EL PILAR DE ZOTH

Escrito por Federico H. Bravo

«Escucho el Caos que se arrastra llamando desde más allá de las estrellas.

Y Ellos crearon a Nyarlathotep para ser mensajero, Ellos lo vistieron con el Caos para que su forma pudiese permanecer siempre oculta entre los estrellas.

¿Quién conocerá el misterio de Nyarlathotep? Porque Él es la máscara y la voluntad de Aquellos que eran cuando el tiempo no existía. El sacerdote del Éter, El Morador del Aire y tiene tantas caras que ninguna se recordará.

Las olas se hielen ante Ellos. Los Dioses temen su llamada. En los sueños de los hombres Él habla en voz baja, aunque ¿quién conoce Su forma?».

Abdul Alhazred. El Necronomicón, traducción de John Dee.


I

Ciudad de Arkham.

Noche.

Mitchell entró en la oscura tienda de arte con la esperanza de encontrar algo que cautivara su vana y superflua existencia. Era joven y bello, y podía tener a la mujer que quisiese, más nada de eso tenia el más mínimo sentido para él.

Era dueño de un nigth club y a los ojos de todos vivía con un excelente pasar económico.

Pero todo esto no bastaba. Su alma anhelaba conocer más cosas… otros placeres, otras experiencias. Si hubiese podido, le habría encantado conocer otras esferas de la existencia.

Él no lo sabia, pero estaba de suerte.

Los Dioses del Destino tenían una forma tan retorcida de hacer las cosas…

Mitchell caminó un rato por la tienda solitaria, aburrido. Hasta ahora nada que le llamara la atención. Nada que deseara comprar.

Ya se daba por vencido cuando algo en el fondo del negocio reclamó su interés. Se acercó, con el corazón latiéndole a mil en el pecho.

Irguiéndose allí, un inmenso pilar de piedra se dejaba ver con toda su obscenidad. Estaba lleno de figuras en relieve que representaban monstruos semi-humanos, de vago perfil antropomórfico.

Mitchell lo estudió, fascinado. También tenía caras talladas en la roca. Acarició con mórbido placer el único rostro bello, pero cruelmente torturado que había. Era la cara de un hombre joven, congelada en un rictus de terrible agonía.

El artista de aquella obra tenía que ser un genio o un demente. La forma en la que estaba labrada la escultura representaba tan perfectamente el sufrimiento y la desolación que hasta un corazón frívolo y vano como el suyo brincaba de la emoción.

Alguien le tocó el hombro. Mitchell se volvió. Un hombre vestido de traje negro y un semblante que delataba a las claras su origen egipcio lo miraba con unos ojos profundos.

-¿Cuánto cuesta? – señaló al pilar – Lo quiero.

El hombre (el dueño de la tienda, sin duda) esbozó una media sonrisa. Un brillo especial pareció refulgir en aquellos ojos suyos.

-Ah… el Pilar de Zoth – dijo, con la voz grave – La representación vivida del tormento eterno que le espera a quien osa desafiar a los Dioses Exteriores. Es una maravilla, única en el mundo.

-No me importa – lo cortó Mitchell – Lo quiero. ¿Cuánto?

El hombre estudió detenidamente al impetuoso joven.

-¿Lo deseas? – preguntó.

Mitchell enarcó una ceja. ¿De que iba todo aquello? El tipo hablaba y actuaba como Boris Karloff en "La Momia". Si estaba intentando asustarle para que no se llevara el pilar, no le funcionaria.

-¿Cuánto? – insistió.

El hombre de negro no respondió. Siguió mirándolo con ese gesto tan extraño en el rostro.

-¿Lo deseas? – repitió.

-¿No cree que si le pregunto cuanto cuesta es porque lo quiero llevar?

Silencio, tenso como una cuerda de piano.

Finalmente, el hombre de negro sonrió abiertamente. Dijo su precio.

Mitchell pensó que se trataba de una broma.

No pasó mucho hasta que el Pilar de Zoth fue embalado cuidadosamente en un cajón de madera y metido dentro de un camión de mudanzas.

Su destino era la ciudad de Nueva York.

El dueño de la tienda, el hombre de negro, vio cómo se lo llevaban. Sonrió de nuevo, mientras sus ojos se volvieron oscuros como el ébano, y regresó al interior lóbrego de su negocio.