Fanfic basado en la novela (y peliculas) de "El Hobbit". Los OCs (Corina, Valit, Bikthal y Ehrica) son creación mía; todos los personajes pertenecer a J.R.R Tolkien y Peter Jackson.
Este es mi primer fic publicado (no el primero que escribo :P ) asi que valorare mucho que lo leais y comenteis! Gracias!
Dale era una ciudad con un encanto único; fruto de la convergencia de la hermosa arquitectura y habilidad con la que los humanos habían levantado torreones, casas y edificios de piedra blanca, con un paraje natural sobrecogedor a su alrededor. Añadiendo las pruebas de años de comercio y amistad con los enanos, demostrable con hermosos objetos y adornos de metales preciosos y gemas, distribuidos por los lugares más importantes de la ciudad, aportaban a Dale algo extra de magia. Como si su Montaña no fuera suficiente belleza para tener de fondo, esas puertas tan impresionantes que los habitantes admiraban desde sus ventanas, solo soñando con qué habría detrás.
Los hombres afortunados que habían estado dentro de Erebor, que habían sido tan bendecidos como para haber presentado sus respetos a Thror en su trono, describían la grandeza del reino de los enanos con adjetivos tan superlativos que sonaban hasta ridículos. Pero todos se recreaban imaginado aquella cueva de tesoros, todos sabían que así debía ser realmente aquel paraíso subterráneo. Dale se embellecía solo por estar cerca de él.
Por otro lado, Girion, el último monarca, fue quien más grandes obras hizo en Dale, ya que quería dotarla de la majestuosidad y el prestigio de algunas de las ciudades del sur. Nunca al nivel de Minas Tirith, pero a lo mejor de Edoras sí. Girion era un buen hombre, justo y valiente, pero si tenía un defecto, era su amor por los halagos y elogios. Nunca hubiera admitido que algo malo podría asolar su preciosa ciudad. A lo mejor por eso no escuchaba los rumores sobre dragones y otros males que podían asolarles si Thror seguía acaparando oro y joyas bajo la montaña. No escuchaba y no creía, pero las verdades son innegables y la maldición estaba echada sobre Erebor, sobre Dale y sobre su gente, fueran humanos o enanos.
La maldición primero se llamaría Smaug y después exilio. Algunos habitantes que consiguieron huir, más que afortunados por conservar la vida, se dieron cuenta de que más les hubiera valido morir en el ataque a Smaug. Parecía que nunca podrían volver a ser felices desde el día en que la bella y pacífica Dale quedó reducida a cenizas. Girion murió, aunque su esposa e hijos consiguieron ponerse a salvo a tiempo. Thror y su familia también huyeron en el último momento, aunque dejaron atrás todo el tesoro, vinculado de una forma que solo los enanos entienden a su buen nombre, a su autoestima y a sus sentimientos. Y también muchos del pueblo llano pudieron salir de su hogar y buscar, por toda la extensa y hostil Tierra Media, un lugar donde intentar reconstruir una vida para sus descendientes.
Fue el caso de la madre de Ehrica. En Dale había sido florista y también curandera. Conocía los usos tradicionales de hierbas y plantas en infusión y en cataplasmas, había ayudado a muchas mujeres de la ciudad a dar a luz, cuidaba a los niños cuando enfermaban y curaba heridas de los hombres cuando trabajaban. Incluso algunos enanos le habían pedido ayuda en casos especiales. Pero nada pudo hacer por la mayoría de sus convecinos y amigos el día que Smaug atacó. En un arranque de egoísmo, viéndose indefensa y asustada, cogió a su bebe y corrió todo lo que pudo para salir de Dale. Lo consiguió pero luego le quedó la desesperación de no saber a donde ir. Su marido había sido descendiente lejano de los Jinetes de la Marca pero por lo menos hacía quinientos años que cualquier miembro de su familia había estado en Rohan. La familia materna de Ehrica era del Norte, pero volver en dirección a Erebor y pasar frente al hocico de Smaug, no era muy prudente.
Así empezó la primera gran y penosa aventura de Ehrica y su madre; partieron de Dale cuando Ehrica acababa de cumplir cuatro años y hasta prácticamente los quince, su madre y ella estuvieron vagando por las llanuras, praderas y bosques, evitando las zonas de orcos, trasgos y wargos, vendiendo medicinas y ayudando a los enfermos de aldea en aldea, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, a cambio de algo de dinero, comida o cobijo; siempre sobreviviendo al límite y recorriendo mundo.
