INTRIGAS Y MENTIRAS
Elizabeth Darcy podía darse por afortunada. Casada con el atractivo Fiztwilliam Darcy, poseedor de una renta anual de 10 mil libras, dueña y señora de Pemberley House, era adulada por muchas buenas familias de Derbyshire, de algunas muy acaudaladas había tenido la oportunidad de recibir su enhorabuena. Su matrimonio con M. Darcy, sin duda había causado revuelo en aquella sociedad patriota, si de propiedades se trataba. Estaban dispuestos a adularla más allá de cómo ella quisiese, y en la manera en que consiguiesen que su estancia fuese lo menos cómoda posible todos estaban de acuerdo en que jamás le concederían el honor de estar a la altura.
Darcy le había dicho:
Son como los sabuesos, huelen el miedo, querida, sólo has de mostrarte tal cual eres: natural. Este encanto tuyo los hará enamorarse de ti tal como ocurrió conmigo.
Estaba Lizzy demasiado alerta para tomar al pie de la letra aquellas palabras de su marido. Aunque su vanidad la tentaba a creerlas y dejarse llevar, no se le pasaba por alto que tras su boda sólo dos familias los habían recibido con los brazos abiertos en todo el condado, el resto habían dispuesto ausentarse el mismo día de la visita.
"Ha sido una afrenta imperdonable. Definitivamente no puedo recurrir a otra cosa que pensar que la familia es lo primero..." escribió, angustiada, a su hermana Jane. La única persona capaz de entenderla y aconsejarla.
"Mi querida Lizzy, ha sido una sucesión de acontecimientos tan rápido...¿quién lo iba adivinar hace apenas un mes?¡tú, casada con Míster Darcy! ¡aún tengo frescos en la mente y en el oído los adjetivos con que lo calificaste! ¡y lo que él pensaba de ti...!¡nada halagador que pudiera sufrir alguien bien nacido! ¡desde luego no eran nada lisonjeras las frases que os dirigíais uno al otro! No es un milagro que la gente esté un poco a la defensiva, yo a veces me..." Le escribió en correspondencia Jane.
Al leer la misiva, la cara de Elizabeth enrojeció como un tomate. ¡Claro que se acordaba de todo lo que había dicho! ¡sin duda sir William habría comentado a todo el condado cómo ella había dicho que jamás bailaría con M. Darcy! ¡y hela aquí, casada con el mismísimo Darcy y completamente enamorada de él! Que no la tomaran en serio muchas familias acaudaladas de Derbyshire – sobre todo después de haber desairado a uno de sus hijos predilectísimos- no era tan extraño.
"Pero en mi descargo, tengo claro que nuestra animadversión era fruto del orgullo y el prejuicio, así que quedó en el pasado..." Pensaba Elizabeth. Aunque pronto se dio cuenta que en la alta sociedad que frecuentaba, el pasado era de una importancia nada desdeñable.
Sepa usted, que M. Darcy desciende de los Lancaster por línea femenina. Tal vez en Longbourn este hecho les haga meditar acerca de su fortuna- se apresuró a decirle, la señora Hurst, cuñada de Jane- Pero por supuesto que no es nada deshonroso tener negocios en el comercio, yo misma he de repetírselo a la querida señora Bingley para que no de pasos atrás en su introducción a la alta esfera social.
A Elizabeth no se le pasó el tono sarcástico de aquel comentario el día de su boda.
Enseguida fue a contárselo a su esposo que en vez de mostrar su habitual orgullo ante aquel tipo de confidencias, se echó a reír:
Son casi las seis, hora de almorzar, querida, ¡ah! también provengo de mineros por línea masculina, ¿acaso hay deshonra alguna en querer almorzar a las seis de la tarde y haber tenido parientes que no conocían el uso del tenedor del pescado?
Ante aquel recuerdo, Elizabeth se puso a coser inmediatamente, temerosa de disgustarlo ahora que estaban casados y que su corazón se inclinaba más que nunca a contentarlo. Como su mente seguía pensando en lo dicho por la señora Hurst y demás apéndices sociales, sus mejillas no podían estar de lo mas rosáceas. Su enamorado marido no le sacaba ojo de encima – aunque fingía leer el periódico de la tarde-, al muy loco no se le ocurrió otra cosa que acercarse a su esposa ciñéndola por la cintura. Elizabeth se intranquilizó aún más, pues sólo conocía el lado reservado de M. Darcy.
La señora Reynolds entró sin ser llamada, y se topó a su amo besando apasionadamente a su reciente esposa. Carraspeó pero no fue oída y como quiera que nadie la esperaba allí, ni esperaban tampoco a nadie, cerró con fuerza la puerta.
Ante el ruido, la pareja se separó al instante. Cualquiera podría entrar por el jardín y perderles el respeto que debían. El decoro debía ser guardado. A pesar de ello, Darcy seguía enviando miradas ardientes a su esposa, y esta bajaba la cabeza, consternada.
Señor, -dijo la señora Reynolds, refiriéndose sólo a M. Darcy, lo que avergonzó más a Eliza- ha llegado carta de Kent.
Con gesto ceremonioso, M. Darcy tomó el sobre y rasgó la pestaña. Dentro había una carta de varias páginas escritas con letra apretada y remilgada. No había duda de que aquella letra vivía en Rosings.
No se sentó a leerla y le prohibió expresamente a su mujer que la leyera. Eliza miró a Darcy interrogativamente. Sabía que cuando su esposo se ponía en ese plan no se podía con él. Pero estaba muerta de curiosidad, así que cuando el señor de la casa se hubo ausentado, con algo que tenía que ver en las caballerizas, Lizzy atacó su buró.
