Recordó…

El peso de la compresa desaparecer de su frente. El escalofrío provocado por la que tomó su lugar.

Fiebre. ¿Era realmente posible para un demonio tener fiebre? No, no lo creía. Puede que para algo mucho más débil como un "hanyo" lo fuese, pero no para un pura sangre.

El cuerpo del demonio estaba expuesto y pálido, bañado en sudor. Sin embargo, su semblante inamovible no dejaba entrever el más mínimo rastro de dolor. Varias personas –no demasiadas– lo rodeaban y controlaban para no pasar por alto ningún cambio. Todos los que estaban allí eran de su más entera confianza, criaturas con las que había crecido y vivido durante muchas décadas. Y hasta siglos. Seres inferiores que quizá, de no ser por su amistad con el enfermo, ya estarían muertos.

Y un muchacho, de no más de cien años, lo observaba todo desde fuera del cuarto. Su rostro era inexpresivo. Pero claro… ¿cuándo no lo había sido? Tan solo un par de veces, a lo sumo, y eso fue ya hacía mucho tiempo.

El poderoso demonio ignoró a sus cuidadores, como siempre, y fijó la vista en la inmensidad que alcanzaba a ver a través de la ventana. Había muchas nubes, demasiadas para su gusto. Como lo odiaba: hasta el cielo se compadecía de él. Quería vomitar.

Pero no merecía la pena. Todo terminaría muy pronto. Al día siguiente, los dos demonios perro volarían hacia el área Sur del territorio. No lo conseguiría, estaba seguro. Sería la última vez que lograría ponerse en pie y después… nada.

Sesshômaru resopló, airado. Dio media vuelta y se alejó, más rápido de lo que pretendía, del cuarto de su padre.

ØØØØØØØØØØØØØØØØØØØØ

La princesa Izayoi disimuló un bostezo fingiendo que le molestaba el sol.

¡Qué criatura tan curiosa!

Sintió que el peso de aquella menuda figura aumentaba contra su costado. La perfectamente educada jovencita de apenas diecinueve primaveras estaba a punto de perder la compostura, literalmente.

Honestamente, él también. Aquel ya era el quinto pretendiente de ese mes, y no le faltaba mucho para echársele encima y arrancarle la cabeza de cuajo.

No era en absoluto parecido. Se notaba que no había movido un dedo en su vida, pues las consecuencias empezaban a materializarse en forma de papada. Sus ropas eran demasiado finas, en modo alguno apropiadas para un terrateniente.

"Pretencioso."

¡Y sus palabras! Enviaría con gusto al infierno al mendrugo que enseñó a aquel personaje semejante falta de destreza al trovar. Izayoi, lejos de estar impresionada, moría de la vergüenza, rogando en silencio a cualquier Dios que la escuchara que acabase con la tortura.

Aquel tipo había mandado espías a la región, lo sabía. Dos o tres hombres, seguro. ¿Para qué? Pues con el único propósito de que su ridículo poema encajara con la descripción física de la princesa. Pero incluso las comparaciones que había hecho, igualando su tez con la nieve y sus cabellos con hilos de la mejor seda, habían dejado que desear.

El borrego dejó de cacarear con aquella voz tan chillona y desagradable. El padre de la joven miró nerviosamente a su hija, a unos metros de distancia.

Nadie se acercaba a la princesa. Ella permanecía perfectamente sentada en el pasillo, frente a las puertas correderas que daban a sus aposentos. Tanto el señor de la casa como los sirvientes aguardaban en cualquier otro lugar menos en dicho pasillo. El terrateniente, el más osado –o el más ingenuo–, esperaba la respuesta de la princesa en el centro del jardín, a un metro escaso de ella.

Izayoi respiró profundamente y cuadró los hombros con dureza. ¡Ah, bien! Esa era su señal. Ahora vería qué tan valiente era aquel impresentable. Con un poco de esfuerzo, se puso en pie despacio, para agudizar el efecto de su tamaño en la confianza del hombre. Saco las garras, pero no las clavó, ya que sabía que de hacerlo le reprenderían. Tragó aire y, con los dientes a la vista de todos, emitió un gruñido tan profundo como el retumbar de un trueno en la noche. Aquel imbécil quedó tan impresionado que cayó al suelo como un peso muerto y balbuceando palabras sin sentido.

Aunque no la veía, sabía que Izayoi había esbozado una minúscula sonrisa de satisfacción.

Por el rabillo del ojo, vio que su padre soltaba un suspiro de resignación. En pocos minutos la zona se despejó de adultos y se permitió volver a tumbarse en el pasillo. Y, libre de miradas indiscretas, la mujer se acomodó contra su cuerpo.

- ¡Buf! Se acabó por hoy.

Sí, ya era muy tarde. Otra queja: solo a ese cretino se le ocurría importunarla a últimas horas de la tarde. Sí, los compromisos de adultos se habían acabado, pero… no el resto.

- ¿Ya podemos jugar con el General, princesa?

