Estoy de vuelta
Esta historia es la continuación de NO ME ENAMORARÉ,
Aunque se puede leer independientemente, os recomiendo seguir el orden
Forks Place Park, Hampshire
—Han llegado los Swan —anunció lady Esme Platt desde la entrada del estudio,
donde su hermano mayor estaba sentado tras su escritorio en medio de un montón de libros de contabilidad.
El sol del atardecer se colaba a través de las enormes ventanas rectangulares de cristal tintado, que eran la única ornamentación de una estancia cuyas paredes estaban cubiertas con paneles de palisandro.
Edward, lord Cullen, levantó la vista de su trabajo con un siniestro ceño fruncido que unió sus cejas por encima de los ojos color verdes.
— Que empiece el caos... —musitó
Esme se echó a reír.
—Supongo que te refieres a las hijas. En realidad no son tan malas, ¿verdad?
—Son peores —afirmó Edward de forma sucinta; su ceño se acentuó todavía más
cuando vio que la pluma que había olvidado entre sus dedos acababa de dejar una
enorme mancha de tinta en la, hasta ese momento, inmaculada columna de números—. No he conocido dos jóvenes tan maleducadas en toda mi vida. Sobre todo, la mayor.
—Bueno, son americanas —señaló Esme—. Sería justo que gozaran de cierta
flexibilidad, ¿no te parece? No se puede esperar que conozcan cada uno de los complejos detalles de nuestra interminable lista de reglas sociales...
—Puedo permitirles cierta flexibilidad con los detalles —interrumpió Edward de forma cortante—. Como bien sabes, no soy el tipo de hombre que se quejaría por el ángulo impropio del dedo meñique de la señorita Swan al coger la taza de té. Lo que no puedo pasar por alto son ciertos comportamientos que se encontrarían inaceptables en cualquier rincón del mundo civilizado.
« ¿Comportamientos?» Vaya, aquello se estaba poniendo interesante. Esme se adentró en el estudio, una habitación que solía resultarle de lo más desagradable debido a lo mucho que le recordaba a su difunto padre.
Ningún recuerdo del octavo conde de Cullen era agradable. Su padre había sido
un hombre frío y cruel que parecía absorber todo el oxígeno de una habitación cuando entraba. No había nada ni nadie que no hubiera decepcionado al conde en vida. De sus vástagos, tan sólo Edward se había aproximado a sus elevadas expectativas, ya que, sin importar lo imposibles que fueran sus requerimientos o lo injustos que resultaran sus juicios, Edward jamás se había quejado. Esme y Carmen admiraban a su hermano mayor, cuyo esfuerzo constante por alcanzar la excelencia lo había conducido a obtener las más altas calificaciones en la escuela, a romper todas las marcas en sus deportes preferidos y a juzgarse con más dureza de lo que lo habría hecho nadie.
Edward era un hombre que sabía montar a caballo, bailar una contradanza, dar una conferencia sobre una teoría matemática, vendar una herida y reparar la rueda de un carruaje. No obstante, ninguna de su vasta colección de habilidades había merecido nunca una felicitación por parte de su padre.
Al volver la vista atrás, Esme se dio cuenta de que la intención del anterior conde
debía de haber sido eliminar cualquier vestigio de amabilidad o compasión que
poseyera su hijo. Y, al parecer, durante una época lo había conseguido. Sin embargo, tras la muerte de su progenitor, cinco años atrás, Edward había demostrado ser un hombre muy diferente al que se suponía que debía ser. Esme y Carmen habían descubierto que su hermano mayor nunca estaba demasiado ocupado para escuchadas; sin importar lo insignificantes que le parecieran sus problemas, siempre estaba dispuesto a ayudar. A decir verdad, era comprensivo, cariñoso e increíblemente atento; lo cual no dejaba de ser un milagro si se tenía en cuenta que la mayor parte de su vida había transcurrido sin que nadie le demostrara esas cualidades.
