El cielo estaba gris sobre Londres. El viento aullaba entre las ramas desnudas de los árboles del jardín mientras que las campanas de la iglesia repicaban y anunciaban que la hora de cenar estaba próxima.

Una figura solitaria que estaba sentada sobre la colina, ignoró el llamado mientras su mirada se perdía en la distancia. Tras ella, él se detuvo a poca distancia y aunque no podía ver su rostro, sabía que ella estaba triste.

"¡Candy!" – la llamó, interrumpiendo sus pensamientos.

La mano de la joven voló hacia su rostro para apartar las lágrimas que corrían por sus mejillas. Se volvió con una sonrisa que habría engañado a cualquiera pero no a él.

"¿No has escuchado las campanas?" – Avanzó hacia ella - "Es casi hora de cenar."

"¿Sabías que estaba aquí?"

"Siempre vienes a tu Colina de Pony cuando estás triste" – dijo fijando su mirada en el rostro de Candy.

"¿Qué dices, Stear?" – preguntó evadiendo su mirada – "Yo no estoy triste."

Candy empezó a levantarse y Stear le ofreció su mano. La muchacha sonrió mientras deslizaba su mano entre la del joven.

"¡Candy!– la regañó al notar la frialdad en su piel – "¿Cómo es que no traes tus guantes?"

"Los olvidé en el salón de clases" – explicó llena de pena.

"Usa los míos" – dijo entregándole unos de fino cuero negro.

"No es necesario" – se sonrojó.

"Úsalos…o no te contaré acerca de mi nueva idea" - añadió traviesamente.

"¿Qué se te ha ocurrido?" – le preguntó Candy con interés.

"¿Qué te parecería una bicicleta voladora?"

"¿No han intentado construir una ya?" – preguntó con delicadeza y tratando de no desanimarlo.

"Sí, pero no ha sido un ÉXITO."

"Estoy segura tú podrás hacerlo" – sonrió ella.

"¿Te imaginas ¡Podrás desplazarte de un lugar a otro en corto tiempo!"

"¡Claro! Será un invento increíble."

"¿De veras lo crees?" – Se acomodó los lentes – "Archi dice que estoy hablando tonterías."

"No le hagas caso. Tú invento será todo un ÉXITO" – repitió con seguridad.

"Eso pienso yo" – le sonrió reconfortado – "Ahora dime ¿qué te sucede ¿Por qué estás triste?"

"Pensaba en mi hogar" – dijo en voz baja.

"¡Oh Candy!" – posó la mano sobre su hombro para reconfortarla.

"¿Crees que podré regresar a América durante el verano, Stear?" –lo miró lleno de esperanza.

"No lo sé, Candy. Tal vez debas pedírselo al Tío William."

"Lo sé, pero es que nunca responde a mis cartas."

"Sabes que el Tío William es una persona muy ocupada pero estoy seguro que recibe tus cartas."

"¡Eso espero!"

"Si no te contesta tal vez deberías pedírselo a Tía Elroy."

"Estoy segura que Tía Elroy me ignorará."

"No digas eso, Candy."

"Tía Elroy no me acepta, Stear, todos lo saben. Sólo me tolera porque Tío William me adoptó y la obligó a tenerme en la familia."

"¿Por qué no tratas de reconciliarte con ella este fin de semana?"

"¿Este fin de semana?" – preguntó sin comprender.

"Tía Elroy está en la ciudad para celebrar su cumpleaños."

"¿Su cumpleaños?" – Preguntó sorprendida – "¿Tía Elroy aún cumple años?"

Stear no pudo contener su risa ante la pregunta impertinente de Candy.

"¡Claro que cumple años, Candy! Todos iremos a verla y tú debes acompañarnos."

"¿Yo?" – preguntó sorprendida.

"¡Por supuesto! Eres parte de la familia y es tu obligación, como la señorita bien portada que eres," – le guiñó el ojo – "de felicitarla en persona."

"No creo que quiera verme el día de su cumpleaños, Stear."

"Por eso mismo debes asistir. Se sorprenderá al verte pero lo tomará en consideración. Además, estoy seguro que se impresionará cuando le den informes sobre tu progreso en el colegio."

"¿Tú crees?" – preguntó con cierta emoción.

"¡Claro! Verá que te has esmerado por convertirte en toda una dama. En una Andrey" – dijo sonriendo.

"Eso sería muy bueno" – dijo cruzando los dedos.

"Estoy seguro que así será. Eres maravillosa y Tía Elroy tendrá que darse cuenta."

