Capítulo 1: El disparo
Inglaterra había vivido muchos siglos, y desde que era un niño, había luchado en incontables guerras. Había sangrado tanto como para llenar los mares que conquistó en su época más dorada, y cada herida que había recibido se había convertido en una horrible cicatriz, un recordatorio del dolor que tuvo que soportar, una pesadilla que lo atormentaría durante cada día de su existencia; esa el precio por ser una nación.
Durante el transcurso de la guerra de la revolución pensó que las heridas que estaba recibiendo serían fuente de nuevas y aterradoras pesadillas una vez que el conflicto acabase. Pero ahora, solo frente a las tropas rebeldes americanas, mirando fijamente a los ojos azules de América a través de la lluvia, sabía una cosa: iba a morir. No porque pensara que América o sus hombres lo dispararían (muy en el fondo, una pequeña voz en su corazón le repetía que el niño no sería capaz de matarle), sino por el hecho de que la imagen de su pequeño hermanito, el niño que crio, cuidó y protegió con todo el amor que fue capaz de ofrecer, fue el causante de esta guerra. Ese pequeño niño que gritaba emocionado cuando iba a visitarlo y que lloraba cuando tenía que marcharse, había comenzado una guerra para separarse de él. Jamás podría sobrevivir a las crueles pesadillas que su mente fuese a crear a partir de estos recuerdos.
-Inglaterra ríndete. – esa voz, esa voz que recordaba hablándole con amor y ternura sonó demasiado extraña con el tono autoritario. El corazón de Inglaterra dio un vuelco, y el hombre apretó el agarre sobre su arma para evitar que las lágrimas que había contenido durante toda la guerra salieran ahora. – tu ejército está derrotado. Ríndete y reconoce mi independencia.
Inglaterra no dijo nada, no confiaba en que su voz saliera firme al hablar. No retrocedió, ni cambió su férrea mirada; no iba a rendirse, no iba a rendirse con América.
No me rendiré, no vas a quitármelo – pensó, mirando a América con odio como si el chico le hubiese robado a ese pequeño niño que solía amarlo con todo su corazón. – Moriré antes de que me lo quites, no tocarás a mi amado América.
América chasqueó la lengua con frustración ante la determinación de Inglaterra. No hubiese esperado que el hombre se rindiera tan fácilmente, pero esa pequeña esperanza de evitar la lucha permanecía en su corazón. Quería ser independiente, sí, pero no quería hacer daño a Inglaterra. No quería tener que disparar.
-Escucha, Inglaterra. – América volvió a hablar, apuntando a su antiguo cuidador con la bayoneta. Tras él, un ejército de soldados con abrigos azules lo respaldaba; detrás de Inglaterra, no había nadie. – Después de todo escojo la libertad. Ya no soy un niño, ni tampoco tu hermanito menor. Yo… ¡Desde ahora me independizo de ti!
Esperó, apretando los dientes, rezando por que Inglaterra aceptara aquellas palabras y declarara su rendición. El británico, por el contrario, a pesar de su expresión en blanco, estaba rompiéndose en pedazos.
Independencia, independencia, independencia… ¡No me vas a quitar a mi América!
Sin previo aviso Inglaterra comenzó a correr, con la punta de su bayoneta apuntando al enemigo que tenía delante. Embistió sin dudarlo, con toda la fuerza que le quedaba. América, quien apenas pudo reaccionar, logró girar su arma lo bastante rápido como para bloquear el ataque.
-¡No lo aceptaré! – gritó Inglaterra.
Sin embargo, la acción improvisada no pudo resistir la fuerza de Inglaterra, y el arma de América salió volando y cayó, lejos de él, en el suelo embarrado. El arma de su mentor le apuntaba ahora, y aunque el miedo recorrió su cuerpo, se negó a mostrarlo. Permaneció sereno, a la espera de su destino.
-Por eso es que en el fondo eres ingenuo. – dijo Inglaterra. - ¡Tonto!
