto en ese momento, recostado de espaldas sobre el suelo, con ambas manos entrelazadas a la altura de la nuca, no habría notado nada extraordinario en él. Era un joven de no más de diecisiete años de edad, de estatura y complexión medianas. Su expresión relajada y risueña era en cierto modo la de un niño, con una desordenada cabellera tan negra como el azabache. Los rebeldes cabellos, largos hasta media nuca, le caían ondulados a ambos lados del rostro y sobre los ojos, lo cual hacía que se los apartara constantemente con el dorso de los dedos. Los ojos eran dos grandes avellanas de un marrón claro, de expresión tan afable y serena como el resto de su rostro.
A diferencia de la mayor parte de los habitantes del Santuario, de marcada ascendencia griega y romana, Kei poseía un leve tinte broncíneo en su piel, la cual, aun así, seguía siendo lo suficientemente pálida como para no delatar su verdadera procedencia. Las ropas que lucía tampoco eran nada extraordinario, sino lo que la mayor parte de los hombres del Santuario usaba cuando no estaba de servicio: pantalones largos y una casaca blanca de manga corta, ajustada a la cadera con un ancho cinto de cuero negro. Un par de sandalias se ajustaban a sus tobillos con delgadas tiras de cuero, trepando hasta media pantorrilla, al igual que las muñequeras que cubrían por completo sus antebrazos.
En pocas palabras, no parecía más que un simple muchacho, con ropas simples y expresión simple; uno como cualquiera de los miles que podían verse cada día en las numerosas ciudades del imperio. Sin embargo….las apariencias engañaban. Kei no era un muchacho cualquiera. En absoluto. Kei era uno de los ochenta y ocho santos guardianes de la diosa Athena, el caballero de bronce de Pegaso, y uno de los más poderosos dentro de su categoría. Un santo que, a pesar de todo su entrenamiento físico y mental, aún no era capaz de localizar su constelación guardiana en el firmamento.
"En verdad Astinos me mataría si me viera ahora…" volvió a reflexionar para sus adentros, estirando un dedo hacia arriba, como si intentara rastrear las estrellas en el cielo.
Había llegado al Santuario hacía casi ocho años, siendo apenas un niño entonces. Recordaba lo asustado que había estado al arribar a aquel extraño lugar, lleno de gente desconocida que no hacía más que entrenar día y noche. Astinos, el hombre que lo había rescatado a él y a Ellisa de una muerte segura en manos de los saqueadores bárbaros, le había explicado con paciencia y determinación qué significaba ser un caballero al servicio de Athena, y como, si ese era su deseo, algún día podría llegar a convertirse en uno de ellos. Kei se había sentido fascinado con las historias que había oído de quien luego sería su maestro, y con la posibilidad de adquirir tan increíble poder en el futuro. En aquel entonces, siendo solo un niño, no habría podido haber nada más importante para él en el mundo. Volverse fuerte, volverse justo, adquirir el poder necesario para proteger a quienes lo rodeaban, y evitar que aquello que le había ocurrido a su pueblo no volviera a ocurrirle nunca a nadie más.
Su pueblo…
Había vivido los primeros años de su vida en un pequeño asentamiento de la Galia, en una zona fronteriza que desde hacía tiempo pertenecía al imperio romano. Solo era un niño, pero aún recordaba muy bien aquellos lejanos días de paz e inocencia. Recordaba a su padre, un comerciante que pasaba temporadas enteras lejos del hogar, viajando en caravanas que llevaban sus productos a los extremos más lejanos del imperio. Recordaba a su madre, una hermosa y pálida mujer de ojos rasgados y cabello negrísimo, que no hablaba del todo bien el latín. Recordaba a la familia de Ellisa, unos afables artesanos que vivían en la misma parcela que ellos. Y recordaba el ataque… En sueños aún podía verlo.
Podía ver a las hordas bárbaras cayendo sobre su pueblo a plena luz del día, pasando por la espada a la guarnición y a todos sus habitantes. A todos menos a ellos. Astinos los había salvado cuando nadie más habría podido hacerlo. Él los había rescatado de entre las cenizas ardientes del pueblo, ofreciéndoles una oportunidad para empezar de nuevo. Y él la había aceptado. Siendo apenas un niño comenzó a recorrer el largo camino para convertirse en un santo de Athena, siempre bajo la atenta y exigente enseñanza de su mentor.
Y a pesar de todo…aún no podía ubicar su constelación en el firmamento.
