Quería vivir pero no quería hacerlo sin ella. Sabía que me costaría años y muchos fondos de muchas botellas olvidar la huella que Carmen había grabado en mí. Parece que aún la pueda ver, con su vestido de lentejuelas y vuelo, su cabello al aire fresco y su sonrisa brillante como la bola de la discoteca de Fiebre de sábado noche.

Aún me encontraba total y absolutamente disperso, buscando inútilmente entre todas las cabezas la suya.

En realidad sabía que, de estar ella allí, yo lo hubiera sabido hacía mucho, mucho tiempo. Casi, incluso, antes de que hubiera entrado.