1.
El otoño acababa de empezar, y con él la escuela. No para todos, claro, yo tenía ya quince años, que era una edad a la que usualmente ya no se estudiaba, ya que la educación obligatoria gratuita sólo se impartía hasta los trece años. Pero yo pertenecía a la clase alta, a la ''burguesía'', como se referían a nosotros mismos mis padres. Por lo tanto, yo, con quince años, seguía acudiendo a la escuela durante dos horas cada mañana.
Caminaba sobre la piedra lisa por el desgaste de la calle, bajo un cielo nublado que anunciaba lluvia. Incluso habría dicho que nieve, por el tono más blanco que gris de las nubes, de no ser porque aún era demasido pronto. Llevaba la cabeza baja y la vista fija en mis botas y en el bajo de mi vestido.
Oía a los grupos de chicas de mi edad pasar de largo, en mi misma dirección. Nunca había tenido amigas, ni amigos. Sólo recordaba una excepción, una niña con la que solía jugar de pequeña, hasta que un día no la volví a ver. Años más tarde descubrí que murió de una enfermedad respiratoria.
Las chicas caminaban más rápido que yo, probablmente con alguna cita o evento al que acudir. Yo, al no tener nada más que hacer que coser con mi madre al llegar a casa, caminaba con más tranquilidad, absorta en pensamientos e historias que iba inventando con cada paso.
Las risas agudas de las chicas me hicieron levantar la cabeza un momento, sin alguna razón en concreto. Ellas seguían caminando en grupo, charlando, ajenas a todo lo demás.
-¡Alicia!
Escuché una voz gritando mi nombre y me di la vuelta, sorprendida. Una figura se acercaba corriendo a mí, sujetando algo en una mano mientras con la otra se sujetaba la falda para no tropezar. Cuando estuvo más cerca reconocí a Marie, una de las chicas que iban a clase conmigo. A pesar de que tenía mi edad, era más bajita que yo, con la cara redonda y los ojos castaños enormes.
-Te... te has dejado esto -me dijo, extendiéndome mi cuaderno, ruborizada.
Se me abrieron los ojos, sorprendida. Me llevé la mano a la correa en la que transportaba mis libros y, en efecto, me faltaba el cuaderno. Lo tomé de la mano de Marie, que enrojeció aún más.
-Vaya, gracias -respondí con sinceridad-. Mira que no darme cuenta...
Sonreí con amabilidad, esperando que Marie dejara de parecer tan incómoda, pero sólo conseguí el efecto contrario.
Con la cara aún más roja, perció encogerse sobre sí misma. Asintió con la cabeza y se dio la vuelta, para marcharse. Mientras caminaba volvió la cabeza hacia mí y me hizo un gesto de despedida con la mano, que yo correspondí, en el momento en el que uno de los pies se le enredaba en el bajo de la falda y casi la hacía caer de bruces.
Sin pensar, me adelanté, dispuesta a sujetarla o a ayudarla a levantarse, pero no llegó a ser necesario. Recuperó el equilibrio y siguió caminando. Aunque me dio tiempo a ver el rojo brillante sobre sus mejillas.
Bajé la mirada hacia el cuaderno y lo sujeté a la correa de cuero, junto con los libros. Aún pensando en el extraño encuentro con Marie, emprendí de nuevo el camino a casa.
Mi casa era un edificio grande, muy señorial, como había oído decir muchas veces a mis padres. Estaba construida con ladrillo y piedra, tenía grandes ventanas y una puerta imponente, que daba lugar a un porche de mármol, que alcanzaba con unos escalones el caminito de piedra que llevaba a la calle.
Atravesé el caminoque unía el porche de la casa con la calle saltando sobre cada piedra, como si la tierra y las briznas de hierba entre ellas fueran de fuego.
-Buenas tardes, señorita Alicia -me saludó Nina, el ama de llaves. Tenía la edad de mi madre, cara de bondad y nos había visto a mi hermana Helena y a mí crecer.
Sonreí mientras ella me cogía la correa con los libros de las manos.
-Buenas tardes, Nina.
-Ya tienes el baño listo -comezó, con su tono enérgico y alegre habitual-. Y he dejado sobre tu cama ropa recién lavada para cuando salgas. Tu madre te estará esperando en el salón de arriba, pero tómate tu tiempo.
Cuando acabó me sonrió una última vez y se marchó con prisa. Me quedé un instante allí, de pie en el gran vestíbulo hasta que comencé a subir las escaleras, de mármol claro, pasando la mano por la barandilla mientras subía, imaginándome por un momento que estaba subiendo las escaleras hacia algún lugar fantástastico y mágico.
Cuando entré en el cuarto de baño me recibió una nube de vapor que me encrespó el pelo. Cerré la puerta a mi espalda y avancé hacia la bañera, situada al fondo de la habitación, quitándome botas, medias, vestido, blusa y ropa interior.
Me metí en la bañera suspirando, cansada. Apoyé la cabeza en el brazo, sobre el borde de la bañera y me quedé mirando el suelo del baño, pensativa y medio adormilada.
De repente, me pareció ver algo. Con el vapor que llenaba la habitación veía todo borroso, cosa que me confundía aún más. Me parecía ver una pequeña forma en el centro del cuarto de baño, en el suelo, de un color azul zafiro. Incluso, me pareció... Oírla cantar. Era un canto agudo, muy agudo. Y muy dulce.
La imagen desapareció de la misma forma que había aparecido, se fundió con el vapor de la sala hasta que era indistinguible.
El extraño canto aún me resonaba en la mente, no podía evitarlo. Tomé el baño con rapidez y salí aún más velozmente de la bañera.
