He tenido este sueño una y otra vez.

En una playa desconocida camina un hombre que no conozco. Un manto negro lo cubre y se mueve con gracia entre los cadáveres de los hombres tendidos sin cuidado en la arena, no veo su rostro, pero sé que me observa y por un instante sé que lo ha hecho durante mucho tiempo. El aire huele a carne quemada y el cielo está lleno de aves negras, carroñeros que se alimentan de los caídos y dos de esas bestias se posan en los hombros de aquel desconocido, como susurrándole y el hombre de cuando en cuando asiente con la cabeza, sin apartar la vista de mí.

Hay una espada en mis manos, cubierta de sangre hasta la empuñadura; y cuando la arrojó al suelo asqueado, las olas del mar se encargan de limpiarla mientras el agua se tiñe de un intenso carmín. No sé si es el alba o el crepúsculo, pero el cielo tiene el mismo color de la sangre que cubre mis manos.

Las aves vuelan cada vez en círculos más bajos y caigo en cuenta de que se trata de cuervos. Uno de ellos vuela hasta mí y se posa sobre uno de los tantos cuerpos que hay a mi alrededor, me contempla con ojos inteligentes antes de comenzar a picotear la carne de aquel pobre hombre, trato de desviar la mirada y es entonces que veo que aquel cadáver porta un corona de oro macizo. El animal picotea sin importarle que me haya acercado con cuidado para tomarla y justo cuando estiro mi mano para tocarla, el ave de súbito emprende el vuelo; acto seguido una mano putrefacta toma mi brazo ¡ES EL MUERTO QUE SE ESTA LEVANTANDO! Caigo sobre mis rodillas de la impresión y aquel ser demoniaco gira el rostro hasta sonreírme de forma macabra y con paso irregular se aproxima a mí lentamente. Estoy paralizado, su olor a muerte me clava en la arena y solo pudo verle avanzar hacia mí.

Su cara es una visión infernal; en sus cuencas vacías danzan gusanos en una macabra espiral y su boca de dientes irregulares tiene colgada la carne hasta la altura de las mejillas. Hiede. Su cuerpo es piel y hueso, y los elegantes ropajes que algunas portaba no son más que jirones enmohecidos. La corona sigue en su cabeza, ajena a la putrefacción de su portador, y brilla más que nunca.

Y LA DESEO.

DEBE SER MÍA.

DEBO TENERLA.

Logro salir de mi estupor y alcanzo la espada que había desechado antes. Hundo la hoja hasta la empuñadura en el torso de aquella cosa y con su aliento fétido murmura antes de caer al suelo

"Larga vida al rey"

Y se entonces que estoy maldito.

PERO LA CORONA ES MÍA.