Disclaimer: Avarar: Last Airbender no me pertenece.
Como el océano
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Zuko bufó, echando vapor por la boca. Estaba harto. Y claro, cualquiera lo estaría luego de pasar tanto tiempo en el mar.
Era gracioso: Zuko había pasado mucho, mucho tiempo en el mar. Casi tres años enteros, para ser exactos. Prácticamente toda su adolescencia. Ya debiera estar acostumbrado, y a pesar de eso, no podía acabar de gustarle.
¡Pero nadie podía culparlo! En altamar no necesariamente la vida era más sabrosa. Ya había tenido que soportar el permanente olor a sal de las profundidades y la punzante peste del pescado cuando sucedía que atracaban en algún puerto. Tampoco había olvidado el humor de los marineros, al que su tío había comenzado a agarrarle cariño cuando decidieron comenzar a andar a pie y, oh, el vaivén del barco por las olas. Dulce y suave y casi imperceptible vaivén. ¡Hah! Él era un maestro fuego, después de todo, y teniendo en consideración toda la cantidad de malos recuerdos que tenía de aquel tiempo, durante su condena de ostracismo, no era para menos que le tuviera repelús.
Aún después de tanto tiempo, no podía evitar la sensación de desazón que le llenaba el pecho cada vez que pisaba un barco: por más grande que éste fuera, era como si el mundo entero se bamboleara bajo sus pies. El océano siempre le provocaba lo mismo. Y es que era un terreno tan inestable y traicionero, como hermoso; tan opuesto a su elemento, tan agresivo a veces y tan pacífico, en otras.
Eran exactamente iguales.
—Es magnífico, ¿no lo crees así, Sobrino?
—¿Eh, qué?—
—El océano, por supuesto— aclaró el anciano, de quien había olvidado su presencia por un instante, sonriendo casi por nada en especial—: el color, la belleza, la intensidad y la gran cantidad de misterios que guardan las profundidades…
Zuko tuvo que recordarse a sí mismo que hablaban de un algo y no de un alguien.
Porque –cómo no-, el Océano le recordaba a ella, a la maestra agua del Avatar, la que podía ser tan –o mucho más- peligrosa que el propio océano tropical si se le provocaba, y tan tranquila y hermosa como los mares australes, si se tenía la suerte suficiente.
A ella y a sus ojos.
Katara era como el mismísimo océano. Y sus ojos azules podían guarnecer todos los misterios de las profundidades del universo y aun así permanecer tan claros y legibles como un cúmulo de aguas bajas.
—Ya no queda mucho— volvió a hablar Iroh, sacándolo una vez más de su ensoñación—. Llegaremos dentro de unas horas.
—Gracias, tío— le dijo casi en un acto reflejo, comprobando por sí mismo que podía ver perfectamente el vaho de su aliento a hablar, producto del brusco contraste entre su cálida temperatura interna con el cada vez más gélido aire del sur.
—¡De nada, Príncipe Zuko, perdón: Señor del Fuego Zuko!— y con las manos en la prominente barriga, lanzó una sonora pero acogedora carcajada que el más joven reconoció como la celebración de una broma personal.
Zuko soltó una risita disfrazada de bufido, resignado. Acostumbrado a que su tío le agradara recordar los días en que aún era un niño que se paseaba por el mundo persiguiendo a un Avatar virtualmente inexistente y había que hacerlo entrar en razón llamándolo pacientemente "Príncipe Zuko esto, Príncipe Zuko lo otro". Lo más probable era que el viaje en barco hubiese removido esa fibra nostálgica que tenían los ancianos –y que en el tío Iroh parecía estar más a flor de piel que en cualquier otra persona-, y le hubiese dado por llamarlo así nuevamente, como en aquellos tiempos. Ahora, luego de tanto andar, de tantos ires y venires, de tantos sacrificios y kilómetros y kilómetros sobre sus cuerpos, él ya no era más el Príncipe Zuko, sino que el Señor del fuego, gobernante de su nación, aliado del Avatar.
Y sonrió.
Hubo una época en que, ciertamente, el título le provocó sentimientos encontrados. Era algo que no debió tener desde un principio; el dueño original de la herencia era su primo Lu Ten. Solo al morir Azulon, él tuvo real conciencia de lo que iba a ser de él, y por un tiempo, lo agradeció: él era el mayor y era varón. Él heredaría la corona después de su padre. La única cosa que Azula no podría conseguir jamás, y se mantuvo con ese pensamiento como bandera de lucha durante sus años en el exilio. Sin embargo, se descubrió rechazando completamente la idea una vez que se hubo integrado a grupo del Avatar, avergonzado de haberla deseado en algún momento. Y hasta el último segundo, justo antes de que le prendieran la corona al tocado, se cuestionó sobre si él era realmente el adecuado para el trabajo.
Pero el tiempo le había dado la razón a su tío y a sus amigos.
