Descargo de responsabilidad:
Historia basada en la serie Érase Una Vez (Once Upon a Time). No poseo ningún derecho sobre la serie ni sus personajes.
CAPÍTULO 1
–Qué raro usted por aquí.
–Podría decirse lo mismo de usted, señorita Swan.
Emma se levantó del capó de su coche cuando vislumbró las luces a lo lejos. En noches claras como aquella, la Salvadora se encontraba a sí misma conduciendo hasta el límite del pueblo para quedarse sentada en su escarabajo amarillo contemplando la línea naranja pintada en el suelo. La naturaleza del conjuro convocado hace más o menos un año impedía a los forasteros entrar en el pueblo, pero también significaba que aquellos que se encontraban dentro no lo podían abandonar.
Parecía un buen trato al principio, porque suponía mantener la vieja protección de antaño además de mantener a la Reina Malvada del otro lado. Pero, con el transcurso de las semanas, el hecho de que los confines de la pequeña población estuvieran cerrados estaba generando a Emma una sensación de claustrofobia. Más de una vez había puesto su dedo sobre la línea para acabar retirando la mano inmediatamente al recibir una violenta descarga.
Así que se sentó a observar lo que había más allá, preguntándose si todo esto, quedarse confinada en un simple pueblo por el resto de su vida, valía realmente la pena. Tenía a su familia en casa, a sus padres y a su hijo, todo lo que amaba en la vida. ¿A qué se debía entonces esa inexplicable sensación de vacío en su corazón? Tal vez estuviera acostumbrada a ello. Tal vez era algo con lo que estaba tan familiarizada que la sola idea de Emma Swan estando completa era tan terrible que buscaba constantemente la forma de sentirse vacía.
Cuando vio los faros del coche acercarse, luces que no deberían haber sido capaces de encontrar el camino al oculto pueblo, Emma sintió su corazón latir fuerte en anticipación. Quizás el hechizo estuviera flaqueando. Quizás se podría ir. No fue hasta que el coche ralentizó su marcha al alcanzar el límite de la línea cuando Emma reconoció el Mercedes Benz.
Regina.
Ambas avanzaron tímidamente hasta colocarse junto a sus respectivos coches, a menos de diez pasos de la línea divisoria que las separaba.
–¿Qué ha venido a hacer aquí?
–No sabía que habían enviado a la Salvadora a vigilar que no se acerquen… visitantes indeseados –respondió Regina evadiendo la pregunta mientras tiraba del lazo de su gabardina apretándola más a su cintura.
–No lo han hecho. Nadie puede entrar.
–Soy consciente de ello.
Ninguna de las dos podía negar la tristeza en la voz de Emma al sentirse atrapada en el pueblo, ella que siempre había sido una trotamundos. La dureza con que Regina habló no era más que un reflejo de las emociones de la rubia.
–Bien. ¿Qué ha venido a hacer aquí? –volvió a preguntar la sheriff. Los ojos de Regina se posaron en la línea naranja antes de dirigirse a la mujer del otro lado.
–Nada. Buenas noches, señorita Swan.
Emma no la detuvo cuando se dio la vuelta para arrancar su coche y observó los faros traseros del Mercedes Benz desaparecer en la distancia.
Tres noches después, Regina regresó al límite del pueblo. Se quedó allí sentada en su Mercedes, que se estaba convirtiendo en una verdadera nevera pues llevaba media hora con el motor apagado. Sus dedos se agarraban con tanta fuerza al volante que temía que sus huellas se quedaran marcadas en el cuero.
¿Cómo había sucedido esto? Ella lo quería. Quería empezar de cero y qué mejor manera que hacerlo lejos de la gente que había pedido su cabeza en bandeja de plata. Todavía mantenía contacto abierto con Henry, con quien hablaba por teléfono y se enviaba cartas regularmente a lo largo del año, pero no era lo mismo. Nunca era lo mismo cuando conducía hasta el límite del pueblo para sentirse más cerca de él.
Había sido despojada de su magia, su memoria estaba intacta, pero, cuando veía a Henry asomar la cabeza desde el asiento trasero del coche patrulla de Emma, sabía que no podía dejarle incluso aunque eso supusiera lo mejor para él. El hechizo que ocultaba el pueblo de Nueva Inglaterra tenía dos propósitos: mantener su ubicación en secreto y mantener a la Reina Malvada fuera.
Algunas veces, Regina habría deseado que efectivamente pusieran su cabeza en bandeja de plata.
Había dejado de llorar hace meses, cuando por fin se había hecho a la idea de que ya no podría poner un pie en Storybrooke. No estaba enfadada, más bien aterrorizada. Todo lo que sentía era el agujero de su corazón hacerse cada vez más y más grande, consumiéndola en el vacío al que había sido condenada.
Sacó rápidamente la cabeza por la ventanilla cuando el petardeo de un tubo de escape cortó el silencio de la noche y dos pequeñas luces circulares –una más brillante que la otra y también menos torcida– brillaron en la distancia. Suspiró pesadamente cuando se dio cuenta de quién había llegado y se había bajado inmediatamente de su coche.
–¿Usted otra vez, señorita Swan?
–Podría decirse lo mismo de usted –replicó Emma mientras cerraba la puerta de su coche de un portazo. La puerta protestó con un chirrido oxidado, lo que obligó a Emma a cerrarla del todo con un golpe de cadera–. ¿Tramando la forma de invadirnos?
Regina se burló y se dirigió a Emma con la frente en alto:
–Como ya estará al tanto, he sido desprovista de mi magia y no soy de esas personas que se retractan de sus acuerdos. ¿Qué la trae por aquí, sheriff?
Emma hundió las manos en los bolsillos de sus tejanos y se alejó unos metros de su escarabajo amarillo, dando patadas a las piedras que encontraba a su paso pero manteniendo siempre una prudente distancia con la línea.
–Cosas –respondió Emma.
–¿Estoy interrumpiendo algún intercambio de droga o algún encuentro amoroso?
Emma puso los ojos en blanco y se quedó donde estaba.
–Ninguna de las dos –contestó Emma. Se quedó mirando como si tuviera algo más que decir pero finalmente sacudió la cabeza–. Buenas noches, Regina.
Tan pronto como la rubia se dio la vuelta, Regina abandonó su lugar junto al parachoques de su Mercedes Benz y extendió la mano como si pudiera hacer volver a Emma.
–Espere.