Ehrica aprendió de su madre todo lo que pudo de botánica y curación pero nunca pudo aprender a leer o escribir y nunca tuvo esperanzas de una vida mejor que la que conoció por aquel entonces, en su infancia. Algunas veces, sobre todo cuando ya empezaron a recorrer las llanuras de Rohan y llegaban a ciertos pueblos de más nivel económico, Ehrica podía ver señoritas de poco más edad que ella, con sus prometidos, en las que serían sus futuras casas, planeando su familia soñada y su estabilidad. En aquellos momentos, ella se hundía, dándose cuenta que para ella, nunca sería así. A pesar de su pobreza, Ehrica no era una niña fea, tenía unos enormes ojos de esmeralda, la piel suave y los cabellos castaño ceniza. Y era buena, humilde, dulce, atenta y servicial. Merecía un marido tanto como aquellas chicas Rohirrim. Pero no lo tendría. Estaba destinada y condenada a no tener familia ni hogar ni felicidad. Estaba maldita, como lo estuvo su ciudad. Y siempre recordaba Dale, tan pequeña como era cuando se marchó, las imágenes de los edificios blancos, los colores por la calle, el dorado de los obsequios enanos, el perfil azul grisáceo de la Montaña Solitaria, la tranquilidad, la esperanza y la ilusión que siempre tenía allí; todo eso eran pesos que cargaba, como una maleta de piedras dentro del corazón, cada vez que cambiaban de ciudad.
Cuando Ehrica tenía diecisiete años, otro duro golpe cayó sobre ella. Acababan de llegar, hacía un par de semanas, a una aldea muy pequeña y muy pobre, al pie de las montañas, rodeada de árboles y páramos, próxima al cauce del Adorn. Un viejo pastor les había cedido un cobertizo para que vivieran, sin pedirles nada a cambio, solo algo de ayuda para cuidar de sus animales y especialmente a sus caballos. El hombre ni podía montar, dada su avanzada edad y sus dolores óseos, pero como buen Rohirrim, tenía a sus caballos como los reyes de la casa. Ehrica aceptó encantada ese encargo mientras su madre intentaba dar con algo que aliviara el sufrimiento del buen hombre. Se sentía en deuda por el gesto de acogerlas generosamente y por tanto no dudó en adentrarse entre los árboles a buscar hierbas que pudieran servirle como sedantes o analgésicas.
Ehrica estaba acostumbrada a que su madre hiciese eso, toda la vida la había visto irse a por "provisiones para nuestra magia" y volver horas después con el cesto lleno de flores. De pequeña solía decirle a su madre que era un hada porque hacia magia con flores y ella se reía y le contestaba "No, Ehrica, tú eres un hada, eres mi duendecilla especial". Aún la llamaba duendecilla algunas veces y Ehrica, aunque había crecido y ya no creía en esas cosas, se sentía enternecida. Su madre era todo lo que tenía. Por eso, cuando aquella tarde no volvió, se asustó muchísimo. Cayó la noche y no sabía qué hacer, así que se armó de valor para pedirle al pastor que la ayudara y el buen hombre reunió a algunos vecinos que se ofrecieron voluntarios para buscarla. Ehrica estaba en tal estado de nervios, que insistieron en que se quedara en la casa, con el anciano y esperase noticias.
Las noticias llegaron al alba y, como era de esperar, no eran buenas. La madre de Ehrica estaba recogiendo plantas de ribera cuando resbaló en una piedra cubierta de verdín, cayó y se golpeó la cabeza. El golpe fue fatal y nada se podría haber hecho por ella ni aunque la hubieran encontrado al minuto de caer. Los vecinos de la aldea se ocuparon de enterrarla, ya que Ehrica cayó en un estado de shock seguido de una fuerte depresión, que la impidieron reaccionar en varios días.
