I
Maldijo en un murmullo mirando al cielo mientras las primeras gotas caían sobre él, amenazando con arruinarle el traje. Necesitaba estar impecable para la entrevista, solamente era un muchacho de veinte años buscando un trabajo más o menos bueno; el cielo no podía ser tan cruel como para mandarle la lluvia justo en ese momento. Miró la calle mientras se metía en una tendereta pequeña en la esquina de la misma acera.
En tan sólo unos momentos toda la calle estuvo inundada. Y como si la lluvia provocara el mismo efecto que un lobo en un rebaño, la gente de pronto había comenzado a correr hacia todos lados, se empujaban por los lugares bajo los techos salientes, abrían sus paraguas picando con los bordes afilados a quienes se pusieran en su camino y los autos hacían rugir las bocinas como si con eso pudieran ir más rápido.
Aioria se retorció un poco las manos, nervioso; se retrasaría. La parada del autobús que debía tomar estaba a más de diez calles y no quería arruinarse la ropa. ¡Odiaba la lluvia!
Pensando rápidamente esperó a que el semáforo se pusiera en rojo y medio cubriéndose con su portafolios corrió a la calle de enfrente; se mojó los zapatos, era una maldita lástima, acababa de sacarles brillo. Algo desanimado llegó al otro lado y subió a la acera, allí estaba la entrada al tren subterráneo, un ligero a base de energía eléctrica que lo acercaría al lugar de su entrevista y así además no tendría que mojarse. Sonrió esperanzado, bajando las escaleras rápidamente, mientras con la mano apartaba las gotas de agua que se habían quedado adheridas a su maletín.
Sacó las monedas de su bolsillo y casi las encajó en la máquina que controlaba el acceso. Apenas había terminado de virar el pasador cuando se arrepintió de haber entrado: al igual que él, varias docenas de personas había tenido la brillante idea de escapar de la lluvia a bordo del tren.
Algo cansado Aioria se coló entre la muchedumbre hasta quedar al borde del andén, incluso allá abajo había llegado un poco de agua y los suelos estaban mojados. En realidad todo el ambiente tenía una sensación de humedad más que molesto. Su pie derecho saltaba en pequeños espasmos sobre la punta y sus ojos no dejaban de revisar el reloj a la entrada de la estación, quince minutos y ni una señal del transporte, sólo habían llegado más y más personas, que casi amenazaban con hacerlo caer del andén.
A punto estaba ya de desesperarse cuando por fin, al borde del túnel, una luz alumbró las vías… pero entonces recordó que él iba hacia en esa dirección y no al contrario. Un tren se detuvo frente a él, en el otro anden. Vio a la gente subir y bajar, separados de él por una de las vías, que hacían par. Suspiró agotado, no lograría llegar a tiempo para su entrevista y seguiría desempleado durante otro mes. Algo nervioso decidió volver a subir y mojarse, con tal de llegar. Ya daba la espalda hacia la salida cuando el ruido de un nuevo tren lo hizo voltear a mirar. De pronto toda la gente que antes se peleaba por los asientos se había puesto de pie y se arremolinaba junto al borde del andén, casi a punto de caer, para ganar ahora un lugar dentro del transporte.
Ansioso, Aioria se abrió paso a base de codazos, menos mal que era muy alto y podía ver a la perfección por dónde iba. Aprovechó sus brazos largos para colarse entre la gente torpe y llegó al borde justo cuando el tren se detenía. De inmediato supo que llegar hasta el frente había sido un error, como si fuera una manada desbocada, toda la muchedumbre se empujó para hacerse cupo en alguno de los vagones, haciendo un tremendo lío entre las personas que trataban de salir y las que querían entrar; a Aioria lo pisaron, lo golpearon, manosearon y empujaron en aquel hervidero de gente.
Sin saber cómo, fue impulsado hacia dentro y después de chocar con varios hombros que le calaron, terminó estrellándose contra el pecho de un muchacho un poco más bajo que él, engalanado en una camiseta gastada con la ilustración de una máscara raquítica, como si fuera el rostro de un muerto.
Por el impulso le golpeó con el cráneo, Aioria se tomó un minuto para respirar y entender la situación, minuto en el que, por cierto, seguía sobre el otro sujeto. Antes de que pudiera enfriar su mente el tipo lo tomó de los hombros y se lo sacó de encima con bronca.
– ¡Fíjate imbécil!
