Ninguno de los personajes me pertenecen, todos ellos son creación y propiedad de Sunrise.

"Al invierno no se lo come el lobo"

Su mirada penetró la blanca cortina de nieve copiosa, que caía delante de ella. Las patas delanteras cosquilleando ante la vista de la presa. Solo un poco más. Aún, en medio de esa espesa ventisca, en medio del viento salvaje que azotaba su pelaje oscuro, el éxito no era seguro.

No lo sería hasta que sus colmillos sostuvieran el cuello tibio de la presa.

Adelantó un par de pasos, sus patas fuertes la sostuvieron sobre el mar de nieve. Sólo podía percibir a su alrededor su presencia y la de la pequeña manada de venados frente a ella. Todos hambrientos. Cada uno de ellos desesperados por conseguir algo que comer, algo que ramonear, algo que mordisquear hasta la extenuación. Su estómago crujió, la piel tirante sobre él. Los huesos presionando contra los órganos.

Toda la excitación del momento empezaba a culminar.

Aspiró una vez más el viento cargado del aroma de la caza antes de apretar los músculos y saltar.

Ansias de matar.

–Comandante…

–¡Comandante! –La voz salió, o más bien la hizo salir, de un profundo sueño. La mujer parpadeó un par de veces, retomando conciencia de su cuerpo. Suavemente, casi de manera inconsciente, cernió sus dedos sobre su palma, formando un puño. El hombre esperó nervioso, frente a ella, sin hacer un movimiento. El aire estático que los rodeaba sólo era cortado por la caprichosa y titilante luz de la lámpara que iluminaba la estancia. Subía y bajaba su llama, consumiendo lentamente el aceite que se arremolinaba al fondo de ese pequeño infierno luminoso. La mujer por fin pareció reaccionar, tomando en sus manos el collar de plata que adornaba su cuello y sobresalía por la capa azul oscura, meditando. Sus facciones concentradas en un punto más lejano que el joven mensajero. Jugueteó con la esmeralda engarzada en el decorado de plata unos momentos más, digiriendo las imágenes y las sensaciones que aún recorrían su cuerpo, antes de bajar la mirada y fijar los ojos en el uniformado frente a ella.

Inconscientemente el joven retrocedió un paso.

Los ojos de la comandante eran como si el bosque entero se inclinara a tragárselo.

–Habla –Articuló al fin, posando ambas manos sobre sus rodillas e inclinándose levemente hacia él. Su atención puesta en toda la información que traería. La información que, según lo que estimaba, la ayudaría a iniciar y ganar la batalla. La primera de lo que no tenía forma aún, escaramuzas o guerra.

El viento rugía desde el sur, malos presagios lo acompañaban.

Pero aquello no importaba.

Podía sentir lo que realmente importaba.

Lo que la haría buscar hasta que su vista estuviera exhausta.

Al fin habían empezado el viaje.

Invierno

Capítulo primero

1.

Las botas salpicaron el barro y el agua sucia. A lo largo de esos improvisados caminos las tiendas se erguían. Gritos ahogados y fuertes risotadas poblaban el campamento. Sonrió, todos esos hombres llorarían y se lamentarían antes de entrar en batalla, casi rogando por su muerte, por ser arrancados de cuajo de la miserable vida que les corría siempre tras la sangre, por dinero manchado de escarlata, una mísera paga. Pero todos defenderían su vida hasta el final. Desesperados por una respiración más en ese mundo plagado de guerra. Todos intentarían mantenerse hasta el final, cuando la batalla degenerara en matanza y los hombres se desbandaran como cerdos en busca de joyas, de oro, de comida, de mujeres. En busca de lo que fuera, con tal de imponer su poder. Su visión del mundo.

Su huella en él.

Una sucia huella que se confundiría con otras, que terminaría por borrarse inevitablemente, lavada por más sangre que habría de llegar. A borbotones, que se derramaría y refregaría sobre la sucia huella.

La mujer siguió a largas zancadas recorriendo el campamento. No podía evitarlo, la muerte era su compañera. Amaba las batallas, amaba pelear y sentir la adrenalina golpeándole las sienes, como si el mundo entero se detuviera en ese momento en que el acero chocaba contra acero. Cuando las chispas saltaban celebrando el encuentro entre dos enemigos. La muerte era la consecuencia ineludible. Se había acostumbrado, era lo que de ella esperaban. Sus reyes, sus superiores, su sangre clamaba por lo mismo.