Sonrió, negando con la cabeza. Su maestro no solo lo había entrenado duramente en los secretos del cosmos y de las artes marciales, forzándolo al límite en todo sentido, sino que también le había dado una gran importancia al cultivo de su mente. Lecciones de historia, de filosofía, de astronomía, de matemáticas y un largo etcétera habían acompañado las sesiones inhumanas de entrenamiento físico y de aprendizaje en el manejo del cosmos. Obviamente, nadie podía culpar a Astinos, era cosa de Kei, y solo de él, no haber prestado la debida atención, o solo haber fingido prestarla, cuando su maestro intentaba inculcarle aquellos importantes conocimientos. Por supuesto, agradecía todo el esfuerzo de su mentor, lo más cercano a un hermano que jamás había conocido, pero…lo suyo eran los combates. Lo suyo era la acción, la aventura y el deseo de proteger a todos aquellos a los que amaba; a los débiles y a los indefensos, a la gente inocente del mundo, a sus amigos y compañeros de armas en la lucha contra el mal… Y a Ellisa…sobre todo a Ellisa. Esa era la razón por la que había decidido convertirse en caballero. Las matemáticas y la astronomía podían esperar.
Se encontraba sumido en esos pensamientos, así como en el enésimo intento de búsqueda, cuando sus ojos notaron un delgado fulgor en el firmamento. De repente, moviéndose entre el resto de las estrellas, una delgada línea rojiza atravesó el cielo a toda velocidad.
"Una estrella fugaz…" fue lo primero que pensó, descartando de inmediato la idea. Se movía demasiado lentamente para ser una, y además su brillo no parecía querer extinguirse… sino todo lo contrario. Kei se incorporó dando un respingo, sentándose sobre la hierba del valle en las afueras del Santuario. La línea escarlata había descendido literalmente del cielo, transformándose en un lejano punto rojo que cayó hacia la tierra como si fuera un copo de nieve ensangrentado. Incrédulo, Kei observó como aquel lejano punto de sangre descendía tras las lejanas colinas que rodeaban el Santuario, justo donde el antiguo coliseo se alzaba. Se incorporó del todo, apretando inconscientemente los puños al ver como un resplandor rojizo iluminaba durante un segundo la lejana silueta de las colinas; un silencioso y fugaz estallido de fuego en medio de la oscuridad de la noche.
— ¿Pero qué…demonios fue eso?
No había terminado aún de formular la pregunta cuando su mirada se clavó en la caja de bronce a su lado. Con un fuerte tirón, el caballero de Pegaso levantó la armadura que lo identificaba como uno de los santos leales a Athena.
Fuera lo que fuera aquello, acababa de descender en el santuario. No tenía idea de que era. Pero iba a averiguarlo.
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El antiguo coliseo era una enorme estructura de forma circular, con numerosos niveles de gradas ascendentes construidas en torno a la arena central, donde antaño numerosos aspirantes a caballeros se habían medido para ganarse el derecho a vestir las sagradas armaduras. Al igual que varias otras secciones del Santuario, aquella hacía tiempo que había sido abandonada. Un nuevo coliseo se alzaba ahora en el centro del Santuario, a varios kilómetros de distancia. Pero allí, todo se encontraba cubierto por el polvo de los años. La piedra de las construcciones, otrora regia y blanca, se había opacado hasta volverse de un gris apagado, cubierta por múltiples grietas y rajaduras.
Con la caja de bronce cargada a modo de mochila, Kei descendió dando rápidos saltos desde la parte superior del coliseo, bajando de grada en grada. Muchos metros más abajo podía ver la arena de combate; un espacio abierto de forma ovalada donde la luz de la luna, la única iluminación en la noche, caía de lleno como un velo plateado. Estaba seguro de que la extraña luz roja había descendido allí, pero en esos instantes no era capaz de sentir la presencia de nadie en los alrededores. Sin embargo…creyó ver algo en la arena.
O alguien.
Kei descendió a toda velocidad por las gradas, cayendo ágilmente de pie sobre la antigua área de combate. Se quedó completamente inmóvil, con el ceño fruncido, observando hacia adelante sin parpadear.
— ¿Quién diablos eres tú?
Un hombre se encontraba de pie frente a él, inmóvil e inexpresivo, contemplándolo en el más absoluto de los silencios. Era alto, muy alto, de complexión atlética y fornida. El cabello castaño rojizo le caía largo hasta los hombros, enmarcando un rostro pálido y severo, de mandíbula cuadrada, fuerte. Los ojos del extraño eran muy azules, fríos como el hielo, y lo observaban con una expresión tan vacía que resultaba amenazadora. Pero no fue eso lo que inquietó a Kei. Era la extraña armadura que el sujeto vestía lo que captó su atención desde un principio. Se trataba de una armadura tan ajustada al cuerpo que parecía formar parte de la propia anatomía del extraño, de bordes suaves y redondeados. Durante un segundo, a Kei le recordó en su forma a la armadura dorada de Leo. Las hombreras eran largas y ovaladas, al igual que las protecciones de las piernas y el brazo izquierdo. El peto, perfectamente ceñido al cuerpo, cubría todo el torso y la espalda. Si, era similar a la vestimenta de Leo…con la diferencia de que esta armadura era tan negra como la noche.