Pero allí no había nada, sólo facturas, cuentas, papeles viejos y el retrato de su boda, una miniatura que su esposo había encargado a un artista moderno. Eliza acarició el papel rugoso: la mirada de Darcy ya no era más la de un hombre orgulloso, era la de un hombre satisfecho consigo mismo, seguro de sí mismo, de hacer algo por sí mismo por primera vez en su vida, sin contar con su cohorte de aduladores o con la presión familiar. En cuanto a ella, ¿qué más podía pedir? Su suerte había sido tanta en los últimos tiempos al encontrarse con aquel hombre, que temía que tendría que pagar mucho y muy duro, el ser tan inmensamente feliz. Había colmado con creces los deseos de su madre, casándose con el mejor partido de Hertfordshire, que inesperadamente era un hombre con una inteligencia y una audacia superiores, además de buen mozo y amante del deporte... tal vez, no le gustaba lo suficiente el baile para ser perfecto, pero ¿qué importaba? A un hombre de estas características se le perdonaban cosas peores que ésta...
mientras miraba la miniatura, otro papel cayó al suelo. Eliza le dio la vuelta, asombrada. Era otra miniatura, pero en vez de ser en blanco y negro como la de su boda, esta miniatura era a todo color. El papel estaba perfumado delicadamente y además era mucho más suave al tacto. Frunció el ceño, mientras leía en la esquina superior:
"Para Billy, besitos de su nena Pichi..."
Dio con cuidado la vuelta al papel mientras se sentaba en la enorme cama matrimonial. Se mojó los labios. Sabía que una buena esposa no espiaba a su esposo, a su vez que comprendía la importancia de que su esposo – como todos los novios varones y con dinero- tuviese diversiones. Su madre la había aleccionado bien a este respecto, antes de casarse: "Querida Eliza, como te conozco, y sé que eres impetuosa en según que casos, te aconsejo que seas prudente con ese marido tan montaraz y regio que has elegido -aunque reconozco que vive en la opulencia y te quiere con locura-. Nunca lo espíes, aunque tu cabeza y tu corazón te animen a seguirlo a imprudentes lugares, o a revolver sus cosas. No lo hagas. Mete la cabeza bajo el ala como el cormorán, y entrégate a su amor sin pensar nunca en otra cosa. Todo lo que puedas hallar espiando a tu marido, serán infelicidades e infortunios para ti y para él, pero sobre todo para ti, porque tú sufrirás mucho más. No podrás recriminarle nada sobre su conducta y si él nota un cambio de conducta en ti puede pensar que tiene razones para empezar a humillarte – de nuevo-. Dios no lo quiera, pero evita estas dos cosas todo lo que puedas, recuerda que eres una mujer y él un hombre. Y que el amor y el odio van de la mano."
Eliza dio la vuelta al papelito que contenía la dedicatoria. No hubo dudas. Se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. Se trataba del retrato de una chica joven -aproximadamente tendría la edad de su hermana Kitty- ataviada con una braga mínima de encaje, con los pechos al aire, sonriendo ampliamente con su boca carmesí. Estaba inclinada sobre un piano rojo y tenía una pierna levantada. Llevaba un montón de plumas en la cabeza, de tal manera que no se veía si su tocado estaba a la moda. Pero lo que más dolió a Elizabeth es que aquella mujer no se parecía en nada a ella, era pelirroja, de ojos claros, bastante alta y tenía unas caderas anchas y unos pechos grandes mientras que su cintura era estrechísima. Sus botas de tacón alto no dejaban duda acerca de qué tipo de mujer era. Sólo podía sentir desprecio y pena por lo bajo que había caído aquel ser.
Guardó la foto entre los libros de contabilidad de su marido y cerró con llave el cajón.
Con los ojos llenos de lágrimas, bajó las escaleras. No era capaz de ver los peldaños así que la fiel señora Reynolds tuvo que ayudarla a que no cayese. Ironía, cuando ella tenía ganas de tirarse escaleras abajo. La fiel sirvienta le preguntó la causa de su desdicha, si era por "algo" relacionado con corrientes de aire o su adaptación a Pemberley.
Eliza puso una excusa tonta, poco propia de ella. "Tenía el mal que suelen tener las mujeres todos los meses". La señora Reynolds asintió prudentemente sin despegar los labios. ¡Qué buena y sensata era aquella santa mujer! ¡no la hubiese cambiado por su madre ni por nadie!
La dejó recostada en un sofá blando, le aseguró un cojín tapizado y mullido sobre la mejilla. Eliza hipaba fuertemente. En algo como cinco minutos, la señora Reynolds regresó con un gran cuenco humeante. Olía mal y Elizabeth se quejó.
Tómeselo, le hará bien...le huele mal porque usted no está acostumbrada al coñac...
¿Coñac?- preguntó Elizabeth- ¿qué es eso?
Es una bebida espirituosa...pero, ¡como se nota que ha visto mundo! Esto es lo que toman las mujeres para todo tipo de males...tápese la nariz si no le huele bien...todavía- y añadió una sonrisa maliciosa
Elizabeth la miró convencida, la bebida burbujeante prometía ser un hechizo pueblerino contra los malos espíritus. La apuró de un trago, porque es lo que ha de hacerse con las pócimas mágicas.
La señora Reynolds corrió las cortinas y tapó a Elizabeth. Cuando regresó el marido le dijo que se encontraba indispuesta y que se había recogido en el gabinete. Como Darcy tenía que redactar una carta a un procurador, sólo pasó a acariciarle un poco la frente, tomar un bocado y retirarse a dormir.
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Nota: Espero que les haya gustado, es mi primer fic, ...¡y con estos personajes y este libro!pues nada ¡allá voy!... Intenté representar la forma de pensar y vivir en aquella época...creo que está más o menos conseguido el ambiente...Saludos