Aioria chocó atrás con otras personas, cuyos cuerpos fueron lo único que lo sostuvieron de caer al piso.
– ¿Qué crees que haces? – gritó recomponiéndose, estirándose un poco para prensar su brazo a uno de los tubos que servían de sostén a los pasajeros.
El alboroto era grande, todos gritando o murmurando; quejándose y de pronto sintió mucha bronca; todo estaba saliendo en verdad mal y no iba a dejar que aquel hombre le tratara de esa manera.
– ¡Cállate, bastardo!
Trató de acercarse pero la muchedumbre medio se había interpuesto entre ellos. Sólo podía mirarle, tenía la piel morena y el cabello negro vetado con unas patillas grisáceas, sus ojos eran duros y muy azules y en la boca llevaba una mueca muy marcada de desprecio.
– ¡Tírate del tren, malnacido!
Gritaban con todo el aire de sus pulmones para hacerse oír entre el alboroto.
– ¡Ven aquí y te tiraré yo, desgraciado!
Estaban enardecidos de la nada, pero con la gente entre ellos no podían hacer gran cosa más allá de gritar.
– ¿Quieres problemas hijo de…?
Pero el nuevo insulto fue interrumpido por un tercero, un tipo alto, muy musculoso y demasiado pagado de sí mismo, que portaba una cara de severa rectitud y maneras demasiado irritantes.
– ¡Compórtense, hay gente educada aquí!
Hasta ahí todo bien, y aunque los otros dos estaban enfrascados en su intercambio de insultos, las cosas no habrían pasado a mayores si el tipo se hubiera callado, pero no… tenía que seguir en su discurso:
– ¡Es indigno que nos obliguen a presenciar esto, maricas!
Apenas había terminado de decir la frase, cuando dos puños se incrustaron en él, el de Aioria en su vientre y el del otro tipo al lado de su boca. Como por arte de magia, ambos habían olvidado su pleitecito, para defender su honra. Se habían movido muy rápido, sin importar la gente que se entrometía. El de cabello negro, usándolos casi como peldaños y el otro agachándose para poder pasar su brazo en los huecos y clavarle el golpe.
De pronto toda la escena pareció detenerse, ambos retiraron los puños, mirándose azorados; la gente también los estaba mirando con una expresión ambigua. Algunos asustados, otros con ganas de más violencia.
En ese momento el tren se detuvo, ni cuenta se habían dado de que llegaban a la siguiente estación. En cuanto las puertas se abrieron, se miraron y sin intercambiar palabra, prácticamente pasaron a través de la gente y corrieron hacia la salida. Muchos salieron a trompicones tras ellos, gritando a los guardias y sacudiendo al hombre herido como prueba de su crimen.
Los muchachos no se detuvieron, saltaron sobre la barandilla de salida y corrieron escaleras arriba, mezclándose entre el gentío que seguía huyendo de la lluvia. Se empaparon nada más salir pues la tormenta se había soltado del todo, pero no dejaron de correr hasta un par de calles después. Se aseguraron de que nadie los seguía, y entonces tomaron un aliento.
De pronto, el muchacho de cabello negro estalló en risas.
– ¡Pobre imbécil!
Aioria estuvo a punto de ofenderse de nuevo, hasta que comprendió que se refería al otro sujeto. Y entonces comenzó a reír también.
–Eso le pasa por decir esas tonterías así, al azar.
Entonces el otro se calló de golpe.
–Acertó.
Y dándole la espalda al griego comenzó a caminar, ignorándolo. Éste se tomó un momento para mirar al chico, sería un poco mayor que él según sus cálculos, apenas unos centímetros más bajo y su cuerpo era más fornido. Empezó a caminar aprisa para alcanzarlo.
–Conmigo igual.
El otro hombre se detuvo mirándolo con fijeza para saber si mentía, pero los ojos de Aioria sólo reflejaban que había tenido un mal día.
–Ángelo.
Dijo extendiendo su mano morena. Y el otro reconoció un acento italiano en su voz.
–Aioria.
Contestó el otro, le costaba trabajo moverse debido a que su traje, su único y preciado traje estaba empapado.
–Mi casa está cerca, ven, te daré una toalla.
Y olvidándose por completo de su cita de trabajo, a la cual era obvio que nunca llegaría de cualquier manera, se relajo y comenzó a caminar lentamente al lado de ese hombre, disfrutando de la lluvia.
