La luna le había arrastrado. La luna le había llevado hasta allí.
Aspiró. La nicotina entró en sus pulmones, el calor del humo siguió tímidamente el camino que trazaban sus venas desde sus pulmones hasta el más remoto recoveco de su cuerpo. Sus neuronas, dejaron de trabajar a la velocidad habitual, dejándolo en una inercia consoladora, aplacando un poco aquel dolor de procedencia indeterminada que hace mucho no se atrevía a sentir.
Espiró. El humo desdibujó la puerta de la habitación, de la que ya no quedaba ni siquiera la mitad, y algo dentro de él se alegró de no ver nada, de que aquel humo, aquella niebla errante se tragara esa habitación, y de paso el mundo entero.
Su parte loba y humana habían deseado por primera vez lo mismo, y dirigieron sus pies hasta aquella casa para comprobar si las imágenes de su mente eran reales o un simple reflejo de sus deseos frustrados. Porque después de 6 horas vagando, destrozando el bosque, la casa, y haciendo creer a los habitantes de Hosmeade que los antiguos fantasmas habían vuelto; aún no sabía si los recuerdos que vagaban por su cabeza, destruyendo la poca cordura auto-impuesta durante doce años, eran reales. Si de verdad lo había visto y abrazado, si de verdad Sirius estaba con vida. Si de verdad Sirius estaba libre.
Era arriesgado. Lo sabía. Pero no había podido evitarlo. En esa maldita casa, que traía tantos recuerdos contradictorios a su mente. Entre el moho, el polvo, la humedad y las cucarachas, aún seguía su olor: chocolate, bosque, limón y café, besos a media noche y sexo por la mañana. Su olor: mezcla extravagante, contradictoria e increíblemente adictiva; como él, como Sirius Black. Aunque hubiera querido, no habría podido olvidarlo jamás.
Se encontraba sentado en su antigua habitación de La Casa de Los Gritos, matándose un poco más, qué coño importa ahora, con la ayuda de la nicotina.
Sirius no estaba allí. Todo había sido obra de su imaginación