Los soldados de América reaccionaron por fin ante la situación, y apuntaron a Inglaterra con sus armas, aunque ninguno se movió. Los dos grandes protagonistas de aquella guerra estaban a unos metros de ellos, inmóviles bajo la lluvia, mirándose a los ojos mientras el arma de Inglaterra aún apuntaba a América.
El chico se permitió una pequeña mirada asustada a la bayoneta que lo apuntaba. Fue en ese momento que Inglaterra supo que no podía disparar. Porque ese joven no era solo el pequeño niño que Inglaterra encontró en los pastos del nuevo mundo. No era solo el niño que esperaba un día entero en los puertos para lanzarse a los brazos de Inglaterra tan pronto como salía del barco. Inglaterra sabía que se había enamorado de América. Sabía que era algo más que el cálido y confortable amor familiar. Era la persona que más había amado en toda su existencia. No podía disparar.
La punta de la bayoneta bajó frente a los ojos de América, que observó sorprendido a su antiguo hermano.
-¿…Cómo podría disparar? ¡Tonto!
Escuchó un chapoteo cuando el Inglaterra tiró su arma al barro. Entonces, el Imperio Británico cayó de rodillas, sollozando, tratando inútilmente de cubrir sus lágrimas con la palma de su mano.
-¡Maldición! ¿Por qué tiene que ser así…? – habló en voz alta, incapaz de retener las palabras en sus pensamientos.
América miró al hombre con lástima, haciendo lo imposible para contenerse y no correr a abrazar a Inglaterra, el hombre que lo había criado con ternura y amor. Al igual que la primera vez que vio triste a la nación inglesa, no pudo evitar sentir las lágrimas picando en las esquinas de sus ojos. Solo que esta vez, por su honor y por su gente, no podía consolar a Arthur.
-Inglaterra…
Recordó un Inglaterra del pasado, más alto que él y brillante como el propio sol, con el cabello rubio moviéndose con el viento, los ojos verdes animados y brillantes totalmente enfocados en él y una pequeña pero hermosa sonrisa en sus labios. Arthur le ofrecía su mano.
-Vamos a casa.
Y el pequeño América, sonriendo con la más grande y pura alegría, la aceptó encantado.
-¡Sí!
Pero de vuelta en el presente, aquel hombre brillante como el sol estaba encogido y de rodillas sobre el barro, sollozando apagado bajo la intensa lluvia. Los soldados americanos bajaron las armas, y Alfred, mirando a Arthur con lástima, dijo algo de lo que se arrepentiría…
-A pesar de que… solías ser tan grande.
… porque con esas simples palabras la mente de Inglaterra se quebró.
El llanto cesó lentamente, poco a poco, hasta que el único sonido en aquel campo de batalla fue la lluvia golpeando el barro, los charcos y los cuerpos empapados. Los soldados americanos, siguiendo a su nación, se dieron la vuelta para marcharse, e Inglaterra ya podía oír algunos vítores victoriosos. Él había perdido… porque era débil.
Solías ser tan grande.
Había pasado toda su existencia luchando, peleando cada batalla y cada guerra para ser una nación fuerte a quien nadie pudiese derrotar. Para ser una nación fuerte que pudiese proteger a sus colonias, para ser una nación fuerte de la que sus hermanos mayores estuvieran orgullosos. Podía ver el rostro decepcionado de Escocia en su mente, mirándolo con desprecio con unos fríos ojos verdes.
Solías ser tan grande.
Podía ver a Canadá, al pequeño Canadá que abrazaba a su oso polar y que hablaba tímidamente a Inglaterra, siendo engullido por las sombras, robado por otras naciones más fuertes e Inglaterra era incapaz de protegerlo.
Solías ser tan grande.