Aparte de todo lo dicho, también había que admitir que Edward era un poco
dominante. Bueno... muy dominante. Cuando se trataba de aquellos a quienes amaba, el actual conde de Cullen no mostraba reparo alguno en manipularlos para que hicieran lo que él consideraba que era mejor. Ésa no era una de sus virtudes más encantadoras. Y si Esme se viera obligada a ahondar en sus defectos, también tendría que admitir que Edward poseía un molesto convencimiento acerca de su propia infalibilidad.
Con una sonrisa cariñosa dirigida a su carismático hermano, Esme se preguntó cómo podía adorarlo de esa manera cuando se parecía tanto a su padre en el aspecto físico.
Edward poseía los mismos rasgos severos, la frente ancha y la boca de labios finos. Tenía el mismo cabello abundante y negro como el ala de un cuervo; la misma nariz amplia y prominente; y la misma barbilla, pronunciada y tenaz. La combinación resultaba más impactante que hermosa... pero era un rostro que atraía con facilidad las miradas femeninas. Al contrario que sucedía con los de su padre, en los atentos y oscuros ojos de Edward solía brillar una chispa de humor y poseía una particular sonrisa que permitía que sus blanquísimos dientes iluminaran su atezado rostro.
Al ver que Esme se acercaba, Edward se reclinó en el sillón y entrelazó los dedos de ambas manos sobre el vientre. En deferencia al calor tan poco usual para una tarde de principios de septiembre, el conde se había quitado la chaqueta y se había alzado las mangas, dejando al descubierto sus morenos antebrazos, que estaban ligeramente salpicados de vello negro. Era de altura media y se encontraba en un estado de forma extraordinario, con el poderoso físico de un ávido deportista.
Deseosa de escuchar más sobre el comportamiento de la maleducada señorita Swan, Esme se apoyó sobre el borde del escritorio, de cara a Edward.
—Me pregunto qué habrá hecho la señorita Swan para ofenderte tanto... —discurrió en voz alta—. Cuéntamelo, Edward. Si no, mi imaginación conjurará de seguro algo mucho más escandaloso de lo que la pobre señorita Swan sería capaz de realizar nunca.
— ¿La pobre señorita Swan? —resopló Edward—. No preguntes, Esme. No estoy
en libertad de hablar sobre el tema.
Al igual que la mayoría de los hombres, Edward parecía no comprender que nada
enardecía tanto las llamas de la curiosidad femenina como un tema acerca del cual uno no estaba en libertad de discutir.
—Suéltalo ya, Edward —le ordenó—. O te haré padecer de formas indecibles.
Una de sus cejas se enarcó de forma irónica.
—Puesto que los Swan ya han llegado, esa amenaza resulta algo redundante.
—Trataré de adivinarlo, entonces. ¿Pillaste a la señorita Swan con alguien? ¿Acaso estaba permitiendo que la besara algún caballero... o algo peor?
Edward respondió con una sarcástica sonrisa de medio lado.
—Más bien no. Basta echarle un vistazo para que cualquier hombre que esté en sus cabales salga huyendo y sin dejar de gritar en la dirección opuesta.
A Esme le dio la impresión de que su hermano estaba siendo demasiado duro con Bella Swan y frunció el ceño.
—Es una chica muy guapa, Edward.
—Una fachada bonita no basta para esconder los defectos de su carácter.
— ¿Y cuáles son esos defectos?
Edward soltó un breve resoplido, como si los defectos de la señorita Swan fueran demasiado evidentes como para requerir que se los enumerara.
—Es una manipuladora.
—También lo eres tú, querido —murmuró Esme.
Su hermano pasó por alto el comentario.
—Es dominante.
—Como tú.
—Y arrogante.
—También como tú —dijo Esme con jovialidad.
Edward la miró echando chispas por los ojos.
—Creí que estábamos discutiendo los defectos de la señorita Swan, no los míos.