Reconoció al instante la rasposa voz de Nagisa, uno de los niños que vivían en aquel palacio por ser hijo de la servidumbre. Todos habían ido a aprovechar las últimas luces del día.

- Bueno, pero recordad que aún no se ha recuperado del todo y debe descansar.

Quizá ese comentario le había herido ligeramente el orgullo, porque se levantó más rápido de lo que debía y la espalda le dolió un poco. Ruri, una de las niñas más pequeñas del lugar, se desprendió del agarre del muchacho y corrió hacia él, aferrando su pelaje blanco con sus puñitos.

- ¡Blandito! – Exclamó.

- Por favor, Ruri, no lo llames así – Replicó Nagisa, disgustado. – Haces que parezca menos intimidante – Afirmó rotundo, como si fuera algo gravísimo.

- ¡Blandito! – lo ignoró.

Aquel diablillo estaba empeñado en que, en lugar de un perro enorme y peligroso, no era más que un saco de pelo blando y confortable. En su momento consideró disuadirla con un buen susto, pero lo pasó por alto al descubrir que la única exigencia de la pequeña era permanecer aferrada a su pata, balanceándose plácidamente con su caminar.

Con cuidado de no lastimarla, sorteó el salto del pasillo hasta el suelo del jardín y anduvo hasta situarse en el centro, donde momentos atrás había estado el payaso pretencioso del día. Los niños lo manoseaban y se lanzaban como podían sobre su lomo. Hasta el cachorro de un año y medio se había propuesto agarrarle la cola. Bien, no se lo pondría fácil. Otra niña –¿Asami?– le rascó el cuello y le habló con dulzura.

- ¿Otra vez has espantado al pretendiente de la princesa, General? – Susurró la niña. - ¿No te da vergüenza?

- ¡Tonterías! – Exclamó Nagisa, que de algún modo había logrado montarlo como a un caballo. – Esos tipejos altaneros no merecen a la princesa y él lo sabe. ¿Verdad, General?

- ¡Pero la princesa está en edad de casar! Se lo oí a mi mamá.

- ¿Y qué? Si no tienen las agallas de enfrentarse al General, no son dignos de ella.

¿Por qué no podían los humanos adultos pensar como sus crías? Pero no le preocupaba demasiado; el rumor de que la princesa Izayoi tenía un perro guardián se había extendido rápidamente y, en consecuencia, el número de pretendientes por ciclo lunar había menguado. Cinco no era nada. Aunque la llegada del invierno era un factor a tener en cuenta. Pronto la nieve se derretiría y entonces vería con sus propios ojos a qué atenerse.

- ¿Y si alguien es lo bastante valiente? ¿Entonces la princesa se casará con él?

No. Antes, lo mataría.

- Mmm… Me parece que ni aun así – Sopesó Nagisa. – Porque el General se lo comería.

- ¡Blandito! – Se quejó Ruri.

Aquello lo espabiló y reavivó el paso. Iba despacio, lo bastante para que los más pequeños fueran capaces de seguirlo. Acercó el hocico a Ruri y le dio un lametón en la frente. Ella rio encantada.

Los niños de aquel palacio estaban más que felices con su presencia. No tanto los adultos. Pero, ¿cómo culparles? En aquel momento tenía la apariencia de un gran perro blanco, el doble de grande que los perros normales. Sus colmillos y garras eran demasiado grandes y afilados, todo en él gritaba "peligro". Todo en él gritaba "demonio". Y no estaría allí de no ser por los niños, que eran lo suficientemente inocentes como para ignorar las garras, los colmillos y su tamaño para ver, en cambio, a un perro viejo, vago y cariñoso. ¿Ingenuidad o confianza? No le estaba permitido ir más allá de aquel área, donde se encontraban las estancias de la princesa, y tampoco es que tuviera el menor interés. Izayoi estaba allí casi todo el tiempo, y en presencia de la joven, se mostraba tan dócil que hasta sus damas de compañía se habían acostumbrado a su presencia.

Uno de los cachorros consiguió, entonces, atrapar la punta de su cola. En un reflejo involuntario, volvió la cabeza para ver cuál de ellos lo había logrado y, en eso, su oído se posicionó de manera que captó una voz por encima de los chillidos de los niños.

- ¡Amo! ¡Amo! ¡Aquí!

Flexionó las orejas en la dirección de la voz hasta que finalmente dio con la fuente.

"Myôga."

Su voz, grave y gutural como un eco en una caverna, resonó en la mente de la pulga, nadie más supo que el demonio perro había pronunciado palabra. En diminuto sirviente saltó, agarrándose del espeso pelaje, hasta aterrizar en la entrada de su pabellón auditivo.

- ¡Amo! ¡Llevo días buscándolo! ¡Está vivo!

"¿Lo dudabas, Myôga?" – Inquirió el demonio.