Podía ver a América, no él pequeño niño que había criado ni el sonriente hombre en el que se había convertido, sino a la nación vestida con un abrigo azul que lo miraba con ojos fríos y llenos de desprecio. Sus labios se movían diciendo palabras que Inglaterra no podía oír, pero una sensación de frio y soledad lo invadía con aquellas acciones. Se dio la vuelta para marcharse y aunque Inglaterra corrió y le suplicó que se quedara, su mano jamás llegó a alcanzar a Inglaterra.
Solías ser tan grande.
Se vio a sí mismo, con su ropa de pirata, mirándose con el mayor asco y desprecio que había visto nunca. Una sonrisa maníaca y aterradora asomó en los labios del otro Inglaterra.
-Conquisté los mares por ti. – dijo, con una voz fría como el hielo. – conquisté el mundo para ti y tú no has sido capaz de conservarlo. Has perdido frente a un mocoso sin experiencia y ahora los que no sigan su ejemplo y te abandonen te serán arrebatados. Te has vuelto débil, Inglaterra, y por ello todo te abandonarán ahora. Te quedarás solo, como bien mereces.
Inglaterra lloró, gritó a la oscuridad de su mente que no era cierto, pero su corazón estaba lleno de soledad, y las palabras hirientes de su otro yo resonaban en sus oídos y rebotaban como un eco. Le dolía la cabeza, el pecho los oídos. Inglaterra lloró, gritó y suplicó que se detuvieran. Pero las voces nunca se callaron.
Oyó gritos lejanos, voces familiares pero irreconocibles llamando su nombre, gritando con fuerza palabras que no podía distinguir. Lo único que distinguió fue la voz de Alfred entre todos los murmullos.
Solías ser tan grande.
Y cayó en la oscuridad y el silencio.
La batalla había terminado, y desde la distancia, Francia vio como Inglaterra tiraba el arma, incapaz de disparar. Aunque el hombre soltó un pequeño suspiro de alivio, había esperado aquello de la nación inglesa. Por supuesto que Inglaterra no pudo disparar. Como país del amor, Francia había visto un amor grande y puro en los ojos de Inglaterra.
América se volvió y caminó hacia él, de vuelta a su campamento, para anunciar que la guerra había terminado. Muchos de sus soldados ya celebraban su éxito y gritaban victoriosos, pero por la expresión abatida de América, Francia supo que no tenía demasiadas ganas de celebrar. Cuando el joven llegó hasta él, los dos intercambiaron una sonrisa triste.
-Lo has hecho bien Amerique. – dijo Francia, poniendo sus manos sobre los hombros anchos de la nueva nación. – Estoy orgulloso.
Fue divertido ver como la mirada de América hablaba por sí sola "Ojalá fuese él quien estuviera orgulloso". El chico respondió un simple gracias, demasiado tímido para su extrovertida personalidad, y Francia le dio una sonrisa triste.
-Oye Francia… - América pareció debatirse entre hablar o quedarse callado, pero Francia lo invitó a hablar con la mirada. – él… va a estar…
-Iré con él. No te preocupes Amerique. – tranquilizó el francés, dirigiéndose a donde Inglaterra continuaba, de rodillas en el barro. – Me aseguraré de que vuelva a casa antes de que se resfríe.
América suspiró disimuladamente de alivio y le dio una sonrisa de agradecimiento antes de volver con sus soldados, que lo llamaban y gritaban vítores y canciones de victoria.
Francia se preparó mentalmente mientras caminaba hacia el inglés para los gritos y los insultos que lo asaltarían cuando tratase de llevar a Inglaterra a su campamento. Pero cuando estuvo a la suficiente distancia como para mirar el rostro de la nación inglesa, sus pies se detuvieron en seco. Una oleada de frío asaltó el corazón de Francia cuando miró al rostro y a los ojos de Inglaterra. Sin brillo, casi ni parecían verdes, desenfocados. Muertos, es la palabra que vino a la mente de Francia.
Jamás había visto a Inglaterra tan desolado, tan derrotado. Normalmente se enfadaba o se entristecía cuando perdía una batalla, pero esto iba mucho más allá. Era como si hubiese muerto. Una expresión apagada y en blanco, como los cadáveres de los soldados que habían caído durante la contienda.