Kei nunca había visto antes un metal de ese color. La armadura era negra y brillante como la obsidiana, con elegantes grabados curvilíneos de un rojo intenso, el mismo rojo sangre de la capa que le cubría las espaldas, cayendo majestuosa sobre el hombro izquierdo. Pero había algo más. La armadura que cubría su brazo derecho era diferente, más voluminosa, y tan dorada como la vestimenta de los doce caballeros más poderosos del Santuario. Múltiples runas y decoraciones cubrían aquella pieza de oro, la cual poseía un grabado con la forma de la cabeza de un carnero a la altura del hombro, justo por debajo de la hombrera negra.
Kei lo observó de arriba a abajo durante varios segundos, sintiéndose inexplicablemente intimidado. No podía percibir la presencia de ese sujeto en lo absoluto, por más que lo intentara. Era como si se encontrara de pie ante un fantasma; un fantasma que lo observaba fijamente con unos ojos que parecían dos pozos de hielo, fríos, inexpresivos, muertos. ¿Quién demonios era? Fuera cual fuera la respuesta, el extraño no parecía estar muy dispuesto a revelarla. Permaneció sin emitir un sonido, limitándose a sostenerle la mirada con aquellos terribles ojos azules. Kei sonrió, intentando hacer a un lado la extraña sensación de alarma latiendo en su interior. Era uno de los ochenta y ocho santos de Athena, los protectores de la paz y la justicia en el mundo, debía comportarse como tal. Con un movimiento rápido, ágil, el joven Pegaso quitó la caja de sus hombros, depositándola ruidosamente a sus pies. Sonrió al silencioso recién llegado, señalándose a sí mismo con el pulgar.
—No sé quién rayos seas, amigo—le espetó con voz confiada—Pero yo soy uno de los caballeros de Athena, y tú te encuentras en los límites de su santuario. No puedes seguir avanzando sin autorización, así que márchate ahora mismo o atente a las consecuencias.
El sujeto de la armadura negra no respondió, ni siquiera se movió. Continuó observándolo con aquella terrible inexpresividad grabada en el rostro. Había algo extraño en él…algo amenazador y escalofriante. La misma sensación de alerta volvió a apoderarse de Kei durante un segundo, pero no estaba dispuesto a dejar que nadie lo intimidara. Fuera quien fuera, ese sujeto sin duda era peligroso, y él era el único caballero que se encontraba allí en esos momentos. No podía permitirle avanzar.
—Muy bien, si no quieres marcharte… ¡Entonces te obligaré!
La caja de bronce a sus pies prácticamente reaccionó en respuesta a sus palabras. Por sí solo, el contenedor de la armadura de Pegaso se abrió en un estallido de luz blanca, la cual envolvió los brazos de Kei, sus piernas, su pecho, su cabeza… Cuando el resplandor se disipó, el joven caballero ya se encontraba armado y listo para el combate. La armadura de bronce de Pegaso era de un blanco casi plateado, con pequeños detalles en rojo y amarillo. El peto y las amplias hombreras se unían en una sola pieza que cubría hasta debajo del esternón, protegiendo también parte del cuello. Las muñequeras eran simples y puntiagudas, cubriendo toda la cara externa del antebrazo. Las piernas, por su parte, se encontraban protegidas por un par de rodilleras flexibles y por protecciones que se extendían hasta el nacimiento de la rodilla. El cinturón de bronce y el casco completaban la armadura. Éste último era una sencilla diadema con dos grandes alas plateadas a ambos lados de la cabeza, con un pequeño pegaso de ojos rojos labrado justo sobre la frente.
Kei alzó ambos brazos, trazando con sus manos la constelación que hacía solo unos minutos había estado intentando localizar en el firmamento. Una resplandeciente aura azulada lo envolvió mientras lo hacía, la poderosa cosmo-energía naciendo como una explosión desde el interior de su universo.
— ¡Meteoros de Pegaso!—exclamó con todas sus fuerzas, arrojando un puñetazo invisible hacia adelante.