- Bueno, señor, teniendo en cuenta el estado en el que se hallaba… ¡Además, el joven Sesshômaru tan sólo nos dijo dónde había caído! De haberlo sabido, señor, pues…

- ¡Blandito! – Chilló Ruri al notar que el bamboleo había cesado de nuevo. Esta vez no la escuchó y se quedó quieto. La niña gritó un poco más, pero pronto comprendió que el juego se había acabado.

- Niños – habló la princesa desde el pasillo. – Es hora de despedirse.

Todos profirieron un solemne "oh" antes de decir adiós al animal, dándole una caricia y prometiendo volver al día siguiente. Cuando el último de ellos se hubo marchado, volvió a subir al pasillo, donde la princesa Izayoi lo esperaba para emprender juntos el camino de regreso a sus aposentos.

"Siento haberte preocupado, viejo. He estado… de vacaciones" – Decidió. – "Me hacían falta."

- No lo dudo, amo – Concordó la pulga. – Pero todos están muy preocupados por usted. Sesshômaru no quiso decir ni una palabra acerca de su desaparición y esa mujer refunfuña cuanto puede por vuestra ausencia.

La princesa abrió unas puertas correderas y tanto ella como el perro entraron en una estancia grande y acomodada con pocos muebles, el más notorio era el futón en el centro de la habitación. Izayoi se sentó frente a un pequeño escritorio y comenzó a escribir en un trozo de pergamino. Por su parte, el demonio se tumbó plácidamente a un lado del futón.

"Que refunfuñe lo que quiera" – Dijo un poco molesto.

- ¡Pero amo! ¿No estáis ya recuperado? ¡Podéis volver! ¡Os necesitamos!

¿Volver?

No, no podía volver. Si bien era cierto que ya estaba mucho mejor, no se sentía con fuerzas para retomar las riendas de su vida. Ni siquiera podía ponerse en pie cuando llegó al palacio de Izayoi, a principios de invierno. Si volvía ahora a la fortaleza, lo más seguro era que sufriría una recaída.

Además…

ØØØØØØØØØØØØØØØØØØØØ

Estaba agotado.

Acababa de acostar a Sesshômaru después de un largo día de tener que vigilarlo. Ese cachorro… Había matado a tres demonios hacía unas horas, sin motivo alguno. Le habían atacado, sí, pero él los había provocado primero. Lo había visto.

Algo dentro de él se rompió ante la imagen. Una esperanza que había albergado con recelo desde el nacimiento de su hijo. Pero la última posibilidad de que existiera alguien como él, que viera la vida con sus mismos ojos, se extinguió en el momento en que los demonios expiraron su último aliento.

Caminó hacia su despacho con paso lento, resignado. Aún quedaban asuntos que arreglar. Debía responsabilizarse por aquellas muertes en nombre de su cachorro. Debía supervisar que la situación con los Gatos Leopardo se mantuviera estable. También le habían comentado que un dragón renegado intentaba hacer su nido en sus tierras…

De repente, la vista se le nublo y todo empezó a dar vueltas. Por suerte, cuando extendió el brazo, logró sujetarse a la pared y mantenerse de pie. Se llevó una mano a la sien y cerró los ojos, tratando de componer su respiración. Cuando volvió a abrir los ojos, descubrió que había clavado las garras en la pared hasta dejar cinco huecos del tamaño de sus dedos. ¡Maldición! Quería vomitar, le costaba respirar. Había empezado.

¿Y ahora, qué?

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Si sufría una recaída entonces, no habría marcha atrás. Ni los bien intencionados cuidados de Izayoi podrían salvarlo una segunda vez. Además, las cosas ya estaban bastante tensas en las tierras del oeste como para permitirse alargar más su enfermedad.

"Debo asegurarme de estar en óptimas condiciones" – Insistió. – "De ningún otro modo pienso volver."

- Pero…

- General, ¿estás bien?

El sabueso levantó la cabeza. En efecto, la princesa se había acercado a él y se había arrodillado para mirarlo a los ojos. Le rascó la cabeza con suavidad.

- ¿Por qué gruñes, amigo? ¿Tienes hambre? No, no es eso. ¿Quieres mimos?

Izayoi tenía la extraña habilidad de adivinar lo que necesitaba en cada momento. Antes, con los niños, había deducido que ya no estaba de ánimos para seguir jugando y los había mandado a casa. También sabía que él nunca pedía explícitamente ser alimentado. No lo necesitaba, aunque ella se empeñaba en hacerlo regularmente.

Inclinó la cabeza hacia ella, buscando su regazo. Las caricias continuaron por un buen rato. La muchacha masajeó su cuello, su espalda, las patas y la parte superior de su pecho. Al cambiar de zona, reajustaba su postura para estar más cómoda. Al final, quedaron tumbados sobre un costado, uno frente al otro.

- A propósito, amo – Susurró Myôga en su oído, como si la humana pudiera oírlos. – ¿"General"?

"Es mi nombre de perro" – Dijo sin concederle más importancia.

El sol se había ocultado hacía rato. Pronto la princesa se iría a cenar.

- Descansa un poco, General – Le dijo ella al levantarse. – Te traeré tu comida en cuanto vuelva.