Incluso los aullidos lejanos la llamaban, cuando derramaban sangre, suplicándole permiso para abandonarse al frenesí carmesí, horas, días, antes que la tierra bebiera todo el desastre y el mundo recobrara el precario equilibrio.

La llovizna caía suave, en medio del invierno cálido que sostenía esa tierra apacible. Natsuki observó las nubes grises sobre ella, ese invierno se le asemejaba a la primavera en sus tierras, el sur cubierto de nieves eternas. Sus hombres no tendrían problema luchando con un clima así, no tendrían problema resistiendo un clima así. Parte de la batalla estaba ganada. Giró su cuerpo hacia el sur, la capa oscura sobre sus hombros susurró contra el suelo antes de asentarse. Ahora estaban a muchos días de camino de la frontera de su reino, aplacando revueltas y levantamientos. Atrás de sus tropas se arremolinaba el bosque que cubría los acantilados que custodiaban el mar salvaje. La punta de flecha quedaba muy atrás. Asentó la mano en la espada, alcanzando el límite de las tiendas que se encaramaban sobre una suave colina, hacia un despejado bosque del que sacaban leña. Su grupo era casi una partida de exploración, la vanguardia de un verdadero ejército. Solo tres mil hombres a su mando eran considerados necesarios para aplastar una revolución de cinco mil. Su vista, pintada de gris por las nubes de la tarde, se perdió hacia el norte. Esperaban refuerzos del reino vecino hacia tres días. Pero los marinos eran lentos en tierra, y siendo imposible el desembarco en esas tierras altas rodeadas de desfiladeros las tropas se movilizaban a pie. No se respiraba sal en esa tierra. Curvó uno de los extremos de su boca, divertida, la capitana del regimiento que venía en su auxilio seguramente estaría desesperada a las horas en medio de esos parajes. Apretó el pomo de la espada, una vieja costumbre que tenía cuando sentía la impaciencia recorriéndole las entrañas, pero lo soltó al instante, su palma tibia cosquilleaba. Había olvidado por completo que su arma era una espada de doble filo. Maldiciendo por lo bajo dejó la palma abierta, colgando, intentando deshacerse de esa desagradable sensación que poco a poco empezaba a recorrerle el brazo por completo.

Una cuota de ansiedad se filtró por la dura mirada verde, usualmente fría e impenetrable cuando asumía su papel de comandante. También esperaba otras visitas, pero el camino de ellas era mucho más largo y peligroso. Los mensajeros ya no corrían entre ambas partes, los mensajeros eran sólo las aves que cruzaban el cielo, alguna de ellas con la nota de la ubicación. Hacia un par de semanas que no tenía certeza de su paradero, sólo podía suponerlo. Volvió la vista a las montañas que cortaban el paso por el noreste, altas y escapadas. Mantenían nieve eterna en sus cimas, pero no tan altas como las que hacían intransitables sus tierras últimas. Su cabeza giró inconscientemente, siguiendo lo que su oído le decía, captando el grito de los exploradores regresando, el bufar de los caballos y el chocar de los cascos contra la tierra mojada. Chasqueó la lengua, volviendo nuevamente la marcha, a su paso los hombres inclinaban la cabeza, deteniendo por un momento la frenética actividad que los consumía. Conocían a la comandante, la respetaban. Ninguno de esos hombres era de su tropa, todos ellos dejados en la guardia del castillo real. Estos soldados eran regulares, un pequeño destacamento que se mantenía cerca de la frontera norte, siempre listo para responder a esos llamados. Pero la fama se extendía incluso más allá de las fronteras.

La mujer azul.

Luchaba en medio del fragor de espadas, hachas, dagas y flechas. Con una coraza ligera, una excusa de armadura para muchos.

Sólo con su arma y escudo en mano.

Y una mirada fría.

Y siempre salía victoriosa.

O eso es lo que dicen los cuentos, he tenido derrotas…

La bruja azul.

Ese apodo era suficiente para que una sonrisa nerviosa cruzara los labios de quien planeaba la invasión, la guerra o la simple afrenta.