Y si al tío Iroh le hacía feliz bromear con el asunto del título, a él qué más le daba. A donde iba, de cualquier modo, no lo necesitaba en absoluto.
Para ellos, él era simplemente Zuko.
El barco atracó en el puerto recién construido en el Polo sur apenas un par de horas después y una extraña sensación de nostalgia lo invadió. ¿Cuándo había sido la última vez que visitó esas tierras congeladas? ¿Dos, tres años? Lo recordaba bien: fue el día en que descubrió que su búsqueda sí tenía sentido, después de todo.
Se sonrió ante el recuerdo: el Polo sur definitivamente había cambiado un montón desde aquella ocasión. Tenía que felicitar a los maestros agua de Pakku por los avances.
Iroh apareció junto a él, envuelto en un finísimo abrigo con los colores de su nación que en sus tierras habría sido absolutamente innecesario, pero que había mandado a confeccionar especialmente para ese viaje al Polo sur, donde las bajísimas temperaturas eran más fuertes que su calor corporal y los delgados ropajes a los que estaban acostumbrados.
Zuko tuvo que inspirar profundamente para generar un poco de calor en su interior y, con la exhalación correlativa, dejar escapar al menos una parte de la tensión que el nerviosismo había generado en él. Sin éxito.
Había pasado mucho tiempo desde que pisó ese montón de hielo y nieve lleno de campesinos y no se había portado precisamente bien en ese entonces. Claro, las cosas eran ciertamente diferentes porque, para empezar, él había sido un Príncipe desterrado en una búsqueda imposible, a poco más de dos años de haber zarpado, en un iceberg, en ese entonces, habitado únicamente por niños y ancianos. Él estaba congelado y desesperado, y había visto una oportunidad, ¡no podía esperarse nada más de él!
Él había hecho mucho por reivindicarse después de eso, pero aun así era la primera vez desde entonces que volvía a poner un pie en esas tierras. No podía evitar sentirse presionado.
Solo esperaba que era pequeña población en crecimiento hubiese olvidado lo ocurrido. Pero eso jamás pasaría.
—Tranquilo, Señor del fuego Zuko— le dijo su tío, llamándolo por su título adrede, poniéndole una mano en el hombro, acudiendo, para variar, en su ayuda en los momentos más oportunos—, aquí nadie tiene resentimientos contra ti: te han perdonado.
El más joven se sorprendió pensando en que era eso, precisamente, lo que necesitaba oír. Así es, esas personas jamás olvidarían lo que ocurrió ahí hace tres años, así como tampoco quién había sido él entonces. Pero si algo admiraba de esa gente era su enorme corazón, lleno de una impresionante capacidad para perdonar. Porque ahora él era otro.
Volvió a inhalar mientras veía a su tío ir por la mitad de la rampa que iba desde la cubierta del acorazado hasta el muelle, con una sonrisa satisfactoria en el rostro tan típica de él, que le pareció reconfortante. Zuko se quedó unos pasos más atrás, agradeciendo en lo más profundo el apoyo y sabiduría de su tío.
Él había sido parte importante de su desarrollo personal mientras estuvo en el destierro, y su posterior redención, cuando decidió que su destino estaba junto al Avatar. En ese entonces era un adolescente impetuoso y enojado con el universo. Ahora él era el Señor del fuego y era un adulto que tenía a su cargo la suerte de toda su nación.
Porque, sí, Zuko había cumplido, al fin, los dieciocho años y era, oficialmente, un hombre.
Sonrió ante el paisaje prístino que tenía en frente y por la sensación de respirar aire puro.
—¡Zuko!— La exclamación de Sokka lo hizo pegar un respingo. Había estado bastante distraído últimamente—. ¡Qué gusto verte, amigo!
Entonces sintió cómo el peso de su amigo se le venía encima cuando éste lo abrazó para darle la bienvenida con un amistoso y rudo saludo, y ya era demasiado tarde para evitarlo. Sus sentidos estaban un poco dormidos, también. De seguro era por el frío.
—¡Hey, hey, hey, para! ¡Ya!— Se quejó el maestro fuego, intentando quitarse de encima al estratega militar más brillante e igualmente idiota que hubiera conocido jamás, quien intentaba desordenarle el tocado que realmente odiaba rehacerse más veces de las necesarias—. También me da gusto verte.
Se tomó un segundo para mirarlo, pensando en cuánto había cambiado en el año y medio que llevaba sin verlo. Si pensaba que Sokka ya era grande y fornido durante la adolescencia, la mayoría de edad le había convertido en un verdadero gladiador. Tenía la espalda tan ancha como el largo de su espada y había crecido casi tanto como él mismo.
—Oh, lamento interrumpir este reencuentro, pero yo también deseo saludar a los viejos amigos— comentó Iroh, soltando una risotada y colocando una mano sobre el hombro del guerrero del sur, mientras que la otra estaba puesta sobre el de su sobrino, como si realmente hubiese una pelea que quisiera detener sutilmente.