Emma se detuvo y se giró lentamente para dirigir a Regina una mirada inquisitiva. La morena se aclaró la garganta y se pasó una mano por el pelo colocando unos mechones detrás de sus orejas.
–¿Cómo está Henry? –preguntó Regina.
Emma asintió con comprensión.
–Él está bien. ¿No ha estado hablando con él?
–Sí, pero sólo sé lo que él me cuenta –razonó la ex alcaldesa.
–David, mi padre, le ha estado enseñando a manejar la espada –le contó Emma. La rubia captó la mirada de preocupación que surcó el rostro de Regina y se apresuró a tranquilizarla–. Se le da bastante bien. No se le escurre de las manos. Es un poco torpe todavía pero, bueno, eso lo ha heredado de mí.
La velada mención a la genética quedó suspendida en el aire que las separaba. El largo momento de silencio hizo sentir incómoda a Emma, que empezó a cambiar el peso de una pierna a la otra con aire nervioso. Finalmente, señaló el escarabajo aparcado detrás de ella.
–Debería irme.
–Claro –coincidió Regina, antes de dirigirse hacia su propio coche.
Las noches estaban empezando a volverse más cálidas conforme se acercaba la primavera, pero eso no impidió que se produjeran repentinas bajadas de temperatura en Storybrooke, Maine. Tampoco impidió que el pueblo se sintiera cada vez más y más pequeño y, por supuesto, tampoco impidió que Emma se despertarse después de otra noche sin dormir y condujera su escarabajo hasta la línea que delimitaba el final del pueblo.
Esta vez, no le sorprendió encontrarse el Mercedes de Regina aparcado al otro lado. Lo que sí le sorprendió fue encontrar a la morena sentada en el capó de su coche en una noche tan fresca simplemente mirando al cielo que se cernía sobre ella. Regina no se movió de su posición cuando la sheriff arrancó el coche para irse. Pensándolo mejor, Emma lo apagó y sacó una manta del maletero de su coche, se la echó encima para envolverse con ella y se sentó también en su capó, con la vista al cielo.
No hubo palabras; ni "holas", ni "¿qué hace usted aquí?" ni acusaciones de ningún tipo. Estuvieron sentadas por horas en el capó de sus coches simplemente viendo las estrellas brillar en la noche fría y oscura hasta que se acercó el amanecer.
–Señorita Swan –saludó Regina educadamente acercándose a la línea. Levantó una ceja cuando encontró a la rubia sheriff tumbada a lo largo de la línea con las manos sobre su estómago. Emma levantó la mirada hacia ella–. ¿Qué narices está haciendo?
–¿Cómo es? –preguntó Emma con voz queda.
–¿Disculpe?
Tras meses sentándose en el asiento o en el capó de su coche, Regina había decidido finalmente llevar una silla plegable que situó a cinco pasos de la rubia.
–El mundo exterior. ¿Cómo es estar allí fuera? –aclaró Emma. La sheriff estaba tumbada tan cerca de la línea que un movimiento en falso la mandaría volando por los aires.
–Bueno, el calentamiento global sigue siendo un problema –contestó Regina con una sonrisa burlona–, ahora comemos la comida en cápsulas y los zombis están acabando uno a uno con los humanos.
Emma se rió a su pesar.
–No, en serio. ¿Qué dicen los informativos?
–¿Quiere un reporte de los últimos acontecimientos, señorita Swan?
–Es asfixiante, ¿sabe? Saber que hay seis millones de personas en el mundo y que sólo voy a poder interactuar con mil de ellas como máximo –explicó Emma. Giró su cabeza a un lado para mirar a Regina.
–No la hacía una de esas personas que disfrutan con una vida social intensa –señaló Regina secamente.
–Bueno, tampoco quería firmar para vivir en "la dimensión desconocida"1 –replicó Emma.
–Sin embargo, princesa –Regina hizo alusión a su título–, eso es exactamente lo que usted ha hecho.
–No así. No sabía que iba a ser así. –La rubia volvió a mirar las estrellas–. Usted es quien ha salido ganando con este acuerdo.
Regina se rió. Se rió con ganas. Emma pensó que la ex alcaldesa se había vuelto loca y se sentó sobre su codo, pero retiró rápidamente el brazo con una mueca de dolor al acercarse demasiado a la raya divisoria.
–¿Que yo he salido ganando con toda esta situación? –preguntó Regina presionando una mano contra su pecho mientras alzaba la voz–. Mi hijo está al otro lado de la línea y no puedo verle. No puedo abrazarle, no puedo darle el beso de buenas noches. Todo lo que hice, todo en lo que trabajé, era para encontrar mi propia felicidad y creí haberla encontrado en él. –Regina sacudió la cabeza con una mueca de amargura–. Pero no. Una vez más, la Reina Malvada recibe su merecido y todo lo que realmente me importa, todo lo que amo, está separado de mí por una línea.
Emma se quedó mirando a los ojos de la mujer jadeante y se apresuró a levantarse cuando Regina sacudió la cabeza de nuevo y dobló su silla. Sin pensarlo, Emma dio un paso al frente para ir detrás de la morena, para evitar que se fuera, pero el hechizo le impidió hacer tal cosa y, en vez de eso, la lanzó cinco metros hacia atrás. Lo último que vio de Regina cuando levantó su cabeza mareada fue el derrape de los neumáticos traseros de su Mercedes cuando aceleró rumbo a la carretera interestatal.
Emma no se sorprendió cuando Regina no regresó la noche siguiente, ni la noche después de aquella. Aun así, Emma volvió a la línea divisoria, no necesariamente esperando oír el sonido del motor del Mercedes de Regina, pero decidiendo que tampoco le importaría tener algo de compañía.
Lo escuchó de nuevo una semana más tarde, y Emma se deslizó del capó de su coche para desplazarse hasta la línea divisoria y esperar allí a que la mujer morena se acercara.
–Hola –saludó Emma con tono de disculpa.
–Señorita Swan –dijo Regina correspondiendo al saludo.
–Sobre la otra noche…
–No hace falta disculparse –dijo Regina mientras acercaba su silla a la raya que situaba el límite del pueblo. Era lo más cerca que había estado nunca de la frontera para algo que no fuera comprobar la efectividad de la maldición. Se sentó con un ruido sordo y se quedó con la mirada perdida en la distancia.
Emma la miró unos momentos antes de retirarse de su coche y cargar su propia silla y su manta para sentarse enfrente de la ex alcaldesa.