Eso significaba pronto. En aquella casa nadie se tomaba su tiempo para saborear la comida. Salvo él, claro.

- Parece una muchacha agradable, amo – Comentó Myôga. – ¿Cree que, tal vez, yo podría…?

"Ni una gota, viejo" – Ladró.

ØØØØØØØØØØØØØØØØØØØØ

- ¿Cuándo te desharás de esa bestia, Izayoi?

La princesa detuvo los palillos a medio camino de su boca abierta y apretó los labios.

- ¡Está espantando a todos tus pretendientes! – Insistió su padre.

- No está haciendo nada que yo no haya hecho ya, padre – Replicó ella. – Simplemente, ahora se encarga él de hacerlo.

- ¡¿Pero por qué?! – Gritó. – Debes casarte. Deberías estar casada ya. ¿A qué viene ese empeño por retrasarlo?

- Solo deseo encontrar al hombre adecuado – Respondió con una sonrisa llena de dulzura. – Nuestras tierras son prósperas y nuestra situación económica es más que buena. Tú mismo dijiste que no estamos en la necesidad de hacer tratos ni concertar un enlace. Entonces, ¿qué tiene de malo?

- Tiene que ya eres mayor, hija – Dijo su padre. – Si sigues aplazando el compromiso, tus opciones mermarán con el tiempo.

- Por lo pronto, no parecen mermar en absoluto, padre – Sonrió más ampliamente.

- Eso te parece a ti – La señaló con sus palillos.

Izayoi se cubrió la boca con la larga manga de su kimono y soltó una risilla discreta. Las sirvientas de mayor edad la miraron con mala cara. Las más jóvenes, sin embargo, ya estaban acostumbradas a aquellos intercambios entre padre e hija.

El señor feudal suspiró sonoramente.

- Lo digo en serio, Izayoi. Inténtalo – Y la miró con ojos suplicantes. – Al menos eso. Por favor.

- Está bien, padre – Cedió con una sonrisa triste. – Así lo haré.

- ¿Y ahora por qué siento que he cavado mi propia tumba? ¡Ay! – Se quejó dramáticamente antes de atacar su cuenco de verduras hervidas.

Pero a pesar de la reciente promesa que le había hecho a su padre, Izayoi sólo podía pensar en una única cosa: volver cuanto antes junto a su querido paciente.

ØØØØØØØØØØØØØØØØØØØØ

Sabía que era un demonio.

El día que lo encontró amaneció nublado. No obstante, había convenido salir a dar un paseo por el mercado y la llanura circundantes al palacio. Los territorios de los Hamasaki eran extensos y muy prósperos, y a la princesa le gustaba recorrerlos con frecuencia. Con motivo del clima, aquel día los hombres de su padre habían insistido en que usara el palanquín.

Un mal día, sin duda. A media tarde se había puesto a llover y los senderos quedaron embarrados y resbaladizos. Para evitar tropiezos, los hombres decidieron tomar un camino un poco más largo pero vegetado, para así sortear los corrimientos de tierra. De todas formas, la lluvia era constante y no muy fuerte. No hacía viento y eso haría el camino más llevadero.

Así que bordearon la llanura. Y mientras lo hacían, Izayoi miraba por uno de los ventanucos del palanquín. Miraba al exterior, al cielo, y se preguntaba qué Dios estaría tan triste como para llorar de esa manera.

Entonces, como respondiendo a su pregunta, una figura blanca y gigante se abrió paso entre las nubes y cayó hasta aterrizar a lo lejos, en algún punto que no alcanzaba a ver por estar tras un terreno elevado. Asustada, se abalanzó fuera del palanquín y corrió como pudo en dirección a lo que fuera que se había estrellado.

- ¡Princesa Izayoi! – Oyó tras ella, pero no se detuvo.

Se recogió el kimono lo mejor que pudo y corrió, un poco más despacio, hasta llegar a la cumbre del montículo que la separaba de su objetivo.

Allí, jadeante y cubierto de barro, había un perro. Y no uno cualquiera: un Inugami.

Tenía casi el mismo tamaño que el edificio principal del palacio de su familia, y eso sólo estando acurrucado. A pesar del barro, pudo distinguir el color blanco inmaculado de su pelaje, la larga sombra de su cola entre sus patas y algo más, no sabía muy bien qué, que se enroscaba sobre su cuerpo desde el cuello hasta más allá de los cuartos traseros. El demonio gemía, adolorido. Debía de haber sido una dura caída.

- ¡Princesa! ¡Aprisa, debemos huir!

Cuando se dio la vuelta, Emiko –su dama de compañía– miraba espantada el enorme bulto frente a ellas. La doncella alzó un brazo en busca de su ama, con el claro propósito de llevársela a rastras de vuelta al palanquín. Lo que significaba que los hombres no tardarían en llegar.

Estaba empapada, tenía frío y su kimono estaba arruinado. El cielo seguía llorando.