A su lado estaba Suki, quien se había quedado más atrás para saludar al general retirado.
La emotiva reunión tuvo lugar dentro de lo que pareció ser una burbuja en el tiempo y el espacio, aislados del frío y del cansancio, se vio interrumpida por la pregunta genuinamente interesada del anciano.
—¿Qué hay del resto?
—Toph está en Omashu, entrenando a esos pobres soldados. Dijo que no quería pisar este gran bloque de hielo sin suelo firme más tiempo del estrictamente necesario. Y Aang ha ido a buscarla y así aprovechaba de saludar al Rey Bumi— contestó Sokka con simpatía.
—Deberían estar aquí en una semana, como mucho. A tiempo para la fiesta.
—Ah, ya veo— contestó el hombre con una sonrisa.
—¿Y Katara?
La voz de Zuko se hizo presente a través de una pregunta y se produjo un silencio incómodo que duró unas cuantas milésimas de segundo.
—Ha estado… ocupada estos últimos días, ya sabes, con todo esto de la fiesta y esas cosas— respondió Suki, presurosa, como queriendo salvar ese silencio, cual mancha de grasa en un mantel blanco antes de que alguien lo notara.
—S-sí, debe estar con Gran Gran ahora mismo.
El ambiente se había tornado ligeramente tenso sin saber exactamente cómo ni por qué, y Zuko sintió como si le estuvieran ocultando información. Miró a su tío en busca de algún indicio, pero sus sospechas se vieron de alguna forma confirmadas cuando lo vio con la nariz en el aire, silbándole al cielo y mirando algún punto indefinido del cosmos, como si éste fuera a responderle, rehuyendo su mirada.
Entonces suspiró, resignado y agotado por partes iguales, y que sonó más como un resoplido frustrado. No era como si Sokka jamás actuara de forma extraña, como si Suki no le siguiera el juego –porque era la única que lo hacía. Ya entendía que ambos eran el uno para el otro-, o que su tío no fuera un completo experto en hacerse el tonto en los momentos más inoportunos.
Por una parte, pensó, las cosas estaban como siempre. Pero tampoco podía sacarse la sensación de que había información que él no conocía, y la paciencia y la comprensión nunca habían sido, ni de lejos, sus mayores virtudes, y mucho menos cuando sentía que eral el blanco de alguna broma.
De acuerdo, se dijo, cruzándose de brazos y frunciendo el entrecejo ligeramente, estando muy relacionado con la forma de ser de sus amigos, optando, a regañadientes, por darles el beneficio de la duda. Ya hablaría más tarde con su tío.
—¡Pero por qué seguimos aquí!— exclamó entonces el ex general, sorprendiéndolos a todos— ¿Qué les parece si continuamos esta adorable conversación dentro y disfrutando de un poco de té?
La pareja secundó la moción del anciano y los otros solo los siguió en su recorrido hasta la –otrora pequeña choza- residencia del Jefe de la Tribu agua del sur, que se levantaba junto a una ciudad en pleno desarrollo.
Le alegraba ver cómo aquella aldea, que más bien parecía un campamento con no más de dos docenas de habitantes, se estuviera convirtiendo en una ciudad en tan poco tiempo.
Definitivamente, los pupilos del maestro Pakku estaban haciendo un buen trabajo.
La residencia del Jefe de la tribu y de su familia no estaba lejos de lo que vendría siendo la plaza central de aquella ciudad incipiente. Tampoco se distinguía de manera alguna de las demás, salvo por su extensión, la que, como era lógico, debía tener el tamaño adecuado para albergar a las visitas importantes. Estaba edificada con el mismo estilo de las grandes construcciones del Polo norte, pero más pequeña y humilde, adecuada para las necesidades de la aldea. El Jefe no iba a vivir en un palacio cuando su aldea apenas tenía un templo y su gente se estaba aún levantando.
El Señor del fuego pensó que podría aprender mucho del sentido de la empatía que poseían los ciudadanos del sur.
Zuko se detuvo en la puerta de la residencia, luego de que el resto hubo desaparecido por ésta. Se dio la vuelta para contemplar nuevamente a esa pequeña aldea de campesinos, que ahora se estaba convirtiendo en una verdadera ciudad. Sonrió ante la idea de progreso. Había niños correteando por las calles y el aire estaba plagado del rumor de las risas y las conversaciones de las vecinas. Más allá estaba el sonido de las olas contra los icebergs.
Respiró profundamente, levantando los brazos en el proceso, llenando su pecho y su corazón del aire puro de la zona más austral del mapa, colmándose de la paz y la tranquilidad que reinaba allí.
Qué gusto tenía de estar ahí.
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Revisado: Jueves 22 de marzo de 2018