Un caballero de bronce promedio era capaz de lanzar ataques cercanos a la velocidad del sonido, unos cien golpes por segundo. Pero Kei no era ningún santo promedio. Su técnica de meteoros, utilizada a un nivel básico, lograba superar los doscientos golpes por segundo, superando los mil cuando su cosmo estaba alto. Y en ese momento lo estaba. Los meteoros de Pegaso cortaron el aire a una increíble velocidad, transformándose en numerosas esferas de luz que avanzaron como una tormenta contra el silencioso caballero negro, el cual no hizo ni el más leve ademán de moverse ante lo inevitable. ¡Lo tenía!
Kei abrió enormemente los ojos, escupiendo un grueso hilo de sangre y saliva. El mundo se oscureció de repente ante él, reduciéndose a un monstruoso dolor en la zona baja de su abdomen, una agonía insoportable justo en la boca del estómago. Sus ojos desorbitados se movieron en todas direcciones, como si intentaran encontrar la luz que había desparecido de repente. Pero no…el mundo no se había oscurecido… Aún veía…y lo que veía era el metal negro y brillante de la armadura de su enemigo, a tan solo un palmo de su rostro. El caballero negro se encontraba de pie ante él, a menos de un paso de distancia, a pesar de que hacía solo un segundo había estado en el extremo opuesto de la arena, a merced de sus meteoros. Su rostro severo se encontraba prácticamente encima del suyo, aún observándolo desde el hielo azul de sus ojos. Y su puño…su puño derecho…el puño envuelto en la coraza de oro se encontraba hundido en su estómago en un golpe fatal, poderoso, inmisericorde.
—No…no puede ser…—murmuró Kei, cayendo de rodillas al suelo.
Aquel sujeto se había desplazado hasta su posición en menos de un parpadeo, como si se hubiera materializado de repente en el aire… Había atravesado la tormenta de meteoros que él había arrojado con todo su poder, para luego golpearlo en el estómago con una fuerza bestial. Nunca nadie, jamás, ni siquiera Astinos en sus peores entrenamientos, lo había golpeado con tanza fuerza antes. A una velocidad imposible, con un simple puñetazo, aquel maldito lo había puesto de rodillas en el suelo, dejándolo completamente a su merced. Era imposible…
Kei cayó ruidosamente de espaldas, levantando el polvo de la arena de combate. Su vista se había vuelto borrosa, confusa, pero aún así todavía podía ver a su verdugo de pie ante él, observándolo desde toda su altura.
— ¿Qué…qué demonios eres?—preguntó con voz débil, saboreando el resabio metálico de la sangre en su boca.
El caballero negro lo miró fijamente durante un instante. Y entonces, por primera vez desde que hiciera aparición en el coliseo, habló.
—No eres digno de escuchar siquiera mi nombre, santo de Athena—dijo con voz dura y fría, desprovista de toda emoción—Muere con honor.
Sin agregar nada más, el extraño alzó lentamente el dedo índice hacia él, apuntándole directo al rostro. Kei lo contempló en silencio, apretando los dientes con impotencia. Era como si su armadura pesara una tonelada. No podía moverse…aquel hombre iba a matarlo y no podía mover un dedo. Apretó con fuerza los puños, sintiéndose tan débil que se odió por ello. Si…se odió… Se odió a sí mismo y a su enemigo, odió verse superado por él; odió su propia debilidad, que le impedía incorporarse y luchar a muerte como cada fibra de su cuerpo le demandaba, le exigía, le ordenaba. La rabia lo consumió por dentro como un torrente de fuego ardiente. ¡Debía levantarse o sería su fin!
Pero entonces algo ocurrió.
El dedo índice de su misterioso rival se detuvo. Los vacuos ojos azules, antes fríos y cortantes como el acero, lo observaron durante un muy breve instante con un atisbo de… ¿duda? El caballero negro se quedó completamente inmóvil, contemplándolo con un brillo de desconcierto en su mirada.
— ¿Tú…?—murmuró en un susurro.
Kei parpadeó confundido, sin entender.
— ¿Q…qué…?
La respuesta del extraño nunca llegó.
—Yo no lo haría si fuera tú—exclamó de repente una voz grave y decidida.
El hombre de armadura oscura bajó el dedo con el que le apuntaba, mirando por encima del hombro. Un nuevo caballero había hecho aparición, de pie en la más baja de las gradas del coliseo, a solo unos cuantos metros de distancia. Se trataba de un hombre de unos veintiséis o veintisiete años de edad, alto y esbelto como una lanza, con un rostro de expresión seria y de rasgos sumamente atractivos. Poseía una espesa cabellera de un castaño muy oscuro, casi negro, de un tono similar al de sus grandes ojos marrones. Los cortos rizos castaños rozaban los bordes del cuello de su armadura…una armadura de un oro tan brillante como el sol.
—As…Astinos…—murmuró Kei desde el suelo, volviendo a atragantarse con una tos sangrienta.