Así que… decidió acercarse.

Antes de que Emiko la agarrase, se deslizó con cuidado sobre el césped hasta rodear al enorme demonio y tenerlo de frente. Con la poca agilidad que le brindaba el pesado kimono, sorteó las patas del animal hasta situarse donde suponía que estaba el corazón. Posó sus manos sobre el punto exacto y, tal y como le había enseñado su madre, cerró los ojos y se concentró. Nunca lo había hecho antes, pero esperaba que funcionase.

Lo hizo. Poco a poco, la energía demoníaca del Inugami comenzó a tomar forma en su mente hasta que tuvo conexión directa con su alma. ¡Oh! ¡Qué alma tan triste! Había imaginado que el alma de un demonio sería violenta y retorcida, llena de maldad. Pero esta alma albergaba una desazón… mortal. ¿Estaba acaso muriendo de pena? ¡Qué horror!

Cualquiera que pudiera morir de dolor era un alma tan pura como para merecer ser salvada, decidió. Se concentró de nuevo y esperó que sus palabras mudas llegasen al demonio.

"Voy a salvarte."

Sintió la reacción de aquel, como si lo hubiesen despertado de pronto con un zarandeo. Se concentró cuanto pudo, enviándole una orden al espíritu del demonio. "Encógete". "Encógete". "Encógete".

Repitió el mantra sin descanso, y de forma más apremiante cuando sintió los pasos de los soldados acercarse a ellos. "Encógete". "Encógete". "Encógete". Unos brazos la agarraron por los hombros y comenzó a llorar, creyendo que ya era tarde. Pero se llevó una grata sorpresa cuando, a sus pies, halló el cuerpo inconsciente de un perro blanco anormalmente grande, pero diminuto en comparación con su forma anterior. Aun precavida, echó un vistazo a Emiko, que estaba tan boquiabierta que no había tenido tiempo de delatar lo sucedido. Bien, aún no estaba todo perdido.

- ¡Llevadlo al palanquín! ¡Rápido!

Los hombres la miraron y los unos a los otros, perplejos. Pero luego de insistir un par de veces más, obedecieron. Una vez dentro del carruaje, se quitó la capa más superior de sus ropas y cubrió al Inugami con ella. Ya no parecía un monstruo, sino un pobre perro enfermo y desamparado, aunque su tamaño seguía imponiendo respeto.

Cualquier duda restante de si había hecho lo correcto quedó disipada al echar un último vistazo por el ventanuco.

La lluvia estaba amainando.

ØØØØØØØØØØØØØØØØØØØØ

El olor a carne lo despertó de su siesta al instante.

Izayoi cerró la puerta tras de sí y posó la bandeja de carne picada y ligeramente cocinada delante de sus fauces semiabiertas. Se relamió complacido; aquella humana sabía lo que le gustaba.

- No dejes nada – Le advirtió.

El demonio rio para sus adentros. Cualquiera lo haría. Se trataba de una simple humana dándole una orden, y bien podía matarla por su atrevimiento si así se le antojaba. Pero no lo haría por el hecho de que las palabras de la muchacha, aunque osadas, tenían su razón de ser.

En cuanto Izayoi lo llevó a su palacio, el primer día, no le faltó tiempo para asearlo, envolverlo en mantas y, como no, preparar un buen plato de comida para él. Pero el moribundo cánido se negaba a comer. Creyó que desistiría, que en cuanto su padre oyera lo que había hecho su hija, volverían a dejarlo en el campo. ¡Pero tamaña sorpresa se llevó! Si no fue el propio brazo desnudo de la chiquilla el que sintió colarse entre sus dientes, forzando un puñado de carne triturada en su garganta. «Traga», le había ordenado, y su voz había sonado tan serena y relajada como entonces, cuando ya no se resistía a devorar su tres raciones diarias. Sin embargo, siempre le sacaba una sonrisa el recuerdo de que aquel juego –ser alimentado directamente por ella– duró unos cuantos días.

- ¡Ay!

El rugido que profirió se oyó hasta en la otra punta del palacio. Dejó su plato casi vacío a un lado y se acercó a Izayoi para inspeccionarla de arriba a abajo.

"¡Myôga!", gruñó de nuevo al descubrirlo entre los ropajes de la princesa.

- ¡Lo siento! ¡Lo siento muchísimo, amo! ¡No pude resistirlo! Mmm, que bien sabe… ¡Lo siento en el alma! – Repitió una y otra vez la pulga.

"Demonios…"

- ¿Pero qué…? – Debido a que la ingesta de sangre lo había hinchado un poco, Izayoi fue capaz de coger al intruso entre sus dedos pulgar e índice. Se lo acercó a los ojos sin poder creer lo que veía. – Una… ¿pulga?

- ¡Soy Myôga!

"¡Cállate, estúpido!" – Vociferó perro.

- ¡Oh! Con que Myôga… – Izayoi lo consideró por un momento, dejando a la pulga sobre la palma de su otra mano.

