Prefacio
Un Espejismo
La decepción es el único fruto posible si uno confía demasiado en los demás. Lo sabía, siempre lo había sabido. Pero su instinto le conducía siempre de narices a quebrantar ese mandamiento. ¿Por qué? Pocos fundamentos sería capaz de dar. Si conociera su ser en profundidad hubiese sido más prudente en la vida y menos descarriado.
Allí estaba ella, siempre bella, omnipotente. Con la mirada vacía y sus preciosos labios en botón, en expresión ilegible, como siempre. Era tan hábil en su quehacer como un prestidigitador cuidadoso. Y como tal engañaba los sentidos, contrariaba los pensamientos, confundía las emociones y doblegaba el juicio, al punto de hacer de los otros inevitablemente esclavos de falsos conceptos.
Allí estaba ella, y le miraba. Con ojillos trémulos en destellos verdes y su piel tan pálida; hermosa. Casi como un fantasma, o como un ángel. Alguien etéreo y fugaz, casi intangible. Uno podía escoger. Porque en realidad ella nunca develaba nada. Era increíble el alcance e inexplicables sus métodos. Pero había aprendido a impedir perfectamente ser encajada en ésta, la otra, o aquélla descripción. Era ella, y no era nada. Era ella y no era nadie.
De modo que uno podía atribuirle la belleza idílica de las diosas o la superficialidad de algunas mujeres de carne y hueso. Uno podía creerse que se trataba de una artista, una profesional de los negocios o una estadista. Natasha era todo y a la vez nada, era lo que ella decidiera ser para uno. En vez de Viuda Negra, bien podrían haberle llamado Sirena. Porque daba igual el tiempo, el modo y el lugar; ella era capaz de convencerle a uno de lo que ella quisiera. Palabra exhalada por su preciosa boca era verdad irrevocable en la conciencia de quienes escucharan. Era tal su poder inexplicable, tal su influencia irresistible, que lograba evitar que quienes le escucharan razonaran libremente o desconfiaran de su persona, por más ariscos que fuesen internamente.
Todos cayeron. Todos cayeron, de a uno. No había nacido ser capaz de sustraerse a sus designios. Fuese hombre o mujer, joven o viejo, inteligente o pelmazo; nadie había logrado escapar. Ni siquiera sus amigos.
Ella era capaz de presentarse con dulzura indecible, mirada sugestiva y actitud reconfortante para el alma. Como un bálsamo divino, tan así que uno creyese estar viviendo una epifanía. Tan cercana y comprensiva; tan leal y solícita. Los menos cautos pudieron llamarla céfiro de los cielos, alma piadosa o apoyo emocional. Columna y sostén; incluso amiga.
Y Tony también.
De haber sido más sabio, no hubiese padecido lo padecido. Eso estaba claro. Anthony Edward Stark no era un hombre aplomado. De entre sus múltiples defectos y sus irregulares virtudes quizá destacasen, valiosas, la fuerza de voluntad y la pasión. Tal vez también su depresión, sin la cual no hubiese sido capaz de reflexionar y enmendar sus actos. Como fuere, Tony Stark era irreverente y testarudo, pero carente de un afecto constante, que buscaba incansable con ardor indecible.
Cada pareja sentimental, cada amistad suya. Todos eran probados en extremo por su exigente corazón, a veces feroz, a veces indulgente. Era parcial, no podía controlarlo. La lealtad era la primera demanda y la más sagrada. A veces rozaba los extremos, comportándose con ellos como si fuesen objetos suyos, tesoros de su propiedad; se creía con el derecho a controlar cada emoción, cada manera de pensar de los demás, y darse cuenta de su error era fruto a menudo de alguna hecatombe. Daba por sentado que siempre tendría el dominio de la situación; descubrir que los otros poseían ideas propias (a veces diferentes a las suyas) y obraban en consecuencia, solía resultarle en sumo irritante y doloroso. Inconscientemente o no, requería ser capaz de fiarse de cada compañero enteramente y sin reservas – aspecto que englobaba los términos más lejanos, motivo por el cual poca gente resistía la prueba.