El joven retiró los anteojos de su rostro para limpiar los cristales. Candy lo observaba calladamente, intrigada ante el rubor incipiente en las mejillas de su amigo.

"Stear…" - lo llamó ella con gentileza.

El joven levantó su mirada hacia ella interrogante.

"¿Por qué eres tan amable conmigo?"

Stear la miró a los ojos y sonrió antes de colocarse los anteojos. Ella levantó su mano y lo detuvo.

"¿Por qué siempre llevas tus gafitas, Stear?" – preguntó de sopetón.

"¿Qué quieres decir?"

Candy posó su mano en la mejilla del muchacho.

"Tus ojos son muy hermosos, Stear. De hecho…eres…eres muy apuesto" – continuó ella, escudriñando su rostro.

"Esperaba que te dieras cuentas" – dijo sonriéndole.

Stear cubrió la mano de Candy, sobre su mejilla, con la suya. Se miraron en silencio sin saber que decir ni que pensar. Mil pensamientos cruzaban por la cabeza de Stear pero las palabras no se atrevían a salir de sus labios.

El gélido viento los envolvió y Candy se estremeció. Stear desenrolló la bufanda que llevaba puesta y la colocó alrededor del cuello de Candy.

"Creo que debemos regresar" – dijo Stear rompiendo el hechizo – "o te congelarás."

"Sí, ya deben estar por servir la cena" - asintió ruborizándose.

"¿Te veremos esta noche, Candy?" – preguntó, guardando las manos en los bolsillos de su abrigo.

"¡Claro! Tenemos un partido de cartas pendiente. Además, quiero que me cuentes más sobre tu invento" – dijo enlazando su brazo con el de Stear mientras caminaban hacia los comedores.

A poca distancia de ellos, dos pares de ojos marrones los miraban llenos de envidia.

"¿Escuchaste eso?"– preguntó incrédula la joven de cabellos rojizos.

"No estoy sordo, Elisa" – le contestó su hermano con sarcasmo.

"¡La ha invitado a celebrar el cumpleaños de Tía Elroy con nosotros ¿Cómo se atreve a hacer eso?"

"No sé por qué te sorprende, Elisa" – dijo Neil – "es obvio que está enamorado de ella y quiere que Tía Elroy la acepte como un miembro más de la familia."

"¿Qué es lo que le ven?" – Preguntó malhumorada – "No es más que una miserable huérfana."

"Una huérfana muy bonita" – pensó Neil lascivamente.

"¡No la quiero junto a nosotros!" – Gritó – "¡No es justo que esa huérfana nos acompañe!"

"¿Y qué vamos a hacer al respecto?" – le sonrió con interés.

"Pronto lo sabrás" – le dijo enigmáticamente.

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Las monjas caminaban presurosas por los pasillos del Colegio Real San Pablo para asegurarse que todo estaba en orden. Un campanazo resonó por el lugar y dentro de sus habitaciones los estudiantes cerraron sus libros y empezaron a prepararse para dormir.

Afuera, un temporal de lluvia y granizo caía sobre los tejados. Los rayos iluminaban el cielo mientras los truenos sacudían los cristales de las ventanas. Con un mohín dibujado en su rostro, Candy observaba la lluvia que caía copiosamente sobre su balcón.

"Imposible salir con este clima" – pensó con desilusión.

Tomó asiento a la orilla del lecho y empezó a desatar los cordones de las botas cuando una voz tras su puerta la hizo brincar.

"¡Apague su lámpara señorita Andrey!" – gritó la religiosa.

"¡Lo siento!" – contestó mientras corría a apagar la luz y tropezando antes con una de las botas que yacía en el suelo.

"¡Silencio ¡Ya debería saber que no tiene que hablar, sólo obedecer!"

La monja esperó a que la luz desapareciera bajo la rendija de la puerta para continuar su camino. Candy respiró aliviada al escuchar las pisadas alejarse por el pasillo.

"¡Que humor se manejan las monjas!" – Pensó mientras se deslizaba bajo las sábanas - "Seguro que mañana me hace rezar el doble".

Cerró los ojos pero volvió a abrirlos casi enseguida mientras recordaba con gran melancolía su vida en América. No quería parecer mal agradecida y por eso ocultaba su tristeza tras una máscara de felicidad. Sabía que era gracias a Stear, Archi y Anthony que ahora pertenecía a una de las familias más distinguidas de América y que Miss Pony y Sor María estaban muy orgullosas que ella recibiera una educación en el extranjero. Y era más por ellas que había aceptado irse con George a Inglaterra.