- Así es, señorita. Gusto en conocerla. Y siento mucho haber bebido su sangre sin permiso… ¡No volverá a pasar!

"Más te vale."

- ¿Lo conoces, General? – Dedujo al ver que el perro se alejaba de ellos para terminar su cena.

- ¡Claro que me conoce! Yo, la pulga Myôga, he estado al servicio de mi señor durante siglos. ¡Desde que era un cachorro!

- ¿En serio? – Preguntó ella, emocionada.

"No te des tanta importancia."

- Entonces… Anciano Myôga, – Se inclinó respetuosamente hacia él. – yo realmente querría saber el nombre de vuestro señor. Aquí le llamamos General, porque se ha convertido en mi guardaespaldas personal – Rio. – Pero temo que eso lo disguste.

- ¡Oh, por eso no os preocupéis, princesa! – Saltó él sobre su mano. – Una de las pocas cosas que se le da mal a la familia de mi maestro es poner nombres. Incluso los que le conocemos desde hace tiempo le llamamos "amo" o "señor". "General" se aproxima bastante.

- ¡Ah! Está bien – Concedió, no muy satisfecha. – ¿Y qué os trae por aquí, anciano Myôga?

- ¿Qué más, princesa? Vengo a saber si el maestro volverá pronto a palacio.

- ¿Y qué te ha dicho? – Demandó. De repente, tuvo miedo de perder a su nuevo amigo.

- Por el momento, el amo prefiere recuperar la totalidad de sus fuerzas y no arriesgarse a una recaída. Cuando recobre su forma humana, estará listo para regresar.

- Forma… – Boqueó Izayoi. – ¿… humana?

"¡NO! ¡Bocazas inútil!" – El General Perro estuvo a punto de abalanzarse contra su sirviente.

- ¡Lo siento muchísimo! ¿Os he ofendido? ¡Perdonadme, amo bonito!

- ¡¿Puedes hablar?! – Izayoi ignoró a Myôga y se levantó de un brinco, haciendo que la pulga cayera en algún punto del suelo. – ¡No puede ser! ¿Tienes una forma humana? ¡Muéstramela!

- ¡Princesa! Eso no es posible – Myôga brincó tan alto como pudo, intentando captar su atención. – Es peligroso. ¡Alguien podría descubrirlo! Además, el amo aún está débil. ¡Me sorprende que haya sido capaz de adoptar esta nueva forma!

"Pero no fui yo."

Myôga miró confundido a su señor, pero no obtuvo mayor explicación. La princesa había tomado entre sus manos la cabeza del sabueso, obligándolo a mirarla a los ojos.

- … pues ahora – empezó – será Myôga quien conteste a mis preguntas.

ØØØØØØØØØØØØØØØØØØØØ

Había averiguado muchas cosas.

Su amigo General tenía 342 años (bastante joven, según Myôga. Unos 28 en años humanos). Solía utilizar su título, el de General Perro, pero sus allegados le habían puesto diversos nombres a lo largo de las décadas, y respondía a todos ellos. Myôga habló muy bien de él, diciendo que era un líder querido y respetado, habiendo vencido enemigos muy poderosos.

Su única familia era su hijo y la madre de este, con la que apenas trataba.

A pesar de todo lo que le había revelado, la pulga se negó a pronunciarse sobre la enfermedad de su señor –aunque el gruñido de advertencia que le dirigió el perro parecía tener mucho que ver en eso. Llegó un momento en el que el General echó a Myôga sin atender a razones, y sólo cuando estuvo segura de que el pequeño demonio se encontraba muy lejos, cayó en la cuenta de que era hora de irse a dormir. Emiko entró en la habitación y, como cada noche, la ayudó a quitarse el elegante kimono y sustituirlo por ropas de cama. A penas cuando se hubo quedado a solas, Izayoi fue consciente de que durante más de cuatro meses no había tenido reparos en desvestirse frente a un demonio.

Pero claro, era fácil olvidar que se trataba de un «daiyôkai» cuando aparentaba ser un animal manso e inconsciente.

- He estado desnudándome frente a ti todo este tiempo… Pervertido.

Ahora que sabía que era un hombre consciente, una parte de ella esperaba que le contestara con palabras, mas estaba segura de que no lo haría. En vez de eso, el enorme perro blanco cabeceó y resopló sonoramente, señal de que su comentario no le afectaba en lo más mínimo.

- Eres un desvergonzado, General – Le reprendió. – Lo menos que podrías hacer es disculparte.

Era un pretexto, desde luego, para intentar que el demonio se pronunciase. Pero ni modo.

- ¡Muy bien! No hables. Pero ahora que sé que tienes una conciencia, me aseguraré de que te pese como es debido.

Él le contestó con otro bufido menos fuerte.

- ¡Ah! ¿Crees que no tienes nada que temer porque soy una simple humana? – Adivinó. – ¡Pues te equivocas! Soy más lista de lo que piensas. Para empezar…

Izayoi se acercó a él de un modo que pretendía resultar amenazador y quitó con brusquedad la manta que cubría el lomo del animal.