—Pero es que, al parecer, tenéis mucho en común —protestó Esme con fingida inocencia. Observó cómo él dejaba la pluma y la Carmenaba con el resto de artículos que había encima de su escritorio—. Respecto a su comportamiento inapropiado... ¿Me estás diciendo que no la atrapaste en una situación comprometida?
—No, no he dicho eso. Lo único que he dicho es que no estaba con un caballero.
—Edward, no tengo tiempo para esto —dijo Esme con impaciencia—. Debo ir a darles la bienvenida a los Swan, y tú también tendrías que hacerla, por cierto; sin embargo, antes de salir del estudio, exijo que me digas qué es esa cosa escandalosa que estaba haciendo Bella Swan.
—Resulta demasiado ridículo decirlo siquiera.
— ¿Cabalgaba a horcajadas? ¿Estaba fumando un puro? ¿Nadando desnuda en el estanque?
—Nada de eso. —A regañadientes, Edward cogió un estereoscopio que había sobre la esquina del escritorio, un regalo que le había enviado su hermana Carmen, que ahora vivía con su marido en Nueva York.
El estereoscopio era un invento reciente, fabricado con madera de arce y cristal.
Cuando una tarjeta estereoscópica —una fotografía doble— se introducía en la
extensión que había tras la lente, la imagen aparecía en tres dimensiones. La
profundidad y la calidad de las fotografías estereoscópicas resultaba sorprendente: las ramas de los árboles parecían a punto de arañar la nariz del espectador y la cima de una montaña parecía abrirse con tal realismo que a uno le daba la impresión de que podría caerse y morir en cualquier momento. Edward se llevó el aparato a los ojos y examinó la imagen del Coliseo de Roma con ardua concentración.
Justo cuando Esme estaba a punto de explotar de impaciencia, Edward musitó:
—Vi a la señorita Swan jugando a rounders en paños menores.
Esme lo miró con ojos como platos.
— ¿Al rounders? ¿Te refieres a ese juego en el que se utiliza una pelota de cuero y un bate plano?
Edward frunció los labios con impaciencia.
—Ocurrió durante su anterior visita. La señorita Swan y su hermana estaban
haciendo cabriolas con sus amigas en un prado que se encuentra en el cuadrante
noroeste de la propiedad cuando Emmett McCarty y yo pasamos cabalgando por allí de casualidad. Las cuatro mujeres estaban en ropa interior... y todas alegaron que resultaba muy difícil jugar a ese deporte con esas pesadas faldas. Supongo que se habrían aferrado a cualquier excusa para correr por ahí medio desnudas. Las hermanas Swan son unas hedonistas.
Esme se había llevado una mano a la boca para reprimir, sin mucho éxito, un ataque de risa.
— ¡No puedo creer que no lo hayas mencionado hasta ahora!
—Desearía haberlo olvidado —replicó Edward con una mueca al tiempo que apartaba el estereoscopio—. Sólo Dios sabe cómo vaya enfrentarme a Charles Swan con el recuerdo de su hija desnuda aún fresco en mi mente.
La diversión de Esme se aplacó un tanto mientras contemplaba los fuertes rasgos del perfil de su hermano. No se le había pasado por alto que Edward había dicho «hija», lo que dejaba claro que apenas había prestado atención a la más joven. Había sido Bella la que acaparara su atención.
Puesto que conocía muy bien a Edward, Esme habría esperado que su hermano se riera de aquel asunto. Pese a que poseía un estricto sentido de la moralidad, no era ningún mojigato y tenía un saludable sentido del humor. Si bien nunca había tenido una amante, Esme había oído rumores acerca de unas cuantas relaciones discretas... e incluso un chisme o dos acerca de que el supuestamente estricto conde se mostraba muy intrépido en el dormitorio. Sin embargo, por alguna razón, a su hermano le perturbaba esa audaz muchacha americana de carácter fuerte, modales atroces y que, por añadidura, era descendiente de nuevos ricos. No sin cierta perspicacia, Esme se preguntó si la atracción de la familia Masen por los americanos — después de todo, Carmen se había casado con uno y ella misma acababa de contraer matrimonio con Carlisle Platt, uno de los Platt de Nueva York— podía aplicarse también a Edward.