Tony creía estar comprometido con sus ideas a un nivel insospechado. Como un fiel devoto con su dogma, como un sacerdote con su fe. Y demandaba a sus amistades cercanas el mismo nivel de compromiso para con él, ser uno en todo, poder confiar sin temer. Como lo haces con tus máquinas, se había quejado Pepper más de una vez; frase que siempre conseguía herirle porque quizá en el fondo dudara que fuese verdad. Tony solía confundir influenciar con programar, pero las personas no son programables,… al menos no del todo. Ese era un detalle que a él solía escapársele,… y por el que quizá se fiase siempre más de Jarvis. Rhodey, Pepper, Thor, todos tenían libre albedrío en realidad; ¡incluso Jarvis, ahora! Ya no lo podía controlar, como no había controlado nunca a sus amigos,… como no había logrado controlar el abandono de Pepper.
Tony era el hombre de hierro que se derrite al calor. El hombre amoral y libertino que pugnaba por ser mejor persona. Un alma torturada por recuerdos, ausencias y castigos, que no podía solo con todo el bagaje de pesadillas que cargaba sobre sus hombros. Su mente febril y su espíritu inquieto requerían sustento y contención para no acabar destruyéndose a sí mismo o a otros. Por eso, aunque aparentase frialdad se desangraba en lágrimas en lo oculto. Por eso, aunque deseara infundir control sobre la situación, estando a solas le atormentaban el estrés y los nervios. Por eso, aunque pudiese volar, necesitaba a alguien que le mantuviese los pies en el suelo. No podía controlar cómo pensaban las personas, no podía controlar el curso de las cosas; no lograba siquiera controlarse a sí mismo.
Apenas le era posible respirar. Ojalá hubiese tenido el temperamento de Visión, su mansedumbre y aplomo. Pero su sangre corría desbocada por cada milímetro de su cuerpo y, enardecida, como un torrente ardiente de lava, no llevaba sino caos desde su mente hasta la punta de sus pies.
Su mejor amigo estaba allí, a punto de ser un lisiado de forma permanente. Su amigo estaba allí, y soportaba las consecuencias de su lealtad con estoica serenidad. Como un guerrero con temple de fuego, como el mejor de los soldados. Y en ese respeto callado, en el mutismo de la pequeña sala para familiares, Tony daba vueltas en redondo recorriéndose las sienes y los labios con los dedos. Recuerdo involuntario de su madre, que así le calmaba de niño sus sollozos; recuerdo borroso de un pasado perdido, lejano y confuso, al cual jamás volvería a acceder, cruelmente.
Y hasta allí llegó ella. Se detuvo bajo el dintel de la puerta, como dudando en perturbar su suplicio. Hasta allí llegó ella, y se miraron.
El tiempo se detuvo abrupto, como si los dioses hubiesen robado su aliento. Un suspenso gélido le trilló el alma al verle allí, tan descarada; y en ese instante tan veloz como eterno, Anthony calcinó a Natasha con la intensidad de su mirada. ¿Cómo fuiste capaz, cómo has podido?
Creí en ti. En ti había confiado. No… no puedo entenderlo. O quizá sí. Estúpido ingenuo.
Entonces ella dudó. Unos segundos, apenas, casi imperceptible fue su incertidumbre; se develó ligeramente en el modo en que contuvo la respiración. Tony derramó su mirada desahuciada a lo largo del pasillo. Todo en lo que había creído se desmoronaba sin remedio. A ella tampoco había logrado controlarla. ¿Acaso había abrigado la esperanza? Qué ingenuidad creer que esta vez sería distinto. ¡Qué torpeza de su parte, debería haberse prevenido! Y máxime en lo tocante a ella, tan hermosa, tan astuta, tan siniestra.
Un conjuro. Un hechizo. Una mentira. Un espejismo.
Ella era eso.
Era eso, y nada.
