001. Inicio.
—Maestro Kômyô, ¿sucede algo? —preguntó uno de los aprendices cuando notó que el hombre se había detenido.
El resto de los monjes que iban en la comitiva se detuvieron, contemplando al maestro con impacientes expresiones. Kômyô Sanzo, sin embargo, tardó en responder. Miraba fijamente el río que pasaba cerca de ahí, a un lado del pedregoso camino.
—No es nada —respondió con una amplia sonrisa, reanudando la marcha. Mentía, por supuesto. Desde hacía un tiempo que no paraba de escuchar una voz en su cabeza, llamándolo. No sabía quién era ni qué quería; sólo estaba ahí, nombrándolo con persistencia.
Los discípulos y sacerdotes que lo acompañaban lo miraron algo desconcertados. Eran conscientes de que el maestro siempre había sido una persona extraña, así que supusieron que no debían darle más importancia al asunto. En ese momento la prioridad era continuar el viaje, pues tenían que llegar al siguiente pueblo antes de que la noche cayera sobre ellos.
El maestro los seguía de cerca, aún intrigado por aquella voz que resonaba en su cabeza y que nadie más parecía escuchar. A cada paso que daba la escuchaba con más claridad. Era la voz de un niño, de eso estaba seguro. Lo llamaba con insistencia, casi con desesperación. A momentos lo escuchaba tan fuerte en su mente que le impedía escuchar sus propios pensamientos.
—Eres una voz muy persistente —murmuró con diversión.
—¿Dijo algo, maestro? —preguntó otro de sus discípulos, girándose. El monje sonrió mientras negaba con la cabeza, haciendo que el aprendiz se encogiera de hombros para luego devolver la mirada al camino. El maestro era extraño, pero por alguna razón ese día lo estaba aún más.
De repente, Kômyô Sanzo se detuvo. El resto de los que viajaban junto a él lo miraron sin comprender, interrumpiendo la marcha también. El monje estaba ahí, inmóvil en medio del camino, volviendo a fijar la mirada en el río que corría no muy lejos de ahí.
—Maestro Kômyô —dijo uno de los sacerdotes con impaciencia—, debemos continuar al siguiente poblado.
—Enseguida —respondió el maestro levantando una mano y moviéndola con calma. El sacerdote se encogió de hombros, sabiendo que el hombre no tenía intenciones de continuar con el viaje hasta que terminara de hacer lo que sea que estuviera haciendo.
Sin previo aviso, Kômyô comenzó a caminar en dirección al río, a paso apresurado.
—¡¡¡Maestro!!! —lo llamaron sus aprendices, siguiéndolo.
El monje no los escuchó, o por lo menos, no se dio por enterado. En vez de eso, apresuró la marcha, de modo que cuando llegó a la rivera del río estaba casi sin aliento.
—Maestro Kômyô, ¿qué hace? —preguntó uno de los monjes entre jadeos, mirando desconcertado al maestro que en ese momento examinaba la rivera, piedra por piedra— Si seguimos perdiendo el tiempo caerá la noche antes de que podamos encontrar un lugar donde dormir.
Él, en cambio, no dio el menor indicio de prestarle atención siquiera; de todos modos, no le importaba si llegaban tarde a su destino. La voz retumbaba en su cabeza. Aquel ser que lo llamaba no estaba lejos y estaba resuelto a encontrarlo.
Repentinamente, el llanto de un bebé interrumpió sus pensamientos, y la voz que poblaba su mente desapareció instantáneamente.
Kômyô Sanzo se levantó desconcertado, dirigiéndose con rapidez hacia la criatura que lloraba desconsoladamente. El resto de sus compañeros de viaje lo siguieron, sin entender aún qué sucedía.
Un pequeño niño de sólo unas pocas semanas yacía a un lado del río, lloriqueando a todo pulmón. El maestro Kômyô se agachó frente a él, mirándolo con ternura.
—Calma, ya estoy aquí —le susurró mientras acariciaba sus rubios rizos. Como respondiendo a su tacto, el bebé calló—. Eso es. Me has estado llamando todo este tiempo, ¿verdad?
El pequeño lo miró aún hipando, con sus profundos ojos color violeta.
—Eres muy molesto, ¿lo sabías? —dijo el monje con una amplia sonrisa, tomando al bebé.
Sin prestar atención a las miradas de sus acompañantes, el monje Kômyô comenzó a caminar de vuelta al camino que habían estado siguiendo.
—Espere excelencia —dijo uno de los sacerdotes, siguiendo al maestro—, ¿acaso se llevará al bebé?
—Por supuesto —respondió, arqueando una ceja. "¿Qué tipo de pregunta era esa? ¿Acaso no era obvio?", pensó desconcertado.
—Pero no puede —agregó otro, notoriamente nervioso—. El abad se molestará mucho.
Kômyô Sanzo bajó la mirada hacia el pequeño que sostenía en los brazos, comenzando a hacerle morisquetas.
—No me importa.
—No podemos encargarnos de él.
—Yo lo haré.
—Pero maestro...
—Son muy escandalosos —murmuró Kômyô Sanzo, arqueando las cejas.
Los sacerdotes y aprendices callaron enseguida. El maestro, por su parte, comenzó a aventar al pequeño, haciendo que éste soltara pequeñas carcajadas.
—Maestro... —murmuró uno tímidamente, encogiéndose de hombros. Kômyô era de esas personas que cuando decidían algo era imposible convencerlas de lo contrario. Sólo les quedaba esperar que el bebé no les trajera muchos problemas.
—Eres una criatura muy agradable —comentó el maestro con alegría, sin despegar la mirada del pequeño—, creo que te llamaré Kôryu...