–¿No tiene frío?
–No –contestó Regina–. He vivido en Maine más tiempo que usted.
Ambas se permitieron unos momentos de silencio hasta que Emma por fin lo rompió.
–Henry está montando a caballo ahora.
El comentario captó la atención de la morena, que elevó las cejas alentando a la rubia a que continuara.
–Mi padre, Henry y yo fuimos a montar hace un par de días. Yo no podía ni siquiera subirme a esa cosa, pero el niño lo hacía como si fuera algo natural. Su caballo le agitó unas cuantas veces, pero supo mantenerse sobre él.
–Henry es muy persistente –admitió Regina con una sonrisa de orgullo.
–Eso sí que no lo ha heredado de mí –comentó Emma mientras soltaba una carcajada–. Gracias a Dios que se lo enseñaste tú. –Los ojos de Regina se fijaron en la mujer rubia, que continuaba carcajeándose. Se dio cuenta de que la había tuteado, pero no dijo nada al respecto–. Y después David pisó una pila gigante de estiércol. Fue muy asqueroso.
Los labios de Regina se curvaron hacia arriba en una sonrisa, traicionándola en su intento de aparentar desdén.
–Mary Margaret no le dejó entrar en el apartamento –continuó Emma–, así que tuve que llevármelo a la estación a darle unos buenos manguerazos.
–Una pensaría que, al ser pastor, estará acostumbrado a oler a animales –se le ocurrió a Regina.
Las dos rieron juntas a carcajadas en la quietud de la noche hasta que su risa se fue apagando lentamente.
–El pueblo es aburrido sin usted –admitió Emma.
–Supongo que se habrá producido un descenso de masas enfurecidas con antorchas y tridentes –respondió Regina.
–Eso también –concedió Emma con una sonrisa burlona–. Usted, señora alcaldesa, era fácil de fastidiar. Blanca es demasiado seria.
–¿Fastidiar? –Regina se dio la vuelta para enfrentar a la rubia–. ¡Usted era un mosquito irritante que nunca moría!
–Literalmente –señaló Emma ignorando a la otra mujer, que puso los ojos en blanco–. Esto rompe la rutina monótona en la que me encuentro ahora.
–¿Es eso lo que son estas excursiones nocturnas suyas? –preguntó Regina–. ¿Un intento de escapar de la vida que un día le pidió a una estrella fugaz?
–Dejé de desear encontrar a mi familia hace mucho tiempo, Regina –dijo Emma en voz baja–. Quiero decir, solía desear no estar sola, ¿pero encontrar a mis padres? De eso perdí la esperanza antes acabar la secundaria.
–Ahora claramente no está sola –señaló la otra mujer con delicadeza.
La mano de Emma se movió acercándose más a Regina. Pudo haberse debido simplemente a que Emma estaba reacomodando su posición, pero su mano se movió justo cuando sus ojos entraron en contacto con los de la mujer que había accedido a expulsar de la ciudad.
–Sí. Ahora no estoy sola.
–Llega tarde.
–El tráfico –se justificó Emma sacando su manta y extendiéndola a lo largo del borde naranja. Después, se sentó encima con las piernas cruzadas y apoyándose en las palmas de las manos–. Eso es algo que no echo de menos de Boston.
–Yo me encuentro a mí misma anhelando los bizcochos recién hechos de la abuelita por las mañanas. La repostería de mi apartamento no está para nada a la altura –admitió Regina mientras desplegaba su silla–. ¿Por qué está puesta sobre una manta, señorita Swan?
–Se está bien aquí fuera. Túmbese conmigo –invitó Emma palmeando el espacio junto a ella.
–Hay un pequeño inconveniente: una barrera eléctrica invisible que me separa de su lado de la carretera –recordó Regina a la sheriff.
–Póngase en su lado –aclaró Emma como si fuera algo obvio.
–¿En el suelo? –preguntó Regina con la voz entrecortada ante la osadía de la idea y sujetando firmemente el respaldo de su silla.
–No hay nadie en varias millas a la redonda para ver a la implacable alcaldesa sentándose en el suelo –se burló la rubia.
–¿Tampoco hay nadie en varias millas para oírme gritar? –repuso Regina con tono mordaz. Emma sonrió burlonamente con una mueca juguetona en su cara.
–¿Y por qué ibas a gritar, Regina? –Las mejillas de la morena se sonrojaron ante la implicación de Emma, que obviamente había malinterpretado sus palabras. Y, de nuevo, el tuteo–. Y, como tú… usted misma ha dicho –señaló la línea–: barrera eléctrica invisible.
Poniendo los ojos en blanco, Regina se dejó caer en su silla dirigiendo una mirada petulante a la rubia.
–Bien. –Emma se reclinó– Hábleme de Boston.
–Le he traído algo.
La noche siguiente encontró a Emma prácticamente en el mismo sitio mientras se buscaba dentro de la bolsa de al lado de la manta, sacaba termos y se servía a sí misma una taza de chocolate en la tapa.
–¿Disculpe? –cuestionó Regina echando un vistazo a los termos–. No me gusta la canela.
–Éste es mío –aclaró Emma mientras bebía la infusión de chocolate. Luego, volvió a meter la mano en la bolsa.
Los ojos de Regina se agrandaron cuando vislumbró la familiar caja blanca de la comida para llevar del restaurante de la abuelita.
–Le he conseguido un bizcocho –le dijo Emma ofreciéndole el pastel–. Está un poco frío ahora, pero esta mañana estaba recién hecho.
Regina se quedó mirando fijamente a Emma durante un buen rato, entrecerrando los ojos ante su gesto.
–Barrera invisible, señorita Swan.
–Lo sé –replicó Emma como si fuera algo obvio–. Iba a ser cruel y me lo iba a comer delante de usted.
–Algo que seguramente va a hacer.
La sheriff puso el bizcocho de nuevo en la bolsa.
–Puedes tomarlo espiritualmente –repuso Emma. Regina frunció el entrecejo y se frotó la tripa en un gesto de mofa.
–Mmmm, qué rico –se burló Regina.
–Sabía que le iba a gustar.
Emma colocó el bizcocho de nuevo en la bolsa y tomó otro sorbo de su bebida caliente antes de hacer restañar sus labios.
–Bueno, ¿qué es lo que haces? –Emma se aventuró con el tuteo, esta vez de forma completamente consciente. Al ver que a Regina no le molestaba, continuó–. ¿Has conseguido un trabajo o algo?
