Lo que Draco sabía
Nunca lo hacían en la cama de Severus. Ni en ninguna superficie que pudiera considerarse suya o en la que trabajara. Tampoco podía llamarle Severus en otro lugar que no fuera su cabeza, y a veces ni siquiera eso; cuando lo sentía más vulnerable solía entrar en su mente sin contemplaciones para despojarlo de la poca dignidad que le quedara. Y Draco odiaba que incluso eso lo excitara.
Lo hacían en su cama. Prolija, amplia y elegante, la cama de un niño rico y consentido. Contaba los segundos que gozaba tocando, aunque fuera por encima de la ropa. Invariablemente, Severus le ataba las manos antes de empezar. Casi siempre a la espalda, algunas veces al cabecero de la cama.
—No me toques —gruñía.
Entonces Draco sucumbía ante la fuerza que lo aplastaba contra la cama, que le abría los muslos y los apretaba sin contemplaciones. Los moretones eran permanentes. Lo tomaba así, con lubricante siempre, pero sin prepararlo. Y Draco ya sabía cómo terminaría.
Obtenía placer de él, sin lugar a dudas. Se balanceaba sobre su cuerpo, entrando y saliendo sin ningún control sobre su fuerza, emitiendo sonidos burdos y sucios que siempre lo estremecían.
Draco siempre sabía cuando Severus estaba por acabar, pues entonces colocaba las pálidas y grandes manos sobre su cuello y apretaba. Draco cerraba los ojos y dejaba de respirar y todo a su alrededor giraba, rodeando el placer y el dolor sin bordes definidos.
—Sabes que no te quiero —le susurraba Severus a la cara—. Y que tampoco te necesito.