- Si vas a jugar a ser un perro inocente, entonces te trataré como tal – Entonces, la princesa señaló al exterior con el brazo bien estirado y firme. – A ningún perro se le consiente dormir en el cuarto de su amo.

"¡¿Amo?!"

Enfurecido, el General Perro se irguió sobre sus cuatro patas y enfrentó a la chiquilla. ¿Qué se había creído? ¡Él era el amo, no ella! Pero Izayoi aún no había terminado.

- Oh, ¿no te ha gustado lo que he dicho? ¡Pero es cierto! Eres un perro y yo, un ser humano. En estos momentos, soy superior a ti en todos los aspectos.

"¿Qué?"

Conque «en todos los aspectos», ¿eh? Bien, eso habría que verlo. Fingió echarse atrás ante su declaración, provocando al instante que ella se relajase y bajara la guardia. En un movimiento tan veloz como el viento, la bestia se abalanzó sobre ella, tumbándola sobre su espalda y atrapándola entre sus cuatro patas, situándolas a ambos lados de su cuerpo. Y todo ello sin hacer ni un solo ruido; ¡no por nada era conocido como el guardián de los vientos del Oeste!

Y entonces… ¿qué hacer? Tenía a la princesa cercada entre sus garras. Podría despedazarla rápidamente, de un solo zarpazo, si lo deseaba. Inmediatamente dejaría de estar atado a la voluntad de la joven: no más paseos por los pasillos y jardines del palacio, no más niños molestos tirándole del pelo, no más miradas y comentarios maliciosos sobre su procedencia…

No más mimos ni atenciones desinteresadas. No más tiempo libre para aspirar el fluido transcurrir de los días y jugar con los niños, sin obligaciones ni nadie que le arrebatase su paz.

No más Izayoi.

Haciendo a un lado sus ensoñaciones, miró a la muchacha bajo él. La mirada de Izayoi era clara, transparente. No tenía miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? No sabía cómo, pero aquella pequeña humana había logrado tocar su alma. Había visto cosas, oído cosas, pensamientos que jamás compartió ni compartiría con nadie. Sin permiso, aquella débil criatura había escavado en lo más hondo de su ser y había encontrado aquello que con tanto empeño había intentado conciliar. Aquello que casi lo había matado en dos ocasiones.

Las patas empezaban a dolerle. La agresividad había quedado opacada por el peso de sus cavilaciones, y la mujer lo notó. Sin vacilar, extendió la diestra hasta posarla en su mandíbula, y la dejó allí durante el tiempo que el demonio resolvió no moverse. Finalmente, pata por pata, se retiró y le ofreció su cabeza como apoyo para que ella volviera a quedar en pie. Sin embargo, Izayoi prefirió sentarse sobre sus rodillas y rodear su peludo cuello con los brazos, mirándolo a los ojos tal y como había hecho anteriormente.

- No te preocupes – Le acarició el pelaje con ternura. – Yo cuidaré de ti. Ya te lo dije: mereces vivir.

Ah, así era. Se lo había dicho el primer día, después de llegar al palacio y recostarlo en un futón de su dormitorio. «Mereces vivir». Aquella jovencita había tocado su alma y había visto la desazón que lo estaba carcomiendo poco a poco. Había visto su miedo a ser diferente, la pena resultante de reprimir sus deseos, el dolor… de defender sus ideales pagando un gran precio. Había llegado a creer que un ser como él, reacio a la idea de matar sin motivo, por crueldad o delirios de grandeza, era un error y no merecía estar en el lugar que le correspondía de nacimiento. ¿Qué clase de sucesor sería un cachorro que no tenía interés en liderar ejércitos ni exterminar enemigos?

La respuesta de Izayoi fue clara: un líder sabio. Por primera vez en mucho tiempo, creyó de verdad que había tomado la decisión correcta al enfrentarse a su propio padre y vencerlo en combate. Siempre se había dicho a sí mismo que de no haberlo hecho, aun siendo el heredero por sangre, nadie le habría mostrado el respeto ni la lealtad que atañía su cargo. Izayoi había usado otra palabra para expresar su opinión al respecto: valiente.

Como todas las noches desde que se habían tomado confianza, alrededor de la temporada de más nieve, el General se tumbó junto a la princesa y esta los cubrió a ambos con el cobertor del futón, acurrucándose entre la basta pelambrera del animal. Ella se durmió en seguida.

Tenía sus suaves y delicadas manos apoyadas contra su costado, por lo que, en cuanto cerró los ojos, empezó a sentir cómo el extraño poder de Izayoi se colaba a través de su piel en dirección a su corazón. Nunca llegaba a establecerse entre ellos una conexión completa, quizás porque su instinto demoníaco le obligaba a resistirse a la invasión. Pero en esa ocasión sintió una calma nueva y total que lo sumió en un sueño profundo y reparador.

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"¿Dónde… estoy?"