Regina negó con la cabeza.
–Todavía tengo lo que ahorré en los tiempos de la maldición.
–¿Así que estás todo el día en casa sin hacer nada?
–Yo no lo llamaría casa –dijo Regina en voz baja mientras jugaba con el anillo de su dedo.
Emma observaba los movimientos de la morena, fascinada por la honestidad auténtica que emanaba de tan simple afirmación.
–Sí. Conozco esa sensación.
Queriendo abandonar el tema, Regina se quitó el abrigo y lo colocó delicadamente en su regazo.
–¿Y qué ha estado haciendo la poderosa Salvadora para mantenerse ocupada? ¿Algún otro dragón que derrotar?
Emma resopló.
–Sólo Leroy. Lo usual. Nada que reportar.
–Excitante.
–En serio –aseguró Emma colocándose recta–, escucha mi día a día. Me levanto. Doy de desayunar a Henry. Si tenemos el día loco, paramos donde la abuelita. Él se va a la escuela. Yo voy a trabajar. ¡No pasa nada más! Le recojo. Mary Margaret nos invita a comer. Yo veo repeticiones en la tele. Y entonces vengo aquí.
–Nadie te pide que vengas aquí –dijo Regina, poniéndose a la defensiva.
–Lo sé –dijo Emma como si fuera obvio–. Eso es lo único que hago por iniciativa propia.
Regina miró atentamente a la rubia cuestionándose sus motivos.
–¿Así que te intentas escapar todas las noches sólo para tener a alguien con quien pelear? –inquirió Regina moviéndose hacia la línea que las separaba.
Emma sacudió la cabeza.
–No. Por lo menos, ya no.
–¿Qué se supone que significa eso?
Emma se encogió de hombros.
–¿Te has dado cuenta de que llevamos un tiempo viniendo aquí y todavía no nos hemos peleado?
A Regina pareció tomarle por sorpresa la observación antes de pararse a pensar seriamente en ella.
–Supongo que tienes razón –concluyó la morena.
La rubia hizo una mueca y se envolvió en su manta.
–No estés tan sorprendida.
–Sin embargo, lo estoy –admitió Regina moviendo su cabeza una fracción de centímetro–. Atribuyámoslo al hecho de que hay una barrera entre nosotras.
–¿Quieres decir –Emma inclinó la cabeza, divertida– que preferirías que no la hubiera?
–Si no la hubiera y nos peleáramos, puede que tuviera el deseo de añadir un nuevo moratón a tu preciosa carita.
–¿Crees que mi cara es preciosa?
Regina puso los ojos en blanco y resopló.
–Es una expresión, señorita Swan.
–Sí, y una muy halagadora. ¿Qué tendrá el agua de Boston?
–No quiero saberlo –gruñó Regina.
Emma sonrió complacida y levantó sus rodillas descansando sus codos en ellas. Antes de ir más lejos, sonó su teléfono. Lanzando una mirada de disculpa en la dirección de Regina, Emma se apresuró a contestar la llamada.
–Sheriff –contestó simplemente. Suspiró–. Allí estaré.
–¿Un dragón? –preguntó Regina.
–El más borracho de todos.
Emma volvió a colocar el teléfono en su sitio y se levantó. Miró alternativamente a su posición en el suelo y a la mujer del otro lado de la línea, que seguía acurrucada confortablemente en su silla. Tras unos instantes, su mirada se posó definitivamente en la mujer morena antes de sacudir la cabeza y empezar a recoger sus pertenencias. Sujetando el incómodo bulto en sus brazos, Emma asintió.
–¿La veo luego?
Regina ofreció una pequeña sonrisa, pero sonrisa al fin y al cabo, y correspondió el gesto.
Una vez liberada de sus responsabilidades, Emma volvió al sitio dos horas más tarde con la esperanza de que Regina aún estuviera allí. No pudo comprender por qué se sintió tan decepcionada cuando vio que no estaba.
Justo a eso de las diez, Regina volvió a la línea divisoria y encontró a Emma con la manta ya extendida al lado del límite. Su teléfono reproducía música suave junto a su cabeza al tiempo que la rubia cantaba con voz queda. Levantó la cabeza cuando Regina extendió su propia manta y se tumbó a lo largo de la raya naranja. Sin mediar palabra, la morena se quitó su abrigo, inservible en la noche cálida pues ya estaba suficientemente protegida por un ajustado jersey de lana, y se tumbó boca arriba con su cabeza opuesta a la de la rubia. Emma le dedicó una sonrisa de suficiencia y volvió a posar la cabeza en la manta mientras tarareaba su música.
Se escucharon tres canciones antes de que Regina rompiera el confortable silencio.
–Pinto.
–¿Humm? –murmuró Emma inclinando su cabeza hacia un lado y mirando fijamente al perfil de la otra mujer.
–Pinto. En mi apartamento –explicó Regina–. Me ayuda a pasar el tiempo.
–¿Qué pintas?
–Paisajes.
–Hacen que te puedas perder en ellos, ¿eh? –comentó casualmente Emma sin entender completamente la honda inhalación de la mujer que tumbada a su lado.
–Es como correr –admitió la morena volviendo su cabeza hacia la rubia, que seguía mirándola fijamente.
–Sí, sólo que mejor –puntualizó Emma. Otra canción resonó en el ambiente hasta que Emma señaló al cielo–. ¿Ves eso?
–¿Las estrellas? –preguntó Regina como si fuera obvio.
–No todas –dijo Emma molesta por el intento de Regina de hacerla parecer estúpida. Apuntó al cielo lo más cerca de Regina que podía para que la morena pudiera seguir su dirección–. Esas estrellas de allí. ¿No tienen como forma de casa?
Traicionando su criterio, Regina entornó los ojos y elevó su propia mano para señalar lo que veía.
–¿Eso de allí?
–Sí –confirmó Emma. Ambas bajaron las manos mientras Emma continuaba–. Eso es Libra. Las balanzas.
–Tu signo, supongo.
Emma sacudió la cabeza.
–Yo soy Acuario.
–¿Cuál es el punto, entonces?
Las dos mujeres continuaron mirando hacia arriba, observando la constelación.
–Las balanzas representan la justicia –explicó Emma representando las balanzas con sus manos–. Los griegos decían que cuando una persona muere, ponen su corazón en un peso y, si es ligero, lo suben con los dioses y entra a formar parte del cielo.