Como me había dicho Nina, extendido sobre mi cama había un vestido azul ligero, listo para que me lo pusiera. Ya vestida salí del dormitorio y me dirigí al salón de la primera planta, donde mi madre me estaría esperando, como todos los días, sentada en la gran butaca tapizada de terciopelo rojo oscuro, con la labor de costura en las manos.
Como todos los días, me senté en un sillón algo más pequeño frente a ella y ambas empezamos a coser, a la luz de la chimenea, mientras hablábamos de nuestros respectivos días y de todo en general. Aquel momento del día era solo nuestro.
Unos suaves golpes en la puerta interrumpieron la conversación. Nina entreabrió la puerta y asomó la cabeza.
-Disculpe, señora, la señorita Helena ya está lista para la lección de hoy.
Asentí y me levanté de un salto, dejando la labor con cuidado sobre el sofá. Me incliné para dar un beso en la mejilla a mi madre y seguí a Nina fuera de la habitación.
-La señorita Helena me ha dicho que hoy daréis la lección en el jardín -me comunicó Nina, caminando junto a mí mientras nos dirigíamos a las escaleras.
-¿En el jardín? -me extrañé-. Creo que será porque quiere aprovechar el aire libre antes de que llegue el frío.
Nina no contestó, seguramente porque estábamos pasando entre más gente del servicio, y ella solo se mostraba cercana y familiar conmigo cuando no había nadie cerca. Nina solo me acompañó hasta la puerta que daba al jardín trasero, tras lo que se disculpó diciendo que tenía cosas que hacer y se marchó.
Salí al jardín y me permití un momento de perderme entre las hojas de las copas de los árboles. Al fin y al cabo, no les quedaba mucho, se acercaba el invierno. Ya estaba anocheciendo, con lo que una parte del cielo mostraba colores naranja y rojo mientras que la otra iba pasando al azul oscuro. Caminé entre los árboles hasta llegar a los seis bancos de piedra que había, colocados en forma de hexágono, en un pequeño claro entre los árboles. El área del hexágono estaba formada de un suelo de piedra clara.
Helena estaba sentada en uno de los bancos, con un libro abierto sobre el regazo mientras lo hojeaba. Se me pasó por la cabeza que parecía una elegante dama de la aristocracia, con el pelo castaño recogido en un descuidado aunque adorable remolino en la coronilla. Aquel destino era, de hecho, el que podía estar esperándole, si mi padre le encontraba un pretendiente noble adecuado para que la tomara como esposa.
Helena alzó la cabeza y me vio. Me sonrió y dio una palmada sobre la superficie de piedra del banco, invitándome a sentarme junto a ella. Obedecí y me instalé mientras ella ojeaba por última vez el libro.
-Bueno, ¿lista? -me preguntó, con una sonrisa brillante.
Yo había estirado el cuello y miraba con la nariz arrugada las páginas por las que estaba abierto el libro, ambas cubiertas de letras, letras... y solo letras.
-¿Éste tampoco tiene ninguna ilustración? -me quejé.
Helena se río y sacudió la cabeza.
-Lo importante en un libro no son las ilustraciones -dijo, con convicción-, sino sus palabras.
Hice un mohín, no muy convencida.
-Pero las palabras sin imágenes son aburridas...
Helena sonrió una última vez y comenzó la lección, a veces leyendo del libro y a veces recitando de memoria. Yo la esuché durante los primeros minutos, haciendo un esfuerzo sincero por seguir los hechos históricos de los que me estaba hablando. Pude seguir la cronología durante unos minutos, hasta que la forma y textura de las nubes me distrajeron.
La voz de Helena se había convertido en la perfecta música de fondo. Estiré las piernas y me dediqué a buscar formas familiares en las nubes; una bota, una mano extendida, una fresa...
De repente, un sonido me hizo volver la cabeza, un sonido de hojas al agitarse. Uno de los arbustos que había alrededor de los bancos se estaba moviendo, las hojas se agitaban como si hubiese algo detrás.
Me levanté y me acerqué hacia allí, caminando deprisa mientras me sujetaba el vestido para no tropezar. No era consciente de si Helena siquiera había visto que me había levantado, que me estaba alejando. Solo podía pensar en descubrir qué había tras el arbusto.
Cuando, por fin, rodeé el arbusto, lo vi.
Era un conejo blanco, bastante grande para ser un conejo. Era del tamaño de un perro mediano, y, aquello no era su rasgo más extraño. Llevaba chaleco y chistera, como todo buen caballero y, en una de las patitas delanteras sostenía un reloj de bolsillo, cuyo tictac escuchaba incluso sin estar cerca de él. Aparte de aquello, el conejo tenía una expresión avispadamente humana.
El animal se quedó unos instantes mirándome, tras lo cual se guardó el reloj en un bolsillo del chaleco y, apoyándose en las cuatro patas, echó a correr.
Yo, siguiendo algún instinto, me remangué el vestido, probablemente más de lo que podría haber sido adecuado, y lo seguí. Corría rapidísimo y, a pesar de que se trataba de mi propio jardín, me costaba seguirle el paso. Estaba segura de que quería que quería que le siguiera, ya que cuando tropezaba o bajaba el ritmo, él frenaba o incluso se paraba a esperarme.
En cierto momento, cuando a mí ya me faltaba el aliento de la carrera, el conejo se paró de nuevo. Sobre las dos patas traseras me miró de nuevo y, con una mirada casi desafiante, desapareció.
O eso me pareció. En realidad había entrado en un agujero en el suelo, probablemente su madriguera.
Miré a un lado y a otro y, sin pensar, me arrodillé junto al agujero, dispuesta a mirar en su interior. No vi absolutamnete nada más que oscuridad. Y, cuando me quise dar cuenta, caí.