Izayoi flotaba en la nada. Estaba rodeada de oscuridad, y aunque sabía que era un sueño y que en realidad se encontraba resguardada en la mata de pelo de General, tenía frío.

Empezaba a pensar que aquello era el inframundo cuando, de repente, una luz brilló en mitad de la nada hasta hacerse más grande que ella; era como mirar por una mirilla gigante. Después, la luz avanzó hacia delante, hacia ella, pero rodeándola, creando la sensación de que la estaba engullendo y, a la vez, permanecía fuera de la imagen. La escena se desarrollaba en una especie de patio enlosado. Muchos demonios, armados y uniformados, posaban en un semicírculo y mirando al frente como estatuas. En un lado del área circundada había un demonio: tenía el pelo plateado y era muy alto, jamás había visto hombre tan alto en su vida. Tenía unas extrañas marcas en su cerúleo rostro, como si fueran cicatrices causadas por un objeto bañado en veneno, y su armadura era la más elegante y elaborada de todas. El líder, sin duda.

En el centro del círculo había dos niños.

Tenían un tamaño normal, a pesar de que claramente también eran demonios. Vestían unas armaduras muy simples, tan solo unas planchas que cubrían ciertas partes de sus cuerpos. Ambos eran morenos de piel, pero uno tenía el pelo del color del fuego y las ropas rojas y doradas, mientras que el otro se parecía mucho al demonio adulto, y llevaba ropas azules y blancas.

Esos tres personajes eran los únicos que tenían forma humanoide.

Al parecer había llegado justo en una pausa entre ataques. En cuanto el cuadro se puso en movimiento, el niño rojo atacó al azul, apuntándole con una pequeña lanza. Su contrincante parecía haber predicho aquello, pues lo esquivó sin problemas y contraatacó con una patada en el costado de su rival justo cuando este arremetía, lo que lo mandó de un salto hacia donde Izayoi se encontraba observando. El niño de azul y cabellos blancos inmaculados se acercó con paso lento e indiferente. Entonces, pudo apreciarlo mejor.

Realmente se parecía mucho al demonio adulto. ¿Serían familia? Su cabello caía suelto y lacio hasta la cintura. Tenía las mismas marcas en las mejillas que el otro, pero su tono de piel era mucho más cálido, aunque menos que el del otro niño. Se fijó en sus ojos: eran dorados, con las pupilas contraídas en dos gruesas líneas verticales que se estrechaban cuando la luz del ambiente aumentaba. Pero, además, aquellos ojos transmitían una tristeza que le resultaba familiar.

"¿General?"

¿Podía ser? ¿Aquel hermoso niño era su General? La dicha de su descubrimiento fue oscurecida por el siguiente movimiento del joven demonio. Este alzó la mano, curvando las garras amenazadoramente y apuntando al otro «yôkai» a sus pies. Que, por cierto, advirtió entonces lo aterrado que estaba. Temblaba tanto que ni alcanzaba a retroceder, presa del pánico y la certeza de que su vida acabaría pronto. El horror cruzó el semblante de Izayoi cuando llegó a la misma conclusión que el niño pelirrojo.

El labio inferior del General se contrajo un instante antes de precipitar las garras hacia su víctima.

… pero el golpe nunca llegó.

La mano del muchacho quedó suspendida en el aire, ni siquiera se había acercado a rozar a su rival.

Algo resonó en la cabeza de Izayoi. Algo que sabía nadie más podía oír, o que ignoraban. Un corazón, errático, pulsaba en su cerebro produciéndole malestar. ¿Era ese el corazón del General? Acto seguido de resolver que así era, escuchó otra cosa: un jadeo. No, era más bien una respiración trabajosa y forzada. Tan sutil era que casi no llegó a percibir que procedía del mismo niño, pues lo disimulaba de manera impecable.

Una voz grave y gutural que la hizo estremecerse de pavor habló entonces.

«Acábalo».

Ya no le cabía ninguna duda, aquel sujeto de pelo plateado era el padre del muchacho que llevaba las de ganar. El hijo, no obstante, no emitió respuesta.

El demonio se impacientaba. Y los síntomas del joven se agravaban. El perdedor del combate parecía haber olvidado su fatal destino y se veía sinceramente preocupado.

«¿Bocchama٭?»

El niño parecía sentirse peor a cada segundo que pasaba, y al sentir en sus carnes todos aquellos cambios, Izayoi también empezaba a sentirse desfallecer. Llegó a ver como el pequeño General se dejaba caer hacia un lado, en una clara señal de que estaba a punto de desmayarse, igual que ella. Pero antes de tocar el suelo, la vista se le nubló y cayó presa de la inconsciencia.


*Bocchama: es la forma semi-respetuosa de dirigirse al hijo del señor de la casa/palacio. Más o menos se traduce como "joven amo".

¡Esto aún no se ha acabado! Pero me moría de ganas de subirlo. No planeo que sean más de cinco capítulos, así que aguanten un poquito y ya verán que lo acabaré pronto.

Bye-s!