–¿Y si es pesado? –preguntó Regina sin ocultar su preocupación.
–Lo mandan con Hades.
Regina giró su cabeza lentamente hacia la de la rubia, quien le devolvió el gesto.
–Hades no está tan mal –dijo Emma.
–Es el rey del inframundo.
Emma señaló a Libra otra vez.
–También representa la cuadriga de Hades, con la que secuestró a Perséfone cuando se la llevó al inframundo.
–No estará queriendo venderme el inframundo, señorita Swan… –se le ocurrió a la morena.
Emma le dirigió una mirada juguetona y puso su dedo índice sobre sus labios, invitando a callar a la morena.
–No creo que Hades fuera un mal tipo. La gente sólo piensa eso porque reinaba sobre los muertos.
–¿Qué es lo que te hace pensar que era un buen tipo?
–Por ejemplo que, de todos los dioses, él era el único casado con una única mujer –razonó la sheriff–. Y la convirtió en Reina. ¿Y a quién oyes llamarla Hera, Reina de los Dioses?
–Él la secuestró –puntualizó la ex alcaldesa.
–Sólo gritó porque no iba a ver la luz del sol nunca más –argumentó Emma–. Aparte de eso, ella estaba bien.
–Entonces, ¿lo que dices es que Hades, Rey del inframundo, Rey de los muertos, tuvo el mejor matrimonio de todos los dioses y era un incomprendido? –Regina levantó una ceja perfectamente arqueada y torció el labio, divertida.
Emma se encogió de hombros y volvió su mirada al cielo.
–Solía pensar que él hacía lo correcto.
Regina miró su reloj. Eran ya las once menos cuarto y no sabía exactamente por qué se sentía tan ansiosa. No era como si Emma y ella hicieran planes para sus encuentros. Todo era meramente fortuito. Regina se enfadó y se levantó de su silla preparándose para plegarla. Echando un último vistazo a la línea divisoria, vislumbró una pequeña figura aproximándose veloz en la distancia. Entrecerró los ojos para ver mejor y se acercó al borde del pueblo.
Efectivamente, una salvaje mata de pelo rubio ondeó en la distancia mientras la sheriff esprintaba para llegar hasta la barrera.
–¿Emma? –dijo Regina para sí mientras la rubia se iba acercando poco a poco.
Finalmente, alcanzó la línea jadeando porque se quedaba sin aire. Se dobló para apoyar las manos en sus rodillas y recuperar el aliento.
–Lo siento –resolló Emma–, no… –la rubia tomó una gran bocanada de aire antes de continuar– …coche.
Regina estaba a punto de reírse por lo desaliñada que se veía Emma, con su pelo hecho un desastre y su portafolios lleno a reventar colgando delante de ella.
Procesando finalmente la presencia de Emma, los ojos de Regina se agrandaron.
–¿Has caminado hasta aquí?
Emma asintió poniendo sus manos en sus caderas y caminando de un lado para otro abriendo sus pulmones.
–¡Pero eso son por lo menos ocho kilómetros!
–¿Ah, sí? –preguntó Emma sin darle importancia.
–¿Por qué narices harías una cosa así? –preguntó Regina estupefacta.
–Ya te lo dije –contestó Emma, que ha había recuperado el aliento–. Esto es lo único que hago por iniciativa propia.
–¿Dónde está tu coche? –interrogó Regina con más preocupación en su voz de la que le hubiera gustado.
–Sí, sobre eso…
Regina cruzó los brazos con la certeza de que aquella iba a ser una historia interesante. Emma se rascó la cabeza y balbuceó:
–Puede que le haya… ¿prendido fuego?
–¿Es eso una pregunta? –inquirió Regina entre atónita y divertida.
–No, no, sí que lo he hecho –concedió Emma.
–¿Y cómo te las has arreglado, si se puede saber, para llevar a cabo tal hazaña?
–He estado practicando mi magia –explicó Emma haciendo aspavientos con las manos–. Y entonces como que… –abrió sus puños de repente simulando una explosión– …lo hice estallar.
Regina echó su cabeza hacia atrás de la risa.
–¡No es gracioso!
–Perdona que te lo diga –empezó Regina con una sonrisa burlona–, pero ya era hora de que jubilases ese coche.
Emma sacudió la cabeza y sacó su bolsa para extraer la manta y colocarla en el suelo.
–¿Te quedas?
Regina dudó un momento mientras miraba a la rubia prepararse. Finalmente, abrió su silla.
Regina esperó junto a los focos delanteros de su Mercedes, sentada con las piernas cruzadas sobre una manta mientas miraba cómo pasaban los segundos en su reloj de muñeca.
11:30. ¿Dónde estaba Emma?
La morena se echó las manos a la cabeza y soltó un gruñido. ¿Por qué le importaba si quiera? Cuando empezó a venir a la frontera de Storybrooke, todo lo que quería era estar lo más cerca posible de Henry, no encontrarse con la mujer cuya familia arruinó todo. No estaba decepcionada. No. En lo más mínimo. Miró su reloj una vez más. 11:33.
Regina esperó hasta pasada la medianoche, pero Emma nunca apareció.
Cuando la ex alcaldesa regresó a la línea divisoria la noche siguiente, el coche patrulla ya estaba aparcado y Emma apoyada en el capó de su coche con las manos hundidas en los bolsillos y cabizbaja.
Preocupada, aunque Regina hubiera dicho que sólo meramente curiosa, la morena aparcó el coche tan cerca como pudo y caminó un poco más rápido de lo normal hasta el borde de la línea.
–¿Señorita Swan?
Emma levantó la vista y Regina pudo ver el color entre morado y verde extendiéndose alrededor de su ojo derecho.
–Qué hay.
–¡Dios santo! ¿Qué te ha pasado?
Regina dio un paso adelante, pero se volvió rápidamente cuando la barrera le pegó una sacudida. Soltó un gruñido, pero volvió a dar un paso adelante poniendo cuidado, esta vez, en dónde ponía el pie.
Emma se encogió de hombros y sacó las manos de los bolsillos mientras levantaba una bolsa de lona que había dejado en el suelo.
–Nada, sólo una pelea que tuve que separar anoche. Me pasé toda la noche vigilada. Ya sabes, gajes del oficio.
Regina levantó una ceja sin creerse por completo las palabras de la rubia. No fue hasta que Emma se puso a ahuecar su manta cuando Regina vio que la sheriff tenía la mano derecha vendada.