Y sobre la colina su figura se recortaba contra la noche que caía pesada y rápida sobre ellos. Su chaqueta oscura ribeteada de adornos dorados, sencillos y discretos. La capa de lana gruesa con el símbolo de su reino bordado en las hombreras, las botas altas de cuero impermeabilizado. Incluso su pelo azul casi azabache hacía juego con su atuendo, una mezcla de colores apagados y fríos, sólo sus ojos verdes parecían no pertenecer a los helados parajes que la vieron crecer. El verde extraído de los bosques tibios en primavera, un escenario sólo posible cuando la luz del sol se filtraba por las tupidas copas de los árboles centenarios. Era lo único extraño que veían en ella su coterráneos, el verde que contrastaba con el azul, el celeste y el gris que solía adornar las miradas de esa tierra, extraídas todas desde el cielo mismo. El cielo y sus imposibles colores de invierno. Más bien parecían los colores de la piedra que escondía bajo la ropa, colgando de su cuello.

El campamento funcionaba bien, los soldados estarían bien preparados para cuando llegara el enemigo o cuando ellos se dejaran caer encima. Lo que sucediera primero. Habían ido cazando una a una todas las pequeñas columnas que se separaban y adelantaban al ejercito principal. Los nómades levantados en busca de los territorios del oeste, costas fértiles y ricas en comercio. Y ahí estaban ellos, los del sur, vendiendo su pellejo por el bien de sus aliados. Apretó un poco más el paso, hacia su tienda, era lo que se le había ordenado, y lo cumpliría de manera ejemplar. Antes de atravesar las telas que protegían la entrada para hablar con los exploradores giró nuevamente la vista hacia el cielo, ahora más oscuro, avisando la inminente llegada de la noche negra, sin estrellas. La noche que tragaba los hombres sin devolver siquiera su recuerdo. Las bandadas de pájaros surcaban a lo lejos, muy a lo lejos, el campamento. Ninguna de ellas traería lo que buscaba.

Quizás una nueva columna se adelantó… Se detuvo unos momentos más, indecisa, sin poder controlar los pensamientos desbocados que nacían sin orden en su cabeza. Los cascos de dos caballos veloces y ligeros sólo podían pertenecer a mensajes o a los grupos de avanzada. Fuera lo que fuera, algo se acercaba. Se acercaba muy rápido y ella debía estar preparada para lo que fuera. Antes de penetrar definitivamente su tienda y, a la vez, el cuartel principal del ejército, alzó la vista una vez más, a la bandada que se alejaba en el horizonte.

Sólo graznidos lejanos era la respuesta a sus inquietudes crecientes.

2.

Los cascos de los caballos resonaron contra la dura piedra. Los últimos rayos de luz se perdían por el horizonte escarpado de cumbres. El paso entremedio de las montañas enfriaba, arrancándoles volutas de humo caliente a las ancas cansadas de los caballos. Los dos animales resoplaron al unísono, dispersando al alrededor de sus belfos sendas columnas de humo blanquecino. El hielo aguijoneaba sin piedad en cuanto la noche le cedía el paso. El jinete chasqueó la lengua, signos de preocupación se filtraban de sus gestos impacientes y el firme agarre a las riendas. La vuelta en la que se detuvieron a observar los últimos rastros de sol daba a un abrupto acantilado. Una quebrada en la que, más abajo, sobrevolaban suavemente enormes aves negras. Una constante corriente ascendente las mantenía al filo del abismo sin esfuerzo.

-Vamos- Ordenó, más para sí que para su acompañante. La pequeña caravana se puso nuevamente en movimiento. Enormes cascos peludos apartaban las pequeñas piedras sueltas. Las dos monturas resaltaban y a la vez se camuflaban entre el paisaje plagado de nieve. No podían detenerse, aún con la noche a cuestas. Sólo faltaban algunos kilómetros para llegar a uno de los refugios que habían programado a lo largo de la ruta. Picaron los flancos de los animales, acelerando el paso un poco más. La noche traía lobos.

Manadas de lobos hambrientas.

No podrían con todos.

No, no con una manada desesperada de esos animales.

Mucho más grandes de lo que esperaba en esas tierras altas y heladas.

Las capas cubrían hasta la mitad de las ancas, oscuras ya sin luz, protegiendo la piel expuesta de los animales. El camino marcado débilmente aún era visible, transitable por las bestias cargadas con sus jinetes y sus suministros. Mantenían un paso estable y rápido, resollando pero sin cejar ni perder la fuerza de las enormes patas. Avanzando siempre en fila, las dagas escondidas junto al corazón, todos los sentidos alertas. En un estado constante de alarma silenciosa.