Astinos, el caballero dorado de Sagitario, observó a su alumno con una sonrisa tranquilizadora.
—Yo me encargo a partir de ahora, Kei.
Tras estas palabras, descendió de un salto desde el borde de las gradas, cayendo de pie ante el caballero oscuro, el cual lo siguió con la mirada sin decir una sola palabra. Al erguirse por completo, su vestimenta dorada resplandeció como el sol. Era una espléndida armadura muy ceñida al cuerpo, de hombreras anchas y alargadas, que en conjunto protegía casi la totalidad del cuerpo. Numerosos grabados curvilíneos adornaban cada una de las piezas, pero era el increíble par de alas lo que más llamaba la atención. Dos enormes alas de ángel nacían en la parte superior de la espalda de la armadura, formadas por cientos de plumas de oro reluciente. Vestido con aquella magnífica coraza, Astinos parecía un dios bajado del mismísimo Olimpo. De pie ante él, el caballero negro lo contempló en silencio con una mirada helada y ausente. Había dado la espalda a Kei, como si no le importara en lo más mínimo lo que el joven pegaso pudiera intentar. Astinos le sostuvo la mirada con determinación.
—Espero que estés listo—murmuró.
Y entonces desapareció. Ambos desaparecieron. Kei observó confuso como una sombra dorada y otra negra se interceptaban en el aire una y otra vez a una velocidad descomunal. A pesar de todo su duro entrenamiento, del refinamiento extremo de sus sentidos y su percepción, apenas fue capaz de ver lo que ocurría. Tanto Astinos como el caballero negro se movían con una rapidez sobrehumana, escapando no solo al ojo sin entrenar, sino al suyo propio. A duras penas logró vislumbrar algunos movimientos de uno de los combates más increíble que jamás presenciaría.
Astinos avanzaba sobre el extraño lanzando velocísimos puñetazos impregnados de cosmo, haciendo uso de una habilidad que Kei nunca le había visto antes. Sin embargo, el caballero negro bloqueaba cada uno de los golpes interponiendo sus manos y sus antebrazos a la misma increíble velocidad, valiéndose principalmente de la armadura de oro en su brazo derecho. Inclinándose rápidamente hacia un lado, Astinos logró eludir un veloz contraataque de su oponente, torciendo la cadera para arrojar una poderosa patada giratoria directo hacia el abdomen. No obstante, el caballero negro interpuso su antebrazo derecho en menos de un latido de corazón, en un movimiento que Kei apenas fue capaz de vislumbrar. La coraza de oro bloqueó la mortal patada deteniéndola en seco, como si la pierna del santo hubiera impactado contra un grueso muro de acero.
Sin perder un segundo, el misterioso guerrero contraatacó embistiendo con toda su robusta contextura, aprovechando la reducida distancia cuerpo a cuerpo. Pero no pudo sorprender a Astinos. Anticipando el contraataque, el santo de oro dio un amplio brinco hacia arriba, apoyando una mano sobre el hombro de su rival para tomar impulso y saltar por encima de él, poniendo una prudente distancia entre ambos. Astinos dio un perfecto giro en el aire, aterrizando sobre la arena del coliseo en una peculiar pose ofensiva, con el brazo izquierdo extendido hacia adelante y el derecho echado hacia atrás, con la mano empuñada a la altura de la cadera. Kei reconoció al instante aquella pose, aunque jamás había visto a su maestro utilizar el ataque al que precedía.
Hasta ese momento…
Sin desarmar su postura, el caballero de sagitario separó ambas piernas, encendiendo su cosmos en una explosión dorada que lo envolvió como un manto.
— ¡Relámpago Atómico!
Múltiples esferas de energía dorada, impregnadas de descargas eléctricas, salieron disparadas del puño de Astinos con un estruendo ensordecedor, avanzando como una avalancha sobre su rival. La potencia de aquel ataque fue tal que Kei no pudo evitar salir despedido hacia atrás por la poderosa onda expansiva, rodando varios metros por el suelo hasta chocar contra la pared que unía la arena con las gradas inferiores. La poderosa explosión de luz con la que culminó la ofensiva de su maestro lo obligó a alzar ambos brazos, protegiéndose los ojos del intenso resplandor.
—Lo…lo logró…—murmuró para sí mismo, tosiendo atragantado por el polvo y el humo que la explosión había levantado.
Tenía que ser así. Nada ni nadie podía salir ileso después de un ataque como aquel…era ilógico. Por eso sus ojos se negaron a creer lo que vieron cuando el humo se disipó finalmente.
El caballero negro se encontraba de pie en el centro de un gran cráter, con el brazo derecho cruzado delante del cuerpo a modo de defensa. Un tenue rastro de cosmo-energía rojiza rodeaba la armadura dorada que le cubría el brazo. No tenía ni un solo rasguño.
