Disclaimer: el universo y los personajes de Warhammer Fantasy y Warhammer 40000 pertenecen a Games Workshop. Todas mis publicaciones relacionadas con este u otros universos registrados están exentas de ánimo de lucro.
Nota: relatos cortos realizados para calentar motores de cara a un roleo con los amigos. En caso de continuar escribiendo cederé el mérito al Master.
Capítulo 1 - La Abadía de Erlach
Me encontraba en la villa de Erlach, al pie de las Montañas Grises, parada obligatoria para abastecerse si uno no pretende morir de hambre de camino a Marienburgo, como era mi caso.
No era la primera vez que mis cansados pies me traían hasta estas calles, pero sí la primera en la que tuvieron la inoportuna deferencia de hacer un alto en su misión, para concederme una visita a la biblioteca del modesto monasterio que hace las veces de templo del Pequeño País.
Mentiría si dijera que me presenté en el claustro impulsado por algún presentimiento de sospecha. Que me parta un rayo y me cague encima si alguna vez imaginé que aquel pueblo tan alejado del artificioso ruido y del enviciado ambiente de las grandes ciudades fuera un antro de la ignominia.
Schoen Van Der Sack, abad, hechicero, hideputa y títere de la disformidad; me sirvió una sobremesa de mentiras al recibirme en su cuidado estudio. Yo, malditos sean mis antojos, me tragué hasta la última patraña, motivado como estaba por poder acceder a un archivo tan inexplorado y poco solicitado.
Pero habría de abandonar mi vocación como cazador, y unirme a la farándula de trolls malabaristas, si entre tantos embustes y pergaminos sobre fronteras, pasos y enanos, mis aturdidos sesos no hubieran captado ni la más mínima anormalidad.
La venda alrededor de la mano del abad, y los comentarios que escuché aquella noche en la taberna a cerca de la miserable conmemoración de los Primeros Brotes el mes pasado, hicieron que aquel lugar comenzara a oler a rancio.
Al día siguiente, despedí al grupo que me había acompañado desde Reinsfeld, y me planté de nuevo en la biblioteca, esta vez, había trabajo que hacer.
Durante las siguientes semanas, regateé en el mercado, hice un amigo entre la guardia, invité a alguna copa a un par de lugareños, y sobre todo, y para enorme irritación del abad, merodeé por el monasterio.
La fachada de amabilidad de Schoen comenzó a resquebrajarse en cuanto me tomé la licencia de abusar de mi estancia en sus instalaciones. Pronto fue más que evidente que no era bien recibido allí, un monje llamado Rico me escoltaba dentro y fuera del lugar incluso aunque yo ya conocía el camino; y de manera disimulada y progresiva, se limitaron las horas hasta las que podía permanecer en el archivo.
Llegado el momento, marché hacia el norte, crucé el Pequeño Reik y me oculté en el bosque a unas cuantas millas de distancia, con la esperanza de que mi enemigo bajara la guardia. Aquella noche, soñé con una serpiente que se retorcía como llevada por la locura. Al despertar, entre sudores y convulsiones, supe que debía llevar a cabo mi plan.
Durante la penumbra de la luna del mes, volví a colarme en la villa con ayuda de mi sugestionado amigo frotalanzas, y casi me rompo el cuello al usar la ruta alternativa que tenía prevista para penetrar en el claustro.
Era tarde, y los monjes dormían, así que arriesgué con un poco de luz de mi linterna. A partir de aquí, puse la misión en manos de mi intuición. Recorrí el camino hacia el archivo, una vez dentro, abrí aquella puerta por delante de la cual Rico había apresurado su paso.
Como había esperado, no cedía. Burlé la cerradura y pronto me encontré en otro archivo. Ojos rodeados de colores cambiantes, y otros símbolos blasfemos, me vigilaban desde las portadas en las estanterías. La perversa imagen era completada por nueve escritorios, centrados en nueve circunferencias y cargados de pergaminos de piel, tintas de extraños matices y plumas de buitre. Tzeentch. Pensé con un escalofrío. Y como si el destino quisiera reírse en mi cara, una forma rojiza refulgió al fondo de la estancia. La jodida Mano Púrpura, aquí, en Erlach. Aquello me quedaba muy grande.
La impía señal había sido tallada sobre otra puerta. De ella provenía una letanía recitada por varias voces. Con la sangre helada, tiré del picaporte con suavidad y eché una ojeada. En una sala iluminada en carmesí, nueve túnicas escarlata adoraban a su ídolo.
Fuego. Ese lugar debía arder. Y con él, los nueve perjuros escribas, y su jerarca, donde quiera que se hallase. Saboteé la cerradura y atranqué el acceso.
Tomé un fajo de pergaminos doblados, y los ungí en el aceite de mi lámpara para en seguida bendecir mesas, estanterías y puertas con la pureza de las llamas.
Todo prendió como si llevara años esperando aquel momento, tanto que aún a día de hoy presiento que aquel incendio quizá respondía a los propósitos de otra mente, basta y maquiavélica. Sea como fuere, cuando intenté salir de allí, la entrada que hacía minutos había conseguido traspasar se encontraba completamente atrancada.
El humo me cegó. Me llegó el olor de mi propia carne quemada. Golpeé la puerta, la arañé, y la ensangrenté, pero solo cuando mi piel comenzó a derretirse por el calor, conseguí traspasarla. Al otro lado, el archivo también estaba en llamas. Me arrastré hasta los pasillos, persiguiendo una vida que se me escapaba. Aquello era de locos. El fuego devoraba ya todo el claustro. Algunos agitaban sus mantas y avivaban más su furia. Otros agonizaban, corriendo en camisón, zigzagueando sin sentido de un lado a otro como antorchas humanas. Acaso, yo mismo me veía sin duda como estos últimos. En algún momento di con una ventana, y sin importarme qué encontraría abajo cuando saltara, me lancé al vacío.
Desperté días después, delirando por el dolor y las fiebres. El río y una curandera de Shallya que estaba de paso habían permitido que algunos nos salváramos. El monasterio era una ruina humeante, y los muertos se contaban por decenas.
Mi codicioso camarada, el guardia, había sido asesinado mientras vigilaba en la puerta, atento según mis demandas. Van Der Sack había escapado, lo sabía. Me sacaría semanas de ventaja durante mi convalecencia. No importaba. Me costó unas monstruosas deformaciones acabar con su guarida y su aquelarre. Así se llevaran los demonios el tiempo y la salud que me restaban, cazaría al herético.
