101 días
Por M. Mayor
Me preguntas si mi amor crecerá.
No lo sé, no lo sé.
No te alejes y quizá lo veas.
No lo sé, no lo sé…
Something, The Beatles.
1
El curioso incidente
La alarma sonó a las siete de la mañana. Don't Bring Me Down se escuchaba a todo volumen. Debajo del lío de sábanas emergió la mano de Robin, tentando a ciegas donde el celular sonaba escandalosamente sobre la mesita de noche. Presionó con un dedo el botón de encendido y todo volvió a ser silencio otra vez. Sin embargo, no bien cerró los ojos cuando una sensación de cosquillas en los pies lo hizo sobresaltar. Pongo, su dálmata de dos años, jalaba las sábanas con el hocico y lamía las plantas de sus pies para convencerlo de que era hora de levantarse.
—¡Ya sé, ya sé! —dijo Robin con la voz áspera—. Buenos días, amigo.
El perro se acercó a su dueño con la lengua de fuera, mientras éste le acariciaba la cabeza con un poco de descuido adormilado. El sol comenzaba a colarse en la habitación. Robin se levantó con pesadez, fue directo a la cocina para poner la cafetera en marcha. Pongo lo seguía todo el tiempo, era la hora para salir del departamento y hacer sus necesidades. Robin se demoraba demasiado con el café. El dálmata ladró con insistencia.
—De acuerdo, de acuerdo… —dijo Robin despejándose la cara—. Ve por la correa.
Pongo corrio hacia el perchero donde colgaba su correa, la cogió con el hocico y la llevó hasta Robin. Éste tomó una sudadera y los zapatos deportivos.
—Tiene que ser rápido, Pongo, debemos ir por Roland a la estación.
El dálmata movió la cola vigorosamente y ambos salieron del departamento con prisa.
-x-
La primavera en Boston es cálida cuando abril comienza. Los árboles de cerezo ofrecen un espectáculo natural sobre las calles de Brookline. La gente deja de usar los pesados abrigos de invierno para pasearse con suéteres ligeros.
Era sábado, el único día en el que Regina no tenía que levantarse temprano para salir corriendo a la oficina. Por lo que le despreocupaba la hora y dormía a pierna suelta entre sus cálidas sábanas.
—Mamá… mamá…
La voz de Henry era insistente. Regina no quería abrir los ojos, se movía un poco entre las almohadas y gruñía cosas incomprensibles.
—Mamá…
—Regresa a la cama, Henry… es sábado —decía Regina aún con los ojos cerrados.
—Pero hoy es mi cita, ¿lo olvidaste?
Regina abrio los ojos de repente. Por supuesto que lo había olvidado. Sin embargo, Henry no. Él estaba frente a ella, vestido apropiadamente, ya listo para salir; a su lado, sentada sobre sus patas traseras, estaba Perdita, su perra dálmata.
—¡Dios mío! —exclamó Regina casi sin aliento—. ¿Qué hora es?
—Casi las ocho —respondió Henry, mirando las manecillas del reloj de su muñeca que son los brazos de Mickey.
—Oh, Dios… debo ducharme —dijo Regina saliendo de la cama apresuradamente—. Lo siento tanto, Henry… yo…
—Te quedaste dormida, sí —asintió Henry con parsimonia— Muy dormida. Pero aún tenemos tiempo.
—Sí, sí… —Regina echó una última mirada de culpa a su hijo y luego entró en el cuarto de baño apresuradamente.
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Después de sacar a Pongo, regresar a casa y de tomar una ducha rápida, Robin salió del departamento de nuevo, caminó algunas cuadras con el perro a su lado sujetado a la correa. No era algo que le gustara mucho al dálmata, pues disfrutaba más de la libertad para andar por allí, pero Robin ya tenía experiencia, sabía que la energía de su dálmata era desbordada y de pronto le daba por salir corriendo tras el mundo y él debía seguirlo con los pulmones en la garganta. Por eso era mejor así, con la correa segura.
Llegaron a las nueve en punto a la estación. Robin revisó el reloj, sabía que el tren era muy puntual. Pongo esperaba pacientemente a su lado, mirando de vez en cuando a las personas que iban y venían de los andenes.
Robin iba a la estación del metro algunos sábados por la mañana, donde esperaba a Roland, su hijo de cuatro años. Por supuesto que éste nunca viajaba solo, siempre lo llevaba Marian, su madre y ex de Robin desde hacía algunos años, quizá desde que Roland nació. A Robin le tenía sin cuidado ver a Marian cada fin de semana. Después de todo, no llevaba una relación mala con la madre de su hijo, tampoco era especialmente estrecha como cuando aún estaban juntos, pero finalmente compartían un maravilloso niño que necesitaba que sus padres se relacionaran lo mejor posible.
Uno de los trenes se detuvo en la estación del metro. De pronto, Pongo levantó las orejas con atención, agitó la cola vigorosamente y soltó un ladrido alerta: Roland se dirigió a ellos caminando de la mano de su madre. En cuanto Pongo lo reconoció tiró de la correa y se echó a correr tras el encuentro con el pequeño.
—¡Pongo! —exclamó Roland corriendo para abrazar al dálmata.
Marian sonreía a lo lejos y se acercó a Robin.
—Hola, Robin —saludó ella sosteniendo la pequeña mochila verde de Roland.
—Hola, Marian, ¿cómo estás? —respondió Robin esbozando una sonrisa—. ¡Oye, muchacho! ¿Para tu padre no hay un abrazo?
Roland dio un salto y enseguida se encontró en los brazos de Robin. Éste dio un fuerte apretón a su hijo y un beso en la mejilla.
—¿Cómo te va, mi pequeño? —preguntó Robin revolviendo los sedosos y ondulados cabellos de Roland.
—Bien, papi —respondió Roland contento de reunirse con su padre.
—¿Tienes hambre? —preguntó Robin tomando nuevamente la correa de Pongo.
—¡Sí!
—Nos vemos mañana, estaré aquí a las cuatro —dijo Marian como cada sábado. Robin hubiese deseado no tener que escuchar eso todo el tiempo, pero sabía que no había otra forma, intentaron hacer aquello de la mejor manera posible.
—Cuídate, Marian —dijo Robin con una sonrisa resignada.
Ella asintió y le entregó la mochila con las cosas de Roland.
—Adiós, cariño —se despidió Marian de Roland con un beso—. Pórtate bien.
Pongo soltó un ladrido en cuanto vio a Marian dar la vuelta.
—¡Tú también, Pongo! —exclamó ella con una sonrisa.
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Las mañanas no eran su fuerte, pero el cappuccino siempre conseguía sacar lo mejor de sí misma. Regina estaba sentada en una de las bancas del parque con un libro sobre su regazo y el vaso de Starbucks a la mitad. Miraba el reloj de vez en cuando: sólo habían pasado veinte minutos. Debía tener paciencia. A su lado estaba echada Perdita. Parecía que ella se lo tomaba con más calma que su dueña. Ésta soltó un suspiro e intentó regresar a la lectura de su libro. Unos minutos después, cuando había leído la misma oración diez veces sin entender nada, Regina cerró el libro y se concentró en ver a las personas del parque.
Perdita se acercó a Regina, colocando su cabeza sobre su regazo. Si algo amaba Regina de su perra es su increíble sensibilidad.
—¿Crees que ha sido una buena idea? —preguntó Regina acariciando las orejas de la dálmata.
Perdita miró a Regina con esos grandes ojos negros y le lanzó una mirada serena. Parecía que ella sí estaba segura de que todo estaría bien. Regina volvió a suspirar. Tomó su bolso y revolvió algunas cosas hasta sacar una libreta y un lápiz. Comenzó a dibujar un poco, esperando que las horas pasaran rápido.
Regina dejó de morderse la uña sólo hasta que vio la preciosa carita de su hijo saliendo de la puerta del consultorio. Detrás de él, el Doctor Hopper sonreía.
—Buenos días, señora Mills —saludó el psicólogo.
—Buenos días, doctor Hopper.
—Mamá, ¿estuviste aquí todo el tiempo? —preguntó Henry con suspicacia.
—Oh, no… estuvimos en el parque, ¿verdad, Perdi? —preguntó Regina mirando a la dálmata con complicidad, pues la verdad es que Regina no soportó mucho más de media hora allí y luego tuvo que regresar al edificio donde se encontraba Henry en consulta con su psicólogo—. ¿Qué tal?, ¿cómo estuvo?
—Bien —sonrio Henry encogiéndose de hombros.
—Señora Mills, ¿tiene un minuto? —preguntó el doctor Hopper con sutileza.
—Sí, claro. Henry, ¿por qué no me esperas aquí con Perdi?
Henry tomó la correa de Perdita y le acarició las orejas. Regina entró en el consultorio del doctor Hopper. En ese momento tenía la cabeza llena de pensamientos aprehensivos. Estaba segura de que el psicólogo le dirá que había dañado a su hijo, que era una pésima madre, etc.
—¿Sucede algo malo, doctor Hopper? —preguntó Regina sentándose en el mullido sofá escarlata, entre todos los cojines.
—En lo absoluto, señora Mills —respondió el doctor Hopper para alivio de Regina—. Sólo necesito intercambiar algo de información antes de continuar las sesiones con Henry. Es un estupendo niño.
Regina casi dejó salir un suspiro. Por supuesto que Henry era un niño maravilloso, el mejor niño del mundo. Y quería creer que ella había tenido algo que ver con todo eso.
—Henry es un chico muy listo —seguía diciendo el doctor Hopper—. En realidad, como hoy ha sido nuestra primera sesión, hemos hablado muy poco respecto a las pesadillas y la hora de dormir. Pero no ha mostrado mayor preocupación por ello. En realidad, parece ser que la única preocupación de Henry por ahora es… usted.
—¿Yo? —respondió Regina con la misma pregunta. ¿Escuchaba bien?, ¿ella?, ¿por qué Henry se preocupaba por ella?
—Así es —el doctor Hopper afirmó—. Henry cree que usted está demasiado involucrada en su trabajo y que no tiene tiempo para sí misma.
—¿Un niño de diez años es capaz de saber eso? —preguntó Regina con confusión.
—Al parecer Henry sí —respondió el doctor Hopper con una sonrisa—. Lo cual es natural. Henry está creciendo y creo que como todo niño piensa en el futuro y en lo que sucederá con él, lo cual lo lleva a pensar también qué sucederá con usted.
Regina pensó que tal vez debió hacer caso a la opinión de su madre sobre los psicólogos y su confiabilidad. ¿En verdad Henry pensaba todo aquello? Sólo tenía diez. Él era todavía su bebé, su pequeño niño que lloraba por las noches, por eso estaban allí en primer lugar.
—¿Él cree que… voy a morir o algo? —preguntó Regina con el ceño fruncido.
—Oh, no, no… es muy distinto —respondió el doctor Hopper apresurado—. En realidad a Henry le gustaría que usted no estuviera… sola.
Enseguida Regina entendió a dónde iba todo eso. Por supuesto que Henry lo había dicho algunas veces veladamente, quizá, pero lo había dicho: ella debe conseguirse un novio. Regina se burló y miró al doctor Hopper con un poco de resignación.
—Con que es eso… bueno, no sé si yo tenga la solución a ese problema, doctor —dijo Regina todavía divertida levantándose del sofá y tomando su bolso.
—Lo sé, señora Mills. Sólo quería que supiera que Henry estará bien. Puede sentirse tranquila.
—Gracias, doctor Hopper —Regina estrechó la mano del psicólogo y salió del consultorio.
—Nos vemos en dos semanas, Henry —dijo el doctor Hopper en la puerta.
—Adiós, Archie —sonrio Henry y se dirigió con su madre y Perdita hacia la salida.
Afuera ya hacía un espléndido día. Regina miró a su hijo con una sonrisa y le revolvió el cabello cariñosamente.
—¿Y bien?, ¿almuerzo? —preguntó ella tomando la correa de Perdita.
Henry asintió y caminaron en dirección al parque.
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Roland apenas si podía sostener la gran dona de chocolate glaseado que tenía entre sus manos. Robin propuso partirla a la mitad, pero el pequeño se negó. Así que mientras Roland intentaba dar mordidas más grandes, Robin tomaba un café y comía una baguette de jamón. Tomaban el desayuno, que ya era casi almuerzo, en la terraza de la cafetería donde Pongo estaba echado pacientemente debajo de la mesa.
—¿Está buena? —preguntó Robin a Roland tomando de su propia taza de café.
—¡Muy buena! —dijo Roland con la cara y los dedos manchados de chocolate—. Mami no me deja comer chocolate todo el tiempo. Dice que arruinará mis dientes.
—Creo que tiene razón —respondió Robin y luego encogió los hombros—. Pero no tiene por qué enterarse, ¿no crees?
Roland sonrio y asintió.
—Eres divertido, papi.
Robin esbozó una sonrisa. Cuánto extrañaba a su muchacho, lo extrañaba todo el tiempo. A veces pensaba que por él, sólo por él, hubiese estado dispuesto a seguir con Marian. Pudo haber sido capaz de soportar una mala relación con tal de estar con su hijo cada segundo del día. Sin embargo, aquello fue imposible. El divorcio fue una buena idea y se obligaba a recordar las razones.
—Tú también, hijo mío —dijo Robin con una caricia en la cabeza de Roland.
Pongo soltó un suspiro, tenía la cabeza apoyada sobre sus patas delanteras. Pero de pronto algo llamó su atención. Por suerte, Robin no sujetó la correa a la silla como solía hacerlo siempre, pues el perro salió corriendo saltando los barrotes que rodeaban la terraza del café y cruzó la calle peligrosamente.
—¡Pongo! —gritaron Robin y Roland al unísono.
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El día era verdaderamente encantador. Madre e hijo conversaban sobre el lugar al que irían a tomar el almuerzo, caminaban próximos a una fuente, cuando de pronto Perdita tiró de su correa y se puso alerta, olfateando algo.
—¿Qué pasa, Perdi? —preguntó Regina extrañada.
—Tal vez ha visto una ardilla —dijo Henry mirando alrededor.
Perdita soltó un ladrido y movió la cola vigorosamente. Regina apenas si tuvo tiempo para alzar la vista cuando otro dálmata se aproximó como bólido hacia ellos. Perdita se soltó de la correa, Regina intentó tomarla de nuevo y en lugar de detenerla salió disparada hacia delante, balanceándose peligrosamente sobre el filo de la fuente.
—¡Mamá! —exclamó Henry.
Por fortuna, antes de que Regina se sumergiera en las aguas turbulentas y dudosas de la fuente, una mano la tomó por el brazo y detuvo su caída.
—Te tengo.
Regina estaba segura de que soltó un grito horrible, como el de una vieja bruja. El hombre que la sostenía estaba sonriendo. Ella se incorporó, intentando aparentar naturalidad.
—¿Estás bien? —preguntó el hombre con curiosidad y un perfecto acento inglés.
—Sí, sí… gracias —respondió Regina, acicalándose la ropa.
—¡Otro Pongo! —exclamó un niño pequeño de rizos alborotados, señalando con el dedo.
Los dálmatas estaban olfateándose uno al otro. Ambos movían las colas con emoción.
—En realidad es ella, es una hembra —respondió Henry al otro niño, acercándose a los dálmatas.
Los dos niños sonrieron, uno al lado de su propia mascota. Regina miró al hombre que acababa de salvarla de una buena ducha gratis.
—Así que éste es tu perro, ¿eh? —dijo ella con un ligero tono de desaprobación.
—Oh, sí. Se llama Pongo —respondió Robin sonriente—. Está un poco loco. Lamento que te haya asustado. Soy Robin.
Robin extendió la mano y Regina la estrechó con una mirada escéptica.
—¿Pongo? —replicó Regina con una risa—. ¿Bromeas?
—No, ese es su nombre —rio Robin también—. Roland creyó que era el mejor para un dálmata.
—Eso me suena familiar —siguió Regina mirando a Henry—. La nuestra se llama Perdita. Ya sabrás por qué.
—No puede ser —sonrio Robin divertido.
Regina también lo hizo. Sonrio. Parecía que no estaba tan enojada con ese desconocido que tenía un perro loco que casi la arrojaba a una fuente.
—Hola, yo soy Roland —dijo el pequeño niño aproximándose a Regina.
—Oh… Hola, Roland, ¿qué tal? Yo soy Regina, por cierto —dijo ella, mirando de soslayo a Robin.
—Hola, Regina —asintió Robin sin dejar de sonreír.
—Henry —se presentó el propio Henry estrechando la mano de Robin y de Roland.
—Parece ser que nuestros perros se han encontrado, ¿no crees? —preguntó Robin a Regina, mientras ambos dálmatas se rozaban con el hocico juguetonamente.
—Eso parece —dijo Regina divertida.
Robin no pudo evitar darse cuenta de que era una mujer muy atractiva. Sus almendrados ojos marrones llamaron su atención de inmediato. Regina llevaba el cabello corto, por debajo de las orejas, suelto de una forma descuidada pero natural, y encima de la cabeza las gafas de sol. Vestía una blusa blanca sin mangas, ajustados jeans de mezclilla oscura y unos flats azules. Por un momento, Robin deseó haberse puesto algo mejor que la sudadera deportiva y los jeans más desgastados que tenía.
Regina intentó no ver demasiado al hombre con acento inglés. Esperaba el momento en el que la esposa apareciera por allí, quizá enojada por el aparente y curioso incidente. Sin embargo, nadie más se aproximó. Otras personas caminaban por el parque completamente desatendidas de ellos.
—Mamá, tengo hambre —dijo Henry acercándose a Regina.
—Cierto… bueno, un placer Robin, Roland y Pongo… pero debemos irnos —dijo Regina con prisa, tomando a Perdita por la correa.
—Papá, Pongo no quiere despedirse de Perdita —dijo la dulce voz de Roland.
Robin miró hacia donde los dálmatas seguían jugueteando con sus hocicos.
—Regina, ¿qué te parece si invito a Henry y a ti el almuerzo? Nuestro perro te causó un gran susto, es lo menos que podemos hacer —dijo Robin con una sonrisa nerviosa.
—Oh, no, no es necesario —respondió Regina—. No tiene importancia, fue un accidente. Pasa todo el tiempo, ¿no?
—Pongo está enamorado, papi —dijo Roland de nuevo.
Robin y Regina soltaron una risa.
—Eso parece, hijo mío —Robin miró a Regina y a Henry de soslayo—. Entonces, ¿qué dicen?
Regina lo dudó durante unos segundos. Era una locura siquiera pensar en ir a algún sitio con un desconocido del que sólo sabía el nombre. Sin embargo, fue la presencia de Roland la que la hizo sentirse un poco más confiada. Era sólo un almuerzo. Además, Henry se veía hambriento y solía ponerse de muy malhumor.
—¿Qué dices, cariño? —Regina lo consultó con su hijo, con un gesto dubitativo.
—Estoy hambriento —respondió Henry con una sonrisa de oreja a oreja.
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Lo que hubiese pensado su madre si en ese momento la hubiese visto tomando el almuerzo con un completo desconocido, su hijo y su perro en el parque. Sin embargo, Regina no creyó que fuese algo malo. Robin compró hot dogs para todos en un carrito ambulante que, según su opinión, era grandioso. El espacio era lo suficientemente público como para que aquello pareciera una situación informal.
Comieron en una de las bancas del parque. Robin explicó que habían estado tomando el almuerzo en una cafetería muy cerca de ahí hacía unos minutos, antes de que Pongo saliera corriendo hacia el parque, olfateara como loco y luego saltara hacia donde Regina estaba con Perdita. Menos mal que Robin había pagado antes, de lo contrario hubiese sido una escena aún más extraña y risible verlo corriendo dos cuadras tras Pongo, con Roland en los brazos y al mesero detrás de ellos.
Regina reía. Henry y Roland también soltaron unas risitas mientras intercambian miradas divertidas. Pongo y Perdita descansaban sobre sus patas bajo la sombra de un árbol.
—Y bien, ¿suelen venir aquí con frecuencia? —preguntó Robin mientras abría el sobrecito de salsa de tomate.
—En realidad no —respondió Regina, aunque un poco insegura de dar demasiada información.
—Mi psicólogo está justo en esa esquina —intervino Henry señalando con el índice manchado de mostaza.
Regina tragó saliva, debía enseñarle a ser menos amistoso, pensó.
—Oh, vaya —respondió Robin un poco sorprendido—. Nosotros vivimos muy cerca de aquí.
—Yo vivo con mami cuando voy a la escuela y con papi cuando no hay escuela —dijo Roland entusiasmado por dar acertada y valiosa información.
Regina levantó las cejas sorprendida: bien, él era divorciado. Luego lo pensó mejor: ¿a ella qué le interesaba aquello?
—Así es, justo como él lo ha dicho —dijo Robin con una sonrisa—. Así son nuestros sábados.
—Suena interesante, ¿eh, Roland? —Regina sonrio al pequeño.
—Papá toca la guitarra los sábados también —siguió Roland con un gesto orgulloso.
—¿Ah, sí? —preguntó Regina esta vez al propio Robin.
—Soy músico —dijo Robin con una sonrisa muy parecida a la de Roland—. Mi banda y yo tocamos algunos sábados en un local no muy lejos de aquí.
—¡Yo quiero ser tompetrista! —intervino nuevamente Roland.
—Trompetista, hijo —corrigió Robin enternecido.
—Sí, eso.
Regina y Henry sonrieron.
—¿Cuántos años tiene Pongo? —preguntó Henry de pronto.
—Dos años —respondió Robin—. Pero a veces actúa como un cachorro, si quieres mi opinión. Lo adopté hace un año.
—Oh, ¿de veras?, ¿de dónde venía? —preguntó Henry con curiosidad.
—De la perrera —dijo Robin torciendo el gesto—. Un lugar muy feo.
—Así que lo has rescatado —intervino Regina en un tono interesado.
—A estas alturas creo que él me rescató a mí —Robin se rio y miró hacia donde los perros estaban—. ¿Qué hay de Perdita?
—Fue el regalo de mi mejor amiga para Henry —respondió Regina limpiándose los dedos con la servilleta—. Hace un par de semanas cumplió su primer año.
—Oh, eso es perfecto —dijo Robin entusiasmado.
—¿Ah, sí?, ¿por qué? —preguntó Regina extrañada.
—Para tener perritos —respondió Robin despreocupado.
—¿Cómo dices? —replicó Regina con el ceño fruncido.
—¡Sí! —exclamaron Henry y Roland al unísono.
Regina no podía creerlo… ¡Pero si apenas si sabía quién era él! No, definitivamente ella no podía hacer eso, no. Perdi, su Perdi, la mascota que tanto se negó a tener, no podía ser tratada así, como un negocio.
—Claro, si no tienes problema —siguió Robin, dándose cuenta del gesto de ella.
—Oh, bueno. Nunca lo había pensado —dijo Regina con una media sonrisa—. No estoy segura de que sea lo mejor para…
—¡Por favor, mamá! —dijo Henry emocionado con esa cara que sabe hacer cada vez que quiere conseguir algo de ella.
—Vamos a pensarlo, Henry —respondió Regina con una caricia en la mejilla de su hijo.
—Están enamorados —interrumpió la vocecilla de Roland señalando a los dálmatas que retozaban juntos, uno muy cerca del otro.
Robin y Regina sonrieron. Sin embargo, ella apuró su propio hot dog y toma su bolso.
—Bueno, Robin, ha sido un placer, pero debemos irnos.
—Oh, por supuesto —dijo Robin levantándose—. También lo ha sido para nosotros. Disculpa que Pongo haya perseguido a Perdi hasta el fin del mundo.
—Sí que lo hizo —rio Regina divertida.
—¿Te parece si nos mantenemos en contacto? —preguntó Robin un poco dubitativo—. Quiero decir, por si en algún momento decides que nos convirtamos en abuelos.
Regina arqueó las cejas, el hombre inglés la había hecho sonrojar. Henry esbozó una sonrisa.
—Está bien —aceptó ella, sacó una tarjetita de su bolso y la extendió a Robin—. Aquí podrás localizarme, por si… bueno, por si Perdi… decidiéramos que sucediera.
—Bien, que sea así, Regina —dijo Robin despidiéndose de ella con la mano.
—¡Adiós, Regina, Henry y Perdi! —dijo Roland con una sonrisa que marcaba sus peculiares hoyuelos.
—¡Adiós, Roland!
—¡Adiós, amigo!
La despedida entre los dálmatas no fue tan dramática. Sin embargo, en ambos había una mirada, como una promesa, de que se volverían a ver.
En cuanto Regina, Henry y Perdi se alejaron, Robin soltó un suspiro.
—Es bonita, papi. Regina es bonita.
—Sí, lo es —respondió Robin ensimismado leyendo la tarjeta que Regina le había dado, la cual decía "Regina Mills. Diseñadora de Modas".
Aquél fue el primer día de todos los que vendrían.
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N/A: Es la primera vez que hago esto. Nunca antes había escrito un AU. Aunque la historia irá por rumbos distintos, la idea viene de Los 101 dálmatas (y mi profundo amor por los perros). Así que, heme aquí en la aventura. Esperaré comentarios, preguntas, dudas, para preparar terreno. Va a ser un fanfic largo, paciencia.
