Pecar.

Todo ocurrió un viernes.

La primera vez se dijeron que fue un error. La segunda lo repitieron sólo para cerciorarse de que había sido real y no un sueño de mal gusto, y seguir así, con la idea de que todo había sido una equivocación. La tercera fue una prueba de hombría y virilidad: los dos salieron perdiendo. La cuarta decidieron que aquello era un simple consuelo que aplacaba el desconsuelo de uno y la soledad del otro. Hasta llegar a la décima, que se intensificó de tal manera que la fricción los llevó casi a la combustión espontánea. La enésima vez juraron, en un ataque de raciocinio y lucidez conjunta, que nunca jamás lo repetirían. Y la duodécima vez, esa que se produjo en la oscuridad de un pasillo, esa en la que se buscaron desesperadamente, se dieron cuenta que no podían vivir sin aquello.

Porque aquel viernes, en clase de pociones, aquel viernes que tuvieron que levantarse corriendo de su mesa en busca de ingredientes que los conducirían hasta Felix Felicis. Aquel viernes en que todos estaban demasiado ocupados, Aquel viernes alguien le empujó en una dirección desconocida, y aquella dirección era Él. Aquel viernes catastróficamente dulce sus labios chocaron, se unieron, y el tiempo se vistió eterno y fugaz. Y en aquel lugar, tortura de uno y consuelo de otro, ahogados en un mar de capas negras, ojos de murciélagos y ancas de rana se formó un beso. Dejaron de ser Remus Lupin y Severus Snape, el correcto y el huraño, fueron sólo labios pecando por primera vez.