—No… Es imposible…—balbuceó Kei, observando a aquel sujeto con los ojos desorbitados.
¡Había detenido el poderoso relámpago de Astinos interponiendo solo su brazo derecho! Pero no…no se trataba simplemente de eso... Para absorber la potencia de semejante ataque tenía que haber concentrado una descomunal cantidad de cosmo-energía en aquella extraña coraza de oro. El rastro rojizo alrededor de su brazo así lo demostraba…pero para detener el relámpago de Astinos el cosmos reunido si o si debía igualar o superar el utilizado por su maestro en el ataque. ¡Ese sujeto peleaba al mismo nivel que un caballero dorado!
A diferencia de Kei, Astinos no parecía para nada sorprendido. Observó a su oponente con los ojos entrecerrados, como si hubiera esperado desde un principio ese resultado. Delante de él, en medio del cráter, el caballero negro bajó lentamente el brazo, atravesándolo con sus inexpresivos ojos de hielo. Cuando apartó su capa roja hacia un lado, agachándose para golpear el suelo con su puño derecho, Kei jamás pensó que alguien pudiera moverse tan de prisa.
— ¡Galope de Quirón!—exclamó, enterrando su brazo en la tierra con un brutal puñetazo.
La arena tembló con violencia, todo el coliseo se sacudió cuando el suelo alrededor de Astinos se resquebrajó, saltando en grandes pedazos de roca y tierra. Infinitos rayos de energía roja brotaron desde las profundidades del suelo, abrasando todo lo que se encontraba por encima como si fueran pilares de fuego ardiente.
— ¡Astinos!—gritó Kei, horrorizado, observando de rodillas en el piso como la red de rayos escarlata, brotados desde la mismísima tierra, engullía a su maestro.
¿Qué diablos había sido eso? Jamás había presenciado antes un ataque como ese. ¡Todo el coliseo parecía estar a punto de derrumbarse! Ni siquiera un caballero de oro podría ser capaz de responder ante algo semejante. Sin embargo, Kei notó con incredulidad como una luz dorada avanzaba a través de la tormenta de fuego que brotaba desde las entrañas de la tierra. Astinos corría; corría a una velocidad descomunal a través del ataque de su enemigo, eludiendo los múltiples rayos escarlata que emergían desde el suelo.
Saltando hacia los lados, girando al ras del piso sin dejar de avanzar en ningún momento, el santo de oro se abalanzó con un puñetazo sobre su rival, el cual continuaba inclinado, con el brazo hundido hasta el codo en la arena. Kei creyó que en aquella desventajosa posición el caballero negro no tenía ninguna posibilidad de escapar, pero aún así volvió a reaccionar como si fuera un relámpago, incorporándose justo a tiempo para contraatacar. Una onda expansiva levantó el polvo del suelo en un radio de varios metros cuando los puños de ambos guerreros impactaron.
Durante un segundo, los dos contrincantes permanecieron casi cara a cara, con el brazo extendido hacia adelante y los puños enfrentados en un forcejeo sordo. Kei apenas tuvo tiempo de ver lo que ocurría cuando una repentina explosión de cosmos separó a ambos rivales, arrojándolos con violencia en direcciones contrarias. Tanto Astinos como el caballero oscuro retrocedieron varios metros arrastrando los pies por el suelo devastado del coliseo, con los brazos alzados para protegerse el rostro. Cuando ambos pudieron alzar nuevamente la vista, un enorme y humeante cráter los separaba, abierto en el lugar donde hacía solo unos instantes habían medido fuerzas.
Y entonces se hizo el silencio.
Sin decir una sola palabra, el santo de oro observó a su rival durante unos segundos que parecieron horas. El guerrero oscuro le sostuvo la mirada con descarada indiferencia, echando hacia atrás su capa roja. Kei los observó con los ojos abiertos como platos. Era la primera vez que veía a su maestro combatir de ese modo, lo cual lo había asombrado hasta el punto de dejarlo incrédulo.
Desde su temprana llegada al santuario había oído hablar, una y otra vez, sobre el incomparable poder de los caballeros de oro; poderes que parecían estar más allá de toda lógica. En el santuario, los doce santos dorados eran los guerreros más admirados y respetados entre los ochentaiocho servidores de Athena; no había un solo aprendiz de caballero que no anhelara poder llegar a ser como ellos algún día, soñando despiertos cada vez que tenían la suerte de ver a alguno en la puerta de su respectiva casa. Kei se contaba entre ellos. Sentía una profunda fascinación por su maestro y sus once compañeros dorados, por las historias y las leyendas que había detrás de cada uno de ellos.