Mientras viajaba a Londres a bordo del Mauritania se había hecho ilusiones de empezar una vida nueva junto a sus primos. Se había deleitado al conocer sus aposentos y a sus vecinas que mostraban un gran interés hacia ella. Sin embargo, los Leagan se habían encargado de estropearlo todo.

Elisa y Neil se habían encargado de contarle a todo el colegio que Candy había sido su sirvienta, de acusarla de ladrona, y de especular acerca de los "medios" de los que se habría valido para convencer a los Andrey de adoptarla. El desprecio fue casi instantáneo.

Candy optó por ignorar a los riquillos tal como ellos hacían con ella y se dedicó a estudiar. Sus reuniones "clandestinas" con Archi y Stear la mantenían animada, igual que su creciente amistad con Annie, su hermana, que también había sido enviada a Londres. No obstante, Candy contaba los días en el calendario, esperando las VACACIONES para regresar a América.

"Tal vez pueda convencerla" – se dijo llena de esperanza – "Me he portado bien últimamente…no creo que le puedan dar quejas de mí. ¡Ya sé! La haré un regalo pero ¿qué le gustará a una mujer que lo tiene todo?"

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Stear estaba recostado en el sofá de la salita adyacente a su habitación con la mirada fija en el ventanal del balcón. Los rayos iluminaban su silueta y Archi podía ver la sonrisa llena de ilusión que tenía su hermano.

"No creo que venga, Stear" – le dijo desde su cama.

"Ya lo sé" – le contestó volviendo el rostro hacia él.

"Entonces ¿por qué no te recuestas? Si viene el cura y ve que no estás en cama, te regañara."

"Si la puerta se abre, fingiré estar dormido" – le contestó.

"¿Eres actor ahora? Aparte de inventor, claro está" – le dijo burlonamente.

"Respeta a tu hermano mayor" – le dijo poniéndose de pie – "O tendré que darte una lección."

"No me digas. ¿Y cómo piensas hacer eso?" – le preguntó Archi con altivez.

"Así."

El movimiento de Stear fue tan inesperado que Archi no pudo evitar que la almohada se estrellara en su rostro. Stear soltó una carcajada y arremetió de nuevo contra su hermano. No hubo tercera ya que Archi se lanzó contra él y los dos cayeron al suelo en un match de lucha libre.

"¿Te rindes?" – preguntó Stear mientras rodeaba el cuello de Archi con su brazo.

"¡No!" – le contestó casi sin aliento y arremetió su codo contra el estómago del joven de cabellos oscuros.

"¡Auch!" – alcanzó a decir Stear antes que Archi aprisionara su brazo en la espalda.

"¡Hey!" – se quejó – "Ese es mi brazo de inventor."

Se escucharon pisadas tras la puerta y los hermanos Cornwall se miraron preocupados antes de correr y escabullirse entre sus sábanas. Un segundo después la puerta se abrió para dar paso al religioso encargado de cuidar el piso. El cura los contempló por unos minutos mientras los chicos contenían la respiración y las gotas de sudor rodaban por sus frentes.

"Que duerman bien" – dijo el hombre antes de cerrar la puerta.

Una vez a salvo, los hermanos empezaron a reír por lo bajo.

"Casi nos descubren" – dijo Archi en un susurro.

"Hacía mucho que no hacíamos eso" - dijo Stear con cierta melancolía.

"Desde Lakewood…desde la muerte de Anthony."

"¡Como nos divertíamos ¿Recuerdas que siempre le ganábamos al pobre Anthony?"

"Sí…era tan bueno… ¡qué manera de aprovecharnos!" - dijo Archi con nostalgia.

Los dos guardaron silencio, los recuerdos de su infancia junto a su primo Anthony Brown llenando su mente.

"¿Cómo sería nuestra vida si Anthony estuviera aquí?" – preguntó Archi.

"Sería estupendo. Al menos Candy no estaría tan triste."

"El cambio ha sido muy difícil para ella."

"No sería tan difícil si no fuera por los Leagan" – dijo Stear molesto.

"Son unos desgraciados" – añadió Archi – "Si no hubieran abierto la boca, nadie sabría la historia de Candy y no la tratarían como lo hacen."

"Extraña mucho su Hogar de Pony."

"Nosotros somos su hogar ahora, Stear" – replicó Archi.

"¡Cuánto me gustaría que eso fuera cierto!" – dijo suspirando.

"Tenemos que cuidarla tal como Anthony lo hacía."