Tratando de controlar los temblores en su cuerpo, Francia alargó la mano hacia el hombre antes de tocarlo, con miedo a que se rompiera con el más delicado toque.
-A-Angleterre…
El sonido de un disparo resonó en el campo de batalla, e incluso pareció que la lluvia se detuvo durante un instante para dejar que el estruendo fuese escuchado a la perfección.
América y sus soldados dejaron sus risas y celebraciones, girándose hacia el lugar donde había peleado segundos atrás. Inglaterra continuaba arrodillado en la misma posición, y a los pies de Francia, que parecía congelado en su lugar, un agujero de bala había detenido su avance hacia Inglaterra. América corrió hacia su aliado francés, pero un segundo disparo lo detuvo también cuando alcanzó la posición de Francia. Los dos miraron atónitos al frente donde, tras Inglaterra, tres soldados con abrigos rojos alzaban sus armas contra ellos.
Los primero que reconocieron fue el pelo rojo como la sangre. Escocia, por delante de los otros dos, apretaba su arma con tanta fuerza que el material empezaba a ceder bajó sus grandes manos. Su mirada fría y llena de ira hizo retroceder un paso a Francia y América. El humo que salía del cañón de su arma era la evidencia de que fue él quien detuvo el avance de ambas naciones hacia su hermano pequeño.
El segundo soldado que, aunque parecía más serio y tranquilo también respiraba agitado, era Gales. Su pelo rubio oscuro, más largo que el de sus hermanos, se pegaba a su frente a su cuello. Los ojos normalmente amigables, de un verde azulado sereno, estaban llenos de ira.
El tercer soldado, aunque parecía el menos amenazador, fue quien más miedo influyó a Francia y América. Con su cabello rubio arenoso empapado y aquel extraño rizo caído por el peso de la lluvia, Canadá apuntaba a su hermano y a su padre con su arma. Las gotas de lluvia empañaban sus gafas, ocultando la intensa preocupación en sus ojos violetas.
América, siendo el primero en reaccionar, trató de llamar a su hermano, dando un pequeño y tímido paso hacia delante.
-Cána…
-¡Aléjate de mi hermano, hijo de puta! – gritó Escocia, apretando su arma con más fuerza incluso. Su potente voz se hizo paso a través de la lluvia, haciendo que las dos naciones que lo enfrentaban se estremecieran de miedo.
Con pasos veloces, Escocia llegó hasta su hermano pequeño y se puso delante de él, usando su cuerpo como escudo frente a Francia y Estados Unidos. Gales y Canadá lo siguieron, situándose detrás de él, cada uno a un lado de Inglaterra.
-Ecosse. – dijo Francia, levantando las manos en señal de rendición. – Cálmate, solo quiero…
-¡Me importa una mierda lo que quieras Francia! ¡Ya lo habéis destrozado y humillado bastante! ¡Déjalo en paz!
Ante las palabras de Escocia, el corazón de América se apretó dolorosamente. Hizo un pequeño movimiento para acercarse a Inglaterra, pero Escocia se dio cuenta y rápidamente apuntó su arma contra él.
-¡No te acerques a él, mocoso de mierda! – gritó Escocia, tan fuerte que pareció que su garganta fuese a sangrar en cualquier momento. – ¡Mi hermano no ha podido dispararte, mocoso americano, pero yo sí puedo!
Estados Unidos retrocedió y su atención se volvió a Canadá. Su corazón dio un vuelco al ver en su hermano una mirada tan dura como la que había en los ojos de las naciones británicas.
-Solo quiero hablar con él, Ecosse. – dijo Francia, calmadamente. – No voy a hacerle daño, solo quiero hablar.
-Las palabras a veces pueden ser más letales que cualquier arma, Francia. – respondió Gales con frialdad, y aunque hablaba con Francia, su mirada se dirigió a América.