Ahora había comprobado que todo lo que se decía era cierto. Astinos había desplegado un poder sencillamente descomunal ante sus ojos, más de lo que jamás se había permitido mostrar antes…y precisamente por eso se sentía tan confuso y horrorizado al ver como aquel misterioso guerrero negro combatía a su mismo nivel. ¿Quién diablos era en realidad? ¿Quién se ocultaba detrás de aquel semblante frío y amenazador? Continuó observándolos, con la boca abierta de asombro, hasta que, de repente, una clara sonrisa se dibujó en los labios de su maestro. Los ojos marrones de Astinos se clavaron en su oponente cuando habló.
—Debo confesar que es la primera vez que alguien me presiona tanto en un combate. Eres bueno. No sé quien seas, pero tu fuerza, tu velocidad y tu cosmo-energía…no son normales. Mi nombre es Astinos, caballero de oro de Sagitario. Peleas a mi mismo nivel, así que dime…—Astinos ensombreció repentinamente su expresión, escrutándolo de arriba a abajo—… ¿yo si soy digno de escuchar tu nombre?
El caballero negro no respondió inmediatamente. Permaneció de pie al borde del gran cráter que el choque de cosmos había abierto, sin mover un solo músculo. Y entonces sonrió, atravesándolo con una mirada que fue como un gélido puñal.
—Eres muy hábil, santo de Athena, demasiado como para irte al infierno sin saber quién te ha enviado a sus profundidades—la enigmática sonrisa se veía extraña en el rostro de piedra del guerrero, el cual extendió ambos brazos hacia los lados con un movimiento repentino, encendiendo el aura rojiza de su cosmos a un nivel aún superior al que había mostrado hasta entonces— ¡Así que prepárate, valiente caballero de sagitario! ¡Porque yo, Jasón, uno de los doce generales de las legiones Berserker, pondré fin ahora mismo a tu existencia!
Todo el coliseo pareció temblar nuevamente cuando el hombre llamado Jasón elevó aún más su poder, envolviendo su cuerpo y su armadura en una relampagueante estela de cosmos del color de la sangre. Delante de él, Astinos afirmó sus pies sobre el suelo, observándolo con una expresión mortalmente seria…
—Arrogantes palabras, Jasón, o como sea que te llames—exclamó de repente una jovial y alegre voz.
Astinos y Kei movieron la cabeza hacia un costado, claramente sorprendidos.
—Sí, demasiado arrogantes para alguien que se encuentra en tamaña desventaja—agregó una segunda voz, tan despreocupada y alegre como la primera.
Jasón redujo considerablemente la acumulación de su poderosa cosmo-energía, mirando hacia el gran muro de las gradas inferiores, el cual separaba las tribunas de la arena de combate. Dos jóvenes en resplandecientes armaduras de oro los observaban desde el borde superior del muro; uno parado en perfecto equilibrio con ambas manos en la cintura, el otro sentado en la más despreocupada de las poses, con el codo apoyado en una rodilla y el rostro descansando sobre la palma de la mano. Ambos sonreían de un modo tan descarado que resultaba casi ofensivo. El que estaba de pie sobre el muro, aparentemente el más joven de los dos, no debía tener más de diecinueve años de edad; y era menudo y delgado, aunque con los brazos claramente marcados por el ejercicio. Poseía una lacia cabellera negra que le caía larga hasta los hombros, enmarcando un rostro risueño de piel ligeramente cobriza. Los ojos, algo rasgados, eran de un intenso marrón caoba, astutos y brillantes. La armadura que vestía era de bordes firmes y redondeados, con grabados en forma de línea recta en las hombreras, el peto y las protecciones de los brazos. Dos barras rectas de oro se cruzaban en forma de X en su espalda, sobresaliendo las empuñaduras por encima de los hombros. A diferencia de todas las demás armaduras doradas, aquella contaba con dos grandes escudos en cada brazo, y con muchas otras sorpresas ocultas a la vista.
El que se encontraba sentado sobre el borde del muro parecía un poco mayor que su compañero, aunque aún así no aparentaba más de veinte o veintiún años. Era un joven esbelto, de cortos cabellos rizados tan dorados como su armadura. El rostro pálido y anguloso era de rasgos muy atractivos, con dos grandes ojos turquesas que lo observaban todo con expresión burlona. Su vestimenta de oro era muy similar a la de Astinos, aunque sin las grandes alas de ángel en las espaldas. Las hombreras eran alargadas y angulosas, al igual que el ajustado peto y la falda, la cual protegía hasta medio muslo. Toda la armadura poseía múltiples y gruesas decoraciones en forma de líneas curvas, las cuales, como un relieve, sobresalían ligeramente de cada una de las piezas que la componían. A diferencia de Astinos, ambos jóvenes llevaban una larga capa blanca a sus espaldas, rasgo característico de los caballeros de oro.