–Supongo que eso también ha sido parte de tu trabajo, ¿verdad?
Emma miró hacia donde Regina señalaba y levantó la mano.
–¿Esto? Me di un golpe haciendo papeleo.
–¿Qué pasó? –insistió Regina.
–Nada. Entonces qué, ¿vas a enseñarme una de tus pinturas algún día?
–Si no fuera nada, no habrías tenido problema en alardear de tu pelea –señaló Regina–. ¿O acaso perdiste?
Emma le respondió con una sonrisa burlona y levantó sus rodillas apoyando sus manos en ellas.
–No, tenías que haber visto al otro tipo.
–¿Quién era?
–Nadie que conozcas.
Regina dirigió a la rubia una mirada condescendiente. Emma suspiró.
–Jefferson.
Regina se tensó automáticamente pero frunció el entrecejo, confusa.
–¿Qué hizo él? Ya tiene a su hija de vuelta.
–Lo que pasa es que estoy convencida de que a Henry le gusta ella –precisó Emma en un intento por cambiar de tema. Emma esperó durante un buen minuto bajo el escrutinio de Regina y, finalmente, se dio por vencida –. Jefferson dijo algunas cosas de ti con las que no estaba de acuerdo.
–¿Por ejemplo?
Emma hizo contacto visual con la mujer al otro lado de la línea.
–Cosas no muy agradables acerca de ti.
Emma habría jurado que Regina había sido víctima de algún tipo de hechizo paralizante, porque la morena no se movió al oír la confesión de Emma.
–Mira, puede que perdiera un poco los nervios con él, él me secuestró, así que probablemente se debiera eso pero…
–¿Por qué harías una cosa así? –le preguntó interrumpiéndola Regina con voz dura y un poco más alta de lo normal.
–¿Qué?
–¿Qué es lo que buscas? –le increpó nuevamente Regina plantada firmemente sobre sus talones y mirando amenazadoramente a la rubia, que se apresuró a levantarse.
–¿Por qué demonios estás enfadada? ¡Salí a defenderte! –señaló Emma.
–Llega usted un año tarde para salir a defenderme, señorita Swan.
–¡Venga ya! ¡Yo estoy sufriendo esta maldición tanto como cualquiera! ¿Qué debería hacer, según tú? ¿Dejar que la gente vaya por ahí echando pestes de ti?
–¡El hecho de que seas la Salvadora no significa que puedas interferir en mi vida! –gritó Regina. Su repentino ataque de ira tenía a Emma devanándose los sesos–. Puedo protegerme yo sola.
Emma se hizo a un lado y señaló el tramo de carretera detrás de ella.
–¡Entonces ven aquí y patea el culo de Jefferson tú misma!
La morena soltó un gruñido.
–Señorita Swan, me temo que usted ha malentendido estos encuentros como algo parecido a la amistad y tenga por seguro que no va a tener la necesidad de "protegerme" más de aquí en adelante.
Si Emma no hubiera estado tan confundida y furiosa con el hecho de que Regina estuviera furiosa, se habría reído de la forma en que Regina murmuraba entre dientes mientras golpeaba la manta en sus brazos y caminaba hacia su coche. Justo antes de que se metiera dentro, Emma le gritó desde lejos.
–¡Que tú te puedas proteger sola no quiere decir que debas privar a los demás de intentarlo!
Regina giró bruscamente su cabeza hacia Emma y, por un breve instante, Emma creyó ver algo reflejado en sus ojos marrones. Quizá fuera una ilusión provocaba por la luz, pero Emma estaba casi segura de que había percibido una emoción real en Regina Mills.
Dos días después, Regina volvió cerca de la medianoche. Sabía que su reacción había sido exagerada, pero quizá había pasado demasiado tiempo en presencia de Emma Swan sin que las chispas saltaran. Casi le sorprendió ver el coche patrulla en el borde de la línea y a Emma tumbada en el techo.
Vio a Emma sentarse mientras se colocaba su coche en una posición similar al de la sheriff. Cuando se bajó de su Mercedes, se quedó mirando al techo del coche.
–¿Te lo estás planteando? –preguntó Emma con una sonrisa burlona.
–No me voy a subir allí arriba –decidió Regina y, acto seguido, se subió de un salto al capó del Mercedes.
–Como quieras –contestó la rubia volviéndose a tumbar.
Después de que Emma le contara la historia de la constelación, Regina, fascinada por su relato, se encontró a sí misma buscando más legendas y mitos acerca de ellas. Se imaginó Orión, encontró fácilmente la Osa Mayor y estuvo a punto de darse a sí misma en la cabeza al ser incapaz de localizar la constelación de Casiopea.
Estuvieron sentadas en silencio durante horas y, cuando Regina se dio cuenta, miró a su alrededor para ver que Emma se había quedado dormida en el techo de su coche. La rubia estaba acurrucada con las rodillas en su pecho, la espantosa chaqueta de cuero roja extendida sobre ella a modo de manta y su cara orientada a Regina.
¿Cuánto tiempo había estado Emma observándola antes de quedarse dormida?
Ignorando ese pensamiento, Regina se deslizó dentro del coche y recorrió unos metros hacia la interestatal antes de echar el freno y volver a salir del coche. Encontró una roca y empezó a dibujar con ella en el suelo justo al lado de la línea. Se sacudió la gravilla de las manos y condujo hasta Boston dejando allí a la sheriff, que se despertaría en dos horas casi cayéndose del techo de su coche y encontraría el mensaje en la carretera:
Gracias.
–Quería enseñarte algo.
–¿En serio?
Las dos mujeres habían estado tumbadas en el suelo antes de que Regina se sentara lentamente y hurgara en su bolsa de mano. Sacó un lienzo de 8x11 antes de volver a tumbarse y lo mantuvo en alto para que la rubia lo pudiera ver.
–¿Has pintado tú eso? –preguntó Emma y levantó la mano para tocar el lienzo, que mostraba un largo camino serpenteante que se bifurcaba casi imperceptiblemente al fondo, pero se dio cuenta de su error justo a tiempo y retiró la mano, abatida–. Es muy bueno.
–Gracias –susurró Regina con un deje de orgullo en su voz. Se sentó y reemplazó la pintura por otra que sacó de la bolsa–. Aquí está otra.
Ésta mostraba un prado lleno de flores silvestres de todo tipo de colores. Esta vez, Emma no pudo reprimirse al intentar tocar un narciso particularmente detallado en el primer plano de la pintura y sintió una descarga de electricidad invadiendo su cuerpo antes de soltar un aullido y salir unos metros rebotada hacia atrás.