"Y yo la cuidaré como él lo hubiera hecho" – pensó Stear cerrando los ojos.

Stear sabía que Candy no estaba a gusto en Londres. Lo veía en sus ojos cada vez que se encontraban en el jardín o cuando cruzaban miradas por los pasillos. Ella fingía que era feliz con una de aquellas sonrisas que Stear pensaba que tenía el poder de iluminar el día más gris.

"Debemos cuidarla de Grandchester" – dijo Archi sorpresivamente.

"¿Qué dices?" – preguntó Stear adormilado.

"Grandchester, el ricachón que vive al lado" – dijo despectivo – "Él sabe que Candy nos visita."

"No creo que le interese. Siempre anda en su propio mundo."

"No lo sé" – dijo Archi pensativo – "Me da mala espina. ¿No recuerdas que hace unos días me tiró la puerta en la cara ¡Es un patán!"

"Calma hermano. Se enojó porque abriste su puerta."

"¡Fue un error!"

"Buscaremos otra manera de hacer señales a Candy" – dijo Stear – "No queremos que Candy se equivoque y que le pase lo mismo que a ti con Grandchester."

Terrence Grandchester era el vecino de los Cornwall y el muchacho más problemático del Colegio Real San Pablo. Se rumoraba que lo habían expulsado de cada colegio al cual había asistido desde su infancia.

El muchacho sólo respetaba una regla: "Hacer lo que me de la gana".

Ningún colegio Londinense quería tratar con él debido que sus groserías, desplantes y escapadas que eran bien conocidos. La única razón por la que la Madre Superiora lo había aceptado era porque su padre, Richard Grandchester, hacía grandes donaciones al instituto.

El primer día de clases fue suficiente para que la madre superiora se diera cuenta de su error. Terrence Grandchester se había presentado a clases con la corbata desanudada y el cabello sin cortar. Lo había regañado mientras él permanecía impasible ante la mirada atónita de sus compañeros.

"¿Ha terminado?" – Fue lo único que dijo con una sonrisa socarrona en su boca, cuando la religiosa hizo una pausa – "Es un hermoso día y no lo pienso pasar entre estas cuatro paredes".

Atónita, la Hermana Grey lo vio dar media vuelta y salir del salón.

"¡Vaya desperdicio de dinero!" – Pensó – "¡Tanto esfuerzo en tratar de educarlo y no es más que un terrible truhan!".

El "truhan" era un enigma para todos. Había días en que se presentaba a clases a tiempo, con las lecciones estudiadas y se comportaba como un alumno modelo. En otras ocasiones, no se molestaba en asistir a clases y se la pasaba vagando por los jardines o montando a caballo.

Gradualmente, las cosas empezaron a empeorar. Terrence empezó a ausentarse del colegio por días hasta que un día desapareció por completo. Preocupada, la Madre Superiora le había comunicado al duque sobre el comportamiento del muchacho. El noble sólo había sonreído y le había pedido que guardara la plaza de Terrence en el colegio.

El joven había regresado al plantel a comienzos del año acompañado de su padre. La rectora los había recibido en el despacho y empezó a sermonear al muchacho, que parecía más ausente que de costumbre.

"Terrence ¿me está escuchado?" – le preguntó con rabia.

Como salido de un trance, el muchacho la miró y lo que la Madre Superiora Grey vio en su mirada la asustó un poco: era una rabia latente y una dureza que no había notado antes.

"Cada palabra" – contestó – "y le prometo que me portaré como digno hijo del duque".

La Madre Superiora se estremeció al escuchar el tono seco de su voz y en ese mismo instante supo que Terrence mentía. Miró al Duque de Grandchester con preocupación pero él no pareció notarlo.

"¿Me puedo retirar?" – preguntó el joven

"Puedes hacerlo".

"Te ruego que te comportes. Terrence" – suplicó el duque.

"No te preocupes, padre. No te avergonzaré" – dijo antes de salir del despacho.

"Está advertido, Duque de Grandchester. Si Terrence no mejora su conducta, será expulsado" – le advirtió.

El mal comportamiento de Terrence no tardó. Empezó a pelearse con sus compañeros, a interrumpir las clases, los rezos, y a escaparse por las noches. Los religiosos que cuidaban los

Los dormitorios de los varones lo habían encontrado más de una vez dormido en las bancas con un olor a tabaco y licor cubriendo sus ropas.

La paciencia de la Madre Superiora estaba llegando a su límite. Veía a Terrence como un caso perdido y esperaba con ansia la ocasión perfecta para expulsarlo del Colegio Real San Pablo.