Daughter
Matthew se sentó frente al espejo en la pared de su cuarto.
Con mucho cuidado sacó el listón de su pequeña mochila roja.
Y formó un moño alrededor de uno de los mechones de su cabello.
Justo como el de las niñas de su clase.
La luz matutina atravesaba las cortinas infantiles con estampado de cohetes espaciales, y los rayos daban justo en la cara de Alfred, lo cual lo molestaba mucho, así que gruñó antes de taparse la cara con la almohada, al otro lado del cuarto, Matthew no seguía dormido, no lo había hecho en toda la noche pues cada vez que cerraba los ojos las pesadillas y las sombras plagaban su mente, mientras le susurraban cosas que no comprendía.
El silencio del cuarto se vio interrumpido por la súbita entrada de su madre, la pequeña y linda mujer británica que no podía cocinar ni por el amor de Dios, que cada sábado acostumbraba despertar a gritos a sus hijos.
Hijo.
Matthew detestaba esa palabra.
Sin decir nada se levantó y salió del cuarto mientras su madre tenía problemas para despertar a Alfred, típico.
Un rico olor inundaba la casa, su padre estaba haciendo el desayuno, ese carismático hombre francés que cocinaba manjares dignos de la realeza, Matthew se tomó su tiempo bajando las escaleras, se sentía cansado, y triste.
Apenas estaba entrando al comedor cuando Alfred y su madre ya habían bajado las escaleras y tomado asiento en la pequeña mesa circular con mantel blanco. Francis se aproximó a la mesa con un plato lleno de panqueques, que dejó en el centro de la misma.
El resto de su familia se apresuró a servirse, con su mamá quejándose de que otra vez no había té, su padre dando sorbos de café, ignorando totalmente las quejas de su esposa, y su hermano masticando efusivamente.
Aunque los panqueques eran uno de sus desayunos favoritos no se sirvió ninguno, sólo tomó un vaso de jugo de naranja y subió a su habitación.
Lo que más triste le pareció fue que ninguno de los miembros de su familia pareció darse cuenta de su ausencia.
Al abrir la puerta y entrar a la habitación se paró frente al espejo.
Observando con sumo cuidado su reflejo, su camiseta blanca cubría su cuerpo delgado pero con algo de músculo, y bajo sus bóxers negros...
Su mirada volvió a enfocarse en su torso, y luego se posó en su cabello.
Odiaba su cabello, él quería una larga melena de rizos claros.
Su mirada regresó a su torso.
Lo odiaba, pues él quería una figura pequeña, plana y delgada.
Su mirada regresó a su ropa interior.
Y pudo sentirlo, la ira, el dolor, la tristeza, mientras esas sensaciones se transformaban en lágrimas que surcaban su pálido rostro.
Porque sabía perfectamente que ese cuerpo no le correspondía, pero aún así cada día se levantaba y ponía todo su esfuerzo en fingir ser el hijo, el amigo, el hermano que las personas tanto querían, aunque eso lo lastimaba más que cualquier cosa, fingía ser ese alegre niño amante del hockey, fingía ser feliz cuando lo que quería era arrancarse su propia piel.
Cuando lo que quería era que lo trataran como lo que realmente era.
Una adolescente que quería trenzarse el cabello, que quería ir a comprar ropa de la sección de mujer con su mamá, que quería que la llamaran señorita.
Se encerró en el baño del cuarto y abrió el gabinete que estaba encima del lavamanos. Ahí estaban, hoy por fin sería el día. Extendió la mano para sacar las extremadamente filosas navajas plateadas. Con mucho cuidado las envolvió en toallitas húmedas y tiro el pequeño paquete al bote de basura.
Ese día empezaría a vivir, por fin actuaría como su verdadero ser sin importar la opinión de su familia o de los demás. Ese día por fin saldría de su cuarto como la mujer que era.