–¡Emma! –gritó Regina mientras se ponía en pie rápidamente. Hizo un movimiento para ir tras ella, pero el zumbido de la magia en la línea le recordó que correría el mismo destino–. ¡Emma!
La rubia se puso de pie lentamente y entre gemidos.
–Estoy bien. Sólo ha sido un movimiento estúpido.
La morena sacudió la cabeza.
–¿Por qué sigues haciendo eso?
Emma se acercó con dificultad a la línea.
–Bueno, demándame por querer ver más de cerca –contestó Emma. La rubia levantó su mano suavemente para colocarla sobre la barrera invisible. Hizo un gesto de dolor cuando sintió el hormigueo en la palma de su mano–. Mierda.
–Quizá algún día tu magia sea suficiente para tirar esto abajo –bromeó Regina.
Sus ojos se encontraron y las dos supieron que era algo más que una broma.
–Algún día.
–¿Has traído la linterna?
–Sí, aunque no entiendo para qué.
Emma se acercó hasta Regina con su propia linterna en la mano. La encendió y alumbró el bosque.
–El asfalto está fastidiándome la espalda.
La morena ladeó la cabeza mientras miraba boquiabierta a la rubia, ya sumida en las tinieblas del bosque de Storybrooke. Se enfadó cuando Emma no esperó su respuesta y, en vez de eso, procedió a caminar hasta la espesa maleza de los árboles manteniendo su lado de la línea. Regina lanzó un suspiro y la siguió encendiendo su linterna, lo que creó la suficiente luz delante de ambas gracias a la ayuda de la linterna de sheriff de Emma.
Emma cogió un palo al entrar en la arboleda y lo arrastró por el suelo para crear una línea que se extendía desde la frontera de color naranja. Los únicos sonidos que se percibían eran el crujido de los árboles y el chasquido de las ramitas debajo de sus pies.
–No llevo el calzado adecuado para esta excursión –se lamentó Regina al comprobar que sus tacones estaban arruinados.
–¿Para qué llevas tacones? Tú pintas, ¿no es de ley tener pintura por toda la ropa y ser una artista sufrida? –se burló Emma.
Regina la fulminó con la mirada al tiempo que llegaban al claro.
–¿Por qué querías caminar?
–Para que nadie te pudiera oírte gritar –bromeó Emma. Se empezó a reír, pero paró al ver que Regina parecía a punto de darse media vuelta–. Venga, esto está bien.
Mordiéndose el labio, la morena cedió y continuaron su paseo por el bosque. Hablaron de cosas triviales pero significativas mientras los minutos pasaban.
–Bien, estaba pensando… –empezó Emma cuando tomaron el camino de vuelta a la carretera.
–¿Hmm?
La sheriff se detuvo y su pie derecho empezó a ahondar en el barro con aire nervioso.
–Estaba pensando que quizá quieras encontrarte conmigo mañana.
Regina frunció el entrecejo, confusa, sin querer admitir que eso era algo que ella daba por sentado. La única explicación posible que se le ocurrió le hizo levantar ambas cejas.
–¿Como una cita?
Emma levantó la cabeza con los ojos muy abiertos.
–¿Qué? No… Quiero decir… espera, ¿lo harías si así fuera? Te iba a pedir algo diferente pero… sí…
La morena agradeció la oscuridad del bosque cuando se sonrojó al darse cuenta de su error.
–¿Qué ibas a pedirme?
–Encontrarnos en la línea pero durante el día. Tengo una sorpresa –explicó Emma.
Estaba claro que ninguna de las dos mujeres quería traer a colación el malentendido ni tampoco advertir lo mucho que ambas lo querían.
Regina asintió.
–Aquí estaré.
Cuando condujo hasta la línea divisoria al mediodía del día siguiente, Regina se sentía un poco nerviosa. Era la primera vez que iba a encontrarse con Emma a la luz del día y, aunque siempre lucía de forma más que presentable, la morena se encontró a sí misma eligiendo con esmero la ropa que llevaría ese día.
Tan pronto como llegó en su Mercedes y vio a la sheriff bajar del coche patrulla, su corazón dio un vuelco cuando la puerta del copiloto se abrió y su pequeño –bueno, no tan pequeño– se deslizó fuera del coche. Echó el freno repentinamente al ver a Henry, que ahora tenía trece años y había entrado de lleno en la pubertad. Había crecido por lo menos treinta centímetros, su cara se había llenado de inoportunas espinillas y parecía que sus pies no dejaban de crecer. Regina salió apresuradamente del coche pero se paró en la puerta.
–¿Mamá?
Su voz era más ronca, pero todavía era su pequeño.
Regina dio unos pasos vacilantes hacia él. Su relación se había mantenido por teléfono y por carta, pero no se habían visto tan de cerca en dos años.
–¿Henry?
El chico corrió antes de que Emma le gritara que no se acercara demasiado a la línea. Henry se paró justo en la raya, sonriendo abiertamente al tiempo que Regina se acercaba a él con los ojos húmedos.
–Te he echado de menos –dijo Henry a su madre.
La morena se secó la humedad bajo sus párpados y rió feliz, sujetándose a sí misma con ambos brazos en un esfuerzo por contener su alegría.
–Yo también te he echado de menos.
–Gracias –susurró Regina silenciosamente.
Esa noche, Emma y ella habían vuelto a su rincón y ahora yacían tumbadas en el suelo. Ninguna de las dos admitiría que estar tumbadas la una al lado de la otra era su posición favorita.
–Gracias. No puedo agradecerte lo suficiente por lo que has hecho hoy.
La madre morena y su hijo había pasado horas hablando sobre sus clases de lucha con espadas, sus paseos a caballo –en lo que Regina se moría por ayudarle–, sus trabajos de clase… Todo. Hablaron largo y tendido hasta que Emma mencionó a Paige y el chico se cerró en banda con sus orejas enrojecidas. Regina riñó a Emma por avergonzarle, pero lo único que consiguió es que la rubia se riera aún más fuerte.
–Bueno, puedes enseñarme más de tus pinturas –sugirió Emma mirando con una amplia sonrisa a Regina. La morena le correspondió con una sonrisa aguada antes de volver su mirada a las estrellas y seguir escuchando las historias de la otra mujer sobre mitos griegos.
