EL HELADO PUDO CON SHERLOCK
¡Feliz cumpleaños, Deadloss!
El día anterior había sido agotador; y el anterior, y el anterior a ése. Realmente, ¿cuándo un día no lo era? Siempre persiguiendo a alguien, en el centro de Londres o en cualquier otra parte. Lo bueno era que siempre volvían a casa, a su casa, y Mrs. Hudson les esperaba con una taza de té caliente para salvarles del astuto frío. Aunque ya el invierno se estaba despidiendo y la primavera ocupaba su puesto cada día con más descaro.
Los árboles comenzaban a mostrar sus alérgicas flores, los pájaros cantaban sin descanso en las ventanas a deshoras y el calor arremetía contra los viandantes con rudeza. Una primavera más calurosa de lo que debiera, anunciando un verano hirviente y dictador del arresto domiciliario.
¿Y quién sufría todo esto, corriendo bajo el cielo despejado de la ciudad, mañana, tarde, noche y madrugada? John, lo sufría John. A Sherlock parecía no afectarle lo más mínimo.
Cuando los árboles no proyectaban sombra alguna y el villano era casi atleta olímpico, mientras los minerales se evaporaban en su piel, Sherlock seguía intacto, como una hermosa estatua de mármol.
Ese día, tan cotidiano y diferente al del resto de los mortales, el caso les llevó a un sospechoso y el sospechoso a un parque. Cuidadosos —uno más que otro— intentaron evitar que cundiera un pánico contraproducente. No lo consiguieron; Scotland Yard llegó y el sigilo se fue al traste.
Pero antes de que llegasen por la llamada del detective consultor que, para nada gustoso se vio obligado a hacer por la estricta y, muchas veces, innecesaria burocracia "o lo haces así o no te doy más casos", pudieron capturar al fugitivo. Sólo que, al hacerlo, el estanque con patos que quedaba tras ellos quedó demasiado cerca.
Mojados, con los móviles inservibles y con el detenido se presentaron a Lestrade.
— Supongo que me habrás llamado antes de poneros como una sopa —rio éste.
Con pocas ganas de hablar y menos de contestar obviedades faltas de gracia, Sherlock le entregó al futuro preso y se fue con John y la despedida con la cabeza de éste al DI.
De camino a casa, aún en el parque, el menor se quedó mirando un puesto de helados con mesas alrededor y familias felices sentadas en ellas. Era un bonito y soleado día de domingo y ellos ni siquiera se habían dado cuenta.
— ¿Sabes? El helado mejora el humor —dijo el doctor sonriente.
— Sin duda, la idea más estúpida que he oído nunca —y siguió su camino. John aceleró el paso hasta ponerse a su altura. No esperaba otra respuesta.
— ¿Por qué estás tan feliz?
— Por nada en especial —respondió John a su lado.
...
— ¿Qué es eso? —preguntó el detective sin levantar la vista de la laptop del doctor.
— Lo llaman tarrina de helado, pero no me hagas mucho caso —sonrió el mayor sentándose en el sofá junto a él. Sherlock siguió escribiendo pero, a cada cucharada que John tomaba, sus ojos se dirigían a éste sutilmente.
— Sherlock, ¿quieres helado? —le dijo ofreciéndole el recipiente. Pero el moreno no contestó y siguió tecleando.
— Como quieras —y siguió tomándoselo tranquilamente. Sherlock volvió a mirarle de reojo. — Toma, quédatelo, voy a por otro —sonrió dejándolo sobre la mesa y levantándose hacia el congelador. El menor esperó a que desapareciera tras la puerta para tomarlo. — Creía que no te gustaba —exclamó John con una nueva tarrina.
— Sin duda, la idea más estúpida que he oído nunca —dijo Sherlock sin dejar de comer. John rio fuerte y comenzó con su nuevo helado. Ningún día era aburrido a su lado.
o.o.o
¡Hola amig s! ¿Qué tal todo?
¡Espero que les guste mi escrito!
¡Feliz cumpleaños de nuevo, Deadloss!
¡Pásenlo bien!