-Ahí está- Quien encabezaba la columna no se giró ante el comentario. Siguió el ritmo sin dar acuso de haber escuchado a su acompañante. No necesitaba hacerlo, no requerían de esas pequeñas formalidades. A lo lejos el pequeño refugio construido con piedra y madera destacaba del blanco manto. Lo que necesitaban, una pequeña habitación junto a un establo cerrado. Seguramente estaría reforzado con una doble puerta y trancas internas. Todo para resistir el mordisco del viento, del frío y de las bestias. Alcanzaron con rapidez la construcción, desmontando y guiando a los animales a la habitación cerrada que los mantendría vivos por la noche.

Soltar las huinchas de la montura.

Extender las capas sobre el pelaje caliente.

Crear un voraz fuego.

Calentar nieve y ofrecerles agua y algo de comida.

Ya todo estaba integrado según su viaje se alargaba más y más.

Se dejaron caer junto al fuego, sin ánimo incluso de registrar sus propias provisiones. Las alforjas escuálidas que les suplían de lo necesario para sobrevivir cada día. Sólo el día a día.

Aprender a cazar con arco había sido prioritario.

Y aprovechar cada mísera pulgada de papel.

Realmente ese viaje se alargaba demasiado.

Por fin una de las figuras sacó un mapa enrollado de su pequeño bolso de viaje, desenvolviéndolo entre ambos. Bajó su capucha, alumbrando su rostro, permitiendo que el calor terminara de descongelar las puntas del cabello y los extremos metálicos de los lentes que mantenía sobre la nariz. Se acarició suavemente el mentón, registrando la ruta marcada que habían estipulado, la ruta de su objetivo y su propia ruta. Sacó un pequeño lápiz a carbón de un bolsillo interior, marcando la distancia que habían cubierto ese día. Quince kilómetros no estaba nada mal para un paso nevado.

Al fin parecía acercarse el fin de esa travesía.

Su acompañante también se sacó la capucha de encima, cruzando las piernas y registrando su alforja. Sacó un pedazo de carne seca y le alcanzó otro a la mujer delante suyo. Mordisquearon en silencio la magra comida, mirando las distintas rutas que tendrían que atravesar. Había ya cubierto el espesor del bosque, al siguiente día iniciaría el descenso hacia tierras más cálidas. Incluso podrían visitar un pequeño poblado en unos cuantos días más, las monedas de oro y plata que tintineaban inútilmente de sus monederos al fin servirían de algo.

Cuando por fin salieran de esas cumbres que parecían inmortales.

Fuera el viento golpeaba la puerta del refugio, trancada y asegurada. Las ventanas cerradas. Sólo la luz crepitante de la chimenea lograba iluminar sus rasgos definidos, fuertes. Cansados.

-Ven- La mujer de lentes le hizo señas a su acompañante, indicándole el espacio delante de ella. En cuanto estuvo a su alcance se levantó, registrando sus ojos. El color rojizo de los iris brilló como sangre a la luz anaranjada. Fuerza y vida bullían en las líneas circulares que componían el color escarlata. –Aún está bien…- Susurró, alejándose con la carne colgando de los dientes. La mujer le sonrió, sacando el pequeño collar a la luz. Una piedra oscura engarzada en una cadena de plata. La redonda joya no brilló salvajemente como debería, sino que, sin perder el negro profundo, absorbió parte de la luz que la rodeaba. Era eso lo que las hacía viajar tanto tiempo, tantas leguas, tantos valles, montañas y ríos. El pacto que la joya demandaba.

-Duerme- Afirmó, antes de guardarla nuevamente contra su pecho, escondida de miradas indiscretas. –Y lo mismo deberíamos hacer nosotras…- La mujer de lentes sonrió, tragando el último pedazo de carne y acomodando su capa a modo de manta. Dormirían sobre un par de esteras que encontraron al registrar el lugar. Juntas, espalda con espalda, brindándose calor en la noche siempre vestida de invierno en esos parajes. No sería necesario montar guardia, sus propios sentidos tan desarrollados que el suave pisar de una rata fuera despertaría sus sospechas.

Cualquier cosa que estuviera fuera de lo 'normal'

Acompañadas del crepitar de la leña y algún bufido ocasional de sus monturas se abandonaron al sueño. Brindándoles algo de descanso a sus cuerpos extenuados.

El siguiente día seguiría la pesada marcha.

NdA:¿He regresado? ¡Ni yo me lo creo! Ha pasado mucho tiempo... y para esta historia aún más. Fue concebida hace casi tres años (los primeros bocetos fueron del 2012) y de ahí ha estado molestando cada cierto tiempo. Veremos como va... aunque al menos ya tengo bastante avanzado. Hasta la próxima vez (que será en una semana más)

¡Saludos!