—Parece que necesitas una mano, eh Astinos—declaró el muchacho rubio en tono burlón—Te estás poniendo viejo.
A pesar de la situación en la que se encontraba, Astinos sonrió, negando levemente con la cabeza.
—No lo suficiente como para no poder darte una buena paliza, Leánder.
Leánder, el incorregible caballero de Leo, soltó una fuerte carcajada.
—Como tú digas. Pero ni te creas que vamos a permanecer al margen de esto—observó sonriente al caballero negro, el cual los escrutaba con una expresión tan dura como el acero—Este tipo parece fuerte. Vamos Liang, de seguro será divertido.
El joven llamado Liang, el portador de la armadura de Libra, asintió con una media sonrisa, descendiendo de un veloz salto desde las gradas. En menos de un parpadeo, ambos caballeros dorados ya se encontraban de pie junto a su compañero de sagitario, de frente al guerrero que se hacía llamar Jasón.
—Sin duda eres un tipo muy fuerte si aguantaste cara a cara contra Astinos—reflexionó Liang, acercándose hacia él mientras hacía tronar sus dedos—Pero no lo suficiente como para vencer a tres caballeros de oro a la vez... De todos modos, no debes preocuparte. Yo solo te enfrentaré en combate singular, tenemos honor, ¿sabes?
—Hey, yo iba a pelear contra él—protestó Leánder.
—No esta vez—replicó Liang, colocándose en guardia ante Jasón en una perfecta pose de artes marciales—Veamos que sabes hacer, general Berserker, si en verdad ostentas semejante título…
Jasón no dijo ni una sola palabra. Estudió atentamente al sonriente Liang, desviando luego la vista hacia el altanero Leánder y hacia Astinos, el cual volvía a contemplar todo con expresión seria y desconfiada. Por último clavó sus ojos en Kei, el olvidado caballero de bronce que observaba la sorprendente escena a un costado, aún de rodillas con las manos apoyadas sobre el suelo. El joven pegaso pudo sentir la helada mirada de Jasón sobre él durante unos instantes que parecieron eternos. Un profundo escalofrío recorrió su espalda al recordar el brutal golpe con el que lo había derribado. Pero también tomó consciencia de otra cosa. Aún seguía con vida, cuando aquel sujeto claramente había expresado sus intenciones de matarlo. ¿Qué lo había detenido?
"Tú…"
Cualquiera fuera la razón, Kei no pudo reflexionar sobre ello. De improviso, con la misma increíble velocidad que había demostrado al pelear contra Astinos, el caballero negro dio un inmenso salto hacia arriba. El santo de bronce observó atónito como Jasón los observaba desde una altura de más de diez metros, suspendido en el mismísimo aire. Una leve aura rojiza rodeaba todo su cuerpo.
—Volveremos a vernos, Santos de Athena. Hasta entonces disfruten del tiempo que les queda con vida.
Y entonces desapareció. Del mismo modo en que había llegado, Jasón abandonó la arena elevándose en el cielo como si fuera una brillante estrella roja. Una estrella de sangre. Leánder observó con ambas manos cruzadas detrás de la cabeza como aquel resplandor se alejaba hasta convertirse en un lejano punto en el horizonte.
—Bah, el muy cobarde se ha escapado—se quejó.
—Cobarde no—lo corrigió Liang, encogiéndose de hombros—Simplemente ha hecho lo más inteligente que podía hacer. No todos los días te enfrentas a tres de nosotros a la vez. ¿No lo crees Astinos?—el santo de libra giró la cabeza hacia su compañero— ¿Astinos?
El caballero de sagitario no les estaba prestando ni la más mínima atención. Tenía la vista clavada en el horizonte, donde el misterioso Jasón había desaparecido.
—General Berserker…—reflexionó en voz alta—Eso solo puede significar una cosa…
Kei lo oyó con toda claridad, y quiso preguntar a que se refería con semejantes palabras. Sin embargo, aquello fue lo último que pudo escuchar. El dolor causado por el monstruoso golpe que había recibido, el cansancio y la tensión extrema que había experimentado durante el terrible combate que acababa de presenciar…todo lo inundó de un modo tan inclemente como repentino. Con la vista borrosa, Kei pudo notar como Astinos se acercaba hacia él observándolo fijamente.
"Él lo sabe" pensó "El vio como el enemigo…me perdonaba la vida"
Aquel fue su último pensamiento antes de caer completamente inconsciente.
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Continuará…
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