El pastor, viendo la situación tan desesperada de la joven huérfana, mantuvo su palabra y prometió darle casa, comida y amistad siempre que necesitara. Ni siquiera tendría que ocuparse de los animales en cuanto no estuviera bien, ni siquiera le pediría que siguiera la labor de su madre de intentar aliviar sus padecimientos. Solo quería hacer algo bueno por aquella niña tan desesperanzada. Pero si algo había heredado del carácter de su madre, era ser agradecida y en cuanto pudo volver a sus tareas, lo hizo, tanto con los animales como la de curandera.
Ehrica no se recuperó nunca, en realidad. Al dolor por la pérdida de Dale, ahora también tenía el dolor por la ausencia de su única familia. Se dio cuenta que era positivo para ella que no recordara a su padre, si no sería aún peor esa soledad. El pastor intentaba tratarla como una nieta, pero Ehrica tenía miedo. Miedo a encariñarse con él y que también muriera; al ser tan mayor y tan frágil, seguro que no tardaría mucho en ocurrir. No quería volver a apegarse mucho a nadie, nunca. Aunque convivía con el pastor, le tenía aprecio, respeto, le trataba con educación y con cariño, intentaba ser fría y racional. Consiguió mantenerse firme, aferrándose al recuerdo de Dale y el desgarro que le producía pensar que nunca volvería a estar cerca de ella ni de nada que tuviera relación con su hogar.
"Y entonces, Cori, me enamoré..."
- Mamá, como te entiendo ahora.
Ehrica estaba enterrada en las Tierras Brunas, donde había muerto más de sesenta años atrás a causa de la débil salud que había tenido tras perder mucha sangre en el parto. Sobrevivió solo siete años más pero le dio para ver a su hija crecer un poco y contarle todas estas historias de su vida, para hacerla fuerte, resistente, una superviviente con un alma invencible. Y lo hizo muy bien, su Cori, Corina Stormarmour, hija del gran jefe khuzd Bikthal Stormarmour y la "intrusa" Ehrica de Dale, era exactamente eso: un alma invencible. Sólo se permitía mostrar debilidad frente al árbol rosado, el cual había escogido entre todos los que conocía en Eryn Vorn, para llevar flores a su madre y a su padre. Lo hacía una vez por semana como mínimo, si estaba triste incluso más frecuentemente. Llevaba haciéndolo desde que abandonó las Montañas Azules y se estableció con Valit en Eryn Vorn, huyendo de la vida que precisamente su padre y su madre habían soñado para ella y que le hacía tanto daño. Amaba a sus padres, sabía que lo habían hecho por su bien, pero se habían equivocado. Aun así, sentía que les había decepcionado y por eso, semana tras semana, se sentaba frente al árbol a hablar con ellos, recordándoles. Recordando las historias de su madre, la dulce duendecilla de las flores.
- Querida mamá... - quería llorar, pero no podía. Nunca lo había hecho, que ella recordase, no estaba bien visto entre los suyos, así que le era físicamente tan difícil intentarlo - Mami.
- ¿Corina? - escuchó a su espalda, algo distanciada. Valit nunca la molestaba cuando iba a hablar con sus padres, a no ser que ocurriera algo.
- ¿Valit?
- Perdóname, princesa. Llevas mucho tiempo aquí, me estaba empezando a preocupar.
- He perdido la noción del tiempo. Estaba recordando.
- Maldito don, el nuestro. La larga vida de los enanos. Nos da tiempo a acumular tantos recuerdos.
Corina no pudo evitar sonreír al mirar hacia atrás y ver a su amiga. Valit siempre hablaba de ambas como si fueran enanas. Corina era solo medio, por parte de su padre y realmente, en apariencia, era prácticamente humana por completo, a excepción de la estatura. Eso sí, la larga vida y el envejecimiento lento si los había heredado de Bikthal.
- Son recuerdos de mi madre, en verdad. Necesito distraerme, tanta nostalgia no puede ser buena.
- Hay un grupo de corzos al otro lado del Camino Antiguo - Valit tenía aquella mirada de pícara que le iluminaba la cara cuando algo le entusiasmaba mucho; en este caso, cazar - Hoy comemos sabrosa carne.
- Eso será si cazas algo.
- Claro que cazaré. La que a lo mejor va a tener que mendigarme comida, eres tú, princesita.
- ¿Apostamos, querida Valit?
- Por supuesto.
Y sin decir nada más, ambas dejaron atrás el árbol rosado y corrieron a la espesura del bosque.