— ¿Tan arrebatadora estaba en ropa interior? —preguntó Esme con astucia.
—Sí —respondió Edward sin pensar y, acto seguido, frunció el ceño—. Quiero decir, no. Bueno, no la miré el tiempo suficiente para hacer una evaluación de sus encantos. Si es que tiene alguno.
Esme se mordió la parte interior del labio para reprimir una carcajada.
—Venga, Edward... Eres un hombre saludable de treinta y cinco años... ¿Ni siquiera le echaste una miradita a la señorita Swan en calzones?
—Yo no echo miraditas, Esme. O miro las cosas de arriba abajo o no las miro. Las
miradita son para los niños o para los pervertidos.
Ella le dedicó una mirada lastimera.
—Bien, siento muchísimo que hayas tenido que pasar por una experiencia tan
espantosa. Sólo nos queda desear que la señorita Swan permanezca completamente vestida en tu presencia durante esta visita con el fin de no escandalizar tu refinada sensibilidad una vez más.
Edward frunció el entrecejo en respuesta a sus burlas.
—Dudo que lo haga.
— ¿Quieres decir que dudas que permanezca vestida o que dudas que te escandalice?
—Ya es suficiente, Esme —gruñó, y ella se echó a reír.
—Vamos, tenemos que saludar a los Swan.
—No tengo tiempo para eso —replicó su hermano con brusquedad—. Encárgate de darles la bienvenida e inventa algo para excusar mi ausencia.
Esme lo miró con incredulidad.
—No irás a... ¡Por Dios, Edward, tienes que hacerla! Jamás te había visto
comportante con tanta grosería.
—Me encargaré de saludarlos más tarde. Por todos los santos, ¡van a estar aquí
casi un mes! Ya tendré tiempo de aplacarlos. Está claro que hablar de la señorita
Swan me ha puesto de un humor de perros y, ahora, la posibilidad de encontrarme
en la misma habitación que ella me pone los pelos de punta, Esme negó con la cabeza antes de mirarlo con una expresión especulativa que a él no le hizo ninguna gracia.
—Mmm... Te he visto conversar con gente que no te gusta y siempre has conseguido comportarte de forma civilizada, especialmente cuando quieres conseguir algo. No obstante, por alguna razón, esta señorita Swan te irrita sobremanera. Y tengo una teoría acerca del porqué.
— ¿Sí? —En sus ojos brillaba un sutil desafío.
—Todavía la estoy desarrollando. Te la haré saber cuando llegue a una conclusión
definitiva.
—Que Dios me ayude. Ahora vete, Esme, y da la bienvenida a nuestros invitados.
—Mientras tú te encierras en este estudio como un zorro que corre a esconderse en su madriguera, ¿no?
Edward se puso en pie y le hizo un gesto para que lo precediera al atravesar la
puerta.
—Vaya salir por la parte trasera de la casa y a dar una buena cabalgada.
— ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Estaré de vuelta a tiempo de cambiarme para la cena.
Esme dejó escapar un suspiro de exasperación. La cena de esa noche sería un
acontecimiento muy concurrido, el preludio del primer día de la fiesta campestre que comenzaría a la mañana siguiente. La mayoría de los invitados ya se había instalado, aunque aún quedaban unos cuantos rezagados cuya llegada se esperaba en breve.
—Será mejor que no llegues tarde —le advirtió—. No me dijiste que tendría que
ocuparme de todos los detalles cuando accedí a ejercer como tu anfitriona.
—Nunca llego tarde —respondió Edward con voz tranquila antes de alejarse con el
mismo entusiasmo de un hombre que acabara de librarse de la horca.
Esta historia no la actualizare cada dia, pero si cada semana¡
A veces mas de una vez
Besitos : Masen1309 ;)
