Cosas mías: Cuando iba en preescolar, puse tