Disclaimer: Saint Seiya: The Lost Canvas no me pertenece. Esto fue hecho con fines ociosos.

Nota: Fanfic que participó en el Concurso de Halloween del foro Saint Seiya Zone v2 y sí bien no ocupó ningún lugar, la verdad me agradó cómo quedó.


Retrato en sangre.

Debía de admitir que amaba contemplar cómo el verde, el azul, el amarillo, el marrón, se conjugaban en aquel paisaje plagado de fauna silvestre. Miraba aquel cuadro y aquello le era suficiente para creer que estaba vivo, que respiraba y le costaba trabajo pensar que todo había sido obra suya. Una perfecta, impecable, precisa obra que ahora miraba por enésima vez bajo la menguante luna.

Se permitió una sonrisa de satisfacción cuando se dio cuenta de que bajo aquella parcial oscuridad, el cuadro era mucho mejor de lo que había pensado. La niña que recogía flores parecía estar siendo protegida por un ejército de valientes animales que ahora lo contemplaban a él, como si él fuera el malo, como si él la quisiera dañar.

¿Dañarla, a ella? ¿A esa pequeña de mejillas sonrosadas y de cabello dorado como el sol? ¿Por qué lo haría? Pero ellos lo acusaban. Ella, por el contrario, aún no se había dado cuenta de que él la observaba y continuaba canturreando su dulce canción, arrancando con delicadeza las flores. "A mamá le gustará", había dicho cuando tomó una delicada flor rosa que parecía que se destruiría si no se manejaba con precaución, pero la niña ya lo sabía y la había colocado con delicadeza en la canasta tejida y vieja que llevaba en su mano izquierda. Él sonrió cuando ella acarició a un conejo que se había acercado a olisquear, pero nuevamente el animal le miró y sus ojos, que siempre había creído carentes de expresión, lo miraban con odio.

¡Era una locura! ¡Era sólo un maldito cuadro! ¿Por qué tendrían que mirarlo así el conejo, el venado, la mariposa? ¿Por qué no dejaban de reprocharle? Casi desvaneciendo, se acercó a la ventana y contempló a la luna que en ese momento, se ocultaba detrás de una nube. Incluso ella, la imparcial luna, lo abandonaba.

Furioso, volvió la vista hacia aquel cuadro y tomando un frasco con pintura roja, se lo arrojó. El frágil frasco se rompió en miles de pedazos y la pintura manchó aquella obra que ahora lucía gotas carmesí. Sin ninguna delicadeza, tomó el pincel y lo pasó violentamente hasta quedar extenuado.

Suspiró. Había acabado. Pero no era eso lo que buscaba. Esa pobre imitación de rojo no era lo que necesitaba. Ellos aún seguían ahí, lo sabía, los podía ver a través de la pintura.

La débil luna apenas podía atravesar los árboles cuando él corrió hacia el bosque. Encontró el lugar que buscaba y aunque no estaba la niña ni los animales, él sabía que todos estaban durmiendo apaciblemente en algún sitio. La brocha dibujó aquel mismo retrato, pero ahora, el paisaje lucía gris. Los animales yacían muertos. Los ojos celestes de las niñas ahora sólo eran cuencas vacías y las flores lucían marchitas a su alrededor. Él era la muerte. Él había creado, él podía destruir.

El bosque lucía quieto y él pudo ver, a unos metros, el pequeño cadáver del conejo. La niña y los animales estaban muertos. Una sonrisa macabra y siniestra cruzó su rostro y pronto estalló en una carcajada.

Su obra perfecta, final, apoteósica estaba a punto de iniciar y él sería el único que la crearía.

Y así, el mundo comenzó a teñirse de gris y escarlata.