Si Regina hubiera mirado desde su posición, habría visto la mano de Emma recortando la distancia que la separaba de la de Regina hasta que una sacudida eléctrica le hizo echarla para atrás lentamente. Si Emma no hubiera estado mirando a las estrellas, habría visto una emoción totalmente nueva en los ojos de la morena, una que no había estado allí desde Daniel.
–He estado trabajando en mi magia.
–He estado trabajando en mis pinturas.
La rubia y la morena se sentaron casi encima de la línea, tan cerca la una de la otra como les era posible. Regina prácticamente podía sentir la calidez que irradiaba el cuerpo de la otra mujer. En las noches de verano, Emma volvió a vestir sus camisetas sin mangas y sus pantalones ajustados mientras la rubia tenía el placer de ver a Regina en sencillas blusas anchas y caros pantalones vaqueros y enfundada en botas de cuero auténtico. Incluso con lo más sencillo, la morena estaba siempre impecable.
–Tú primero –dijo Emma asintiendo en dirección a la morena.
Regina se mordió el labio, perdiéndose la mirada satisfecha de Emma en el acto, antes de hurgar en su bolsa y sacar un libro de bocetos. Lo acercó a su pecho antes de señalar severamente a Emma con su dedo índice.
–No puedes decir nada.
Emma levantó las cejas, intrigada.
–Está bien.
Volviendo a morderse el labio, Regina pasó las hojas de su libro. Bocetos de paisajes pasaron por sus páginas hasta que Regina se detuvo en su último dibujo. Mantuvo abierta la página en su regazo forzando a la rubia a inclinarse para ver más de cerca, lo que hizo que sus cabezas casi se tocaran cuando Emma inclinó su cabeza hacia un lado para tener una mejor perspectiva del dibujo.
No era el dibujo de un paisaje. Era Emma.
Regina contuvo la respiración mientras Emma estudiaba la figura pintada de sí misma mirando por la ventana de su apartamento en Boston. Si Emma no hubiera sabido que le era imposible abandonar Storybrooke, habría jurado que ella misma había posado para el boceto de Regina.
–Vaya –exclamó Emma con una profunda exhalación–. Esto es increíble.
Regina levantó la mirada hacia ella con unos ojos esperanzados a los que Emma correspondió con una sonrisa.
–¿Puedo…? Bah, es igual.
–¿Si puedes qué? –preguntó Regina inclinándose hacia delante.
Emma le dirigió una mirada triste que desvió después hacia la línea en el suelo.
–Te iba a preguntar si podía quedármelo.
–¡Oh! –exclamó Regina mirando también la línea. Después, volvió a mirar a Emma–. Sí, sí que puedes.
La rubia le dedicó una amplia sonrisa.
–Gracias.
La morena se ruborizó volviendo a meter el cuaderno en la bolsa cuando oyó a Emma aclararse la garganta.
–¿Puedo intentar algo?
La morena hizo un gesto con su mano indicando que tenía vía libre.
Emma se levantó apoyándose en sus rodillas tan ridículamente cerca de la línea que se podía oír el zumbido de la magia entre ellas. Hizo un gesto con su mano indicando a Regina que se acercara más e imitara su posición. Regina, aunque cautelosa, hizo lo que le pedía para situarse a tan solo tres centímetros de la otra mujer. La rubia levantó la mano y la sostuvo en alto con la palma hacia la línea, lo que le hizo sentir el cosquilleo de la barrera por todo su cuerpo.
Emma no tuvo que pedirlo. Regina por voluntad propia y con mucho cuidado se dispuso a colocar la palma de su mano contra la de Emma preparándose a sí misma para ser golpeada por una fuerza invisible y salir despedida. Pero nada de eso ocurrió. Por primera vez en cerca de dos años, Regina sintió la mano de Emma contra la suya y una fina capa de magia chispeante, no muy placentera pero, al mismo tiempo, inofensiva, que las recorría a ambas.
Las dos mujeres contemplaron las palmas de sus manos en contacto con los ojos muy abiertos y su respiración ligeramente agitada al sentir la calidez de la otra, al sentirse mutuamente.
–Vaya… –susurró Regina impresionada y casi sin aliento.
Sus manos se tocaron mucho más tiempo del apropiado, pero a ninguna de las mujeres les importó. Regina levantó la vista hacia Emma interrumpiendo la contemplación de sus manos. Se dio cuenta de que los ojos de la rubia estaban puestos en sus labios antes de que el marrón de sus ojos se topase con el verde de los ojos de la sheriff.
La morena tragó saliva.
–¿Puedo intentar algo?
Emma asintió.
Lentamente, cautelosamente, como atraídas por un imán, inclinaron sus cabezas y acercaron sus labios, compartiendo las dos su cálido aliento a medida que recortaban las distancia que las separaba.
Casi.
La electricidad pegó una sacudida e hizo que las mujeres gritaran conmocionadas cuando una fuerza las lanzó tres metros hacia atrás. Emma, para entonces acostumbrada a ello, fue la primera en levantarse. Sacudiéndose los brazos raspados, se acercó rápidamente a la barrera para ver a Regina todavía levantándose del suelo.
–¡Regina!
La morena se levantó. La vulnerabilidad de sus ojos había desaparecido y había dado paso a la furia. Emma se dio cuenta de que sus manos estaban llenas de rasguños y de sangre. Regina cerró los puños y endureció su mandíbula.
–Creo que debo irme.
Antes de darle la oportunidad de darse la vuelta, Emma la llamó desde la distancia.
–¡Regina!
La morena se volvió casi luchando contra su propia voluntad y fue allí cuando la morena vio arrepentimiento en los ojos de la otra mujer al contemplar la línea pintada en el suelo. Emma simplemente volvió a alzar su mano, suplicante. Regina volvió a la barrera sin titubear y colocó de nuevo su mano contra la de Emma, sin miedo esta vez. La magia siguió zumbando entre las palmas de las dos mujeres al mismo tiempo que la calidez seguía irradiando y la sensación de soledad, desapareciendo por unos instantes.
Emma vio a Regina contemplar sus manos otra vez, queriendo entrelazar sus dedos pero sabiendo que, de hacerlo, ambas saldrían de nuevo volando por los aires. Capturó los ojos de la otra mujer conectando su mirada con la de la morena, una mirada triste, desesperada.
–Algún día.
1La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone en el inglés original) fue una serie de televisión estadounidense donde se narraban relatos de terror, ciencia-ficción y fantasía.