-¡Ya tienes la venganza que querías Francia, lárgate a tu país! – dijo Escocia. - ¡Y tú, mocoso, ya has conseguido destrozarle, no tienes nada más que hacer con él!
-¡Eso no es lo que he hecho! – estalló América, con las lágrimas en los ojos. - ¡Yo no quería…!
-¡No quiero oír tus escusas! ¡Aléjate de…!
Hasta los gritos de Escocia se detuvieron cuando el sonido del cuerpo que caía sobre el barro resonó por encima de todas sus voces. Las cinco naciones dirigieron su mirada hacia Inglaterra, que ahora había caído completamente sobre el barro y estaba completamente quieto. Los cinco soltaron un grito asustado.
-¡Inglaterra!
-¡Inglaterra-san!
-¡Angleterre!
-¡Albión!
Todos se apresuraron a acercase a Inglaterra, pero Francia y América fueron detenidos por Gales y Escocia respectivamente. Canadá se apresuró a colocar la cabeza de su mentor en su regazo, comprobando su pulso en su muñeca y acercando su mano a la nariz y boca del inglés para comprobar si seguía respirando.
-¿Qué le pasa? – preguntó América, su tono lleno de preocupación. Miró de reojo a Francia, pero el hombre estaba demasiado inmerso en la preocupación por su viejo amigo como para tratar de tranquilizar al muchacho. – Canadá ¿Está bien? ¿Qué ha pasado?
-Cállate mocoso. – gruñó Escocia, pero su giró para hablarle a Canadá con un tono ligeramente más amable. – Canadá, ¿Qué le pasa?
Canadá miró a Inglaterra, tratando de no temblar de miedo. Los ojos del inglés estaban ligeramente abiertos, con un manto de oscuridad sobre los ojos verdes que Canadá recordaba en su infancia. Con la piel pálida de Inglaterra mucho más pálida de lo habitual y fría al tacto, el hombre parecía estar completamente muerto. Sin embargo, el débil pulso en su muñeca y las escasas y pequeñas respiraciones indicaban que Inglaterra seguía vivo.
-¡Canadá! – llamó Gales.
El joven canadiense saltó por la sorpresa y se encontró con cuatro pares de ojos que lo observaban con inmensa atención. Nunca le habían prestado tanta atención en su vida, y a decir verdad, era realmente incómodo.
-E-eh, sí, él es-está vivo. Está respirando y tiene pulso. – las cuatro naciones suspiraron de alivio abiertamente. – P-pero algo no está bien. No responde.
Esas últimas palabras volvieron a provocar un aura tensa en el grupo. Escocia pareció relajar su agarre en el rifle que llevaba y se agachó junto a Canadá. América vio la oportunidad para acercarse, pero Gales le dio una mirada fría que lo dejó quieto en el sitio.
Escocia hizo las mismas comprobaciones que Canadá y colocó a su hermano apoyado en sus brazos, de modo que pudiese mirarlo a los ojos.
-Inglaterra ¿me oyes? – ninguna respuesta. - ¿Albión, hermano, puedes oírme?
Ante el silencio sepulcral de la nación inglesa, Escocia chasqueó la lengua frustrado y pasó un brazo bajo las rodillas y otro en la espalda de su hermano para levantarlo con facilidad.
-Gales, nos vamos. – dijo, sin importarle ya la presencia de Francia y Estados Unidos. Con Gales uniéndose a ellos, las naciones de Gran Bretaña abandonaron el campo de batalla.
-¡Espera! – gritó América, pero inmediatamente fue detenido por el agarre de Francia en su hombro.
-Sé fuerte, Alfred. Por tu gente y tu libertad, sé fuerte.
América apretó los dientes y los puños de frustración, pero no se movió. Mientras sus soldados celebraban algunos metros más lejos de ellos, Alfred hizo lo imposible por no llorar. Porque ese día ganó su libertad como nación; pero perdió al ser que más amaba en el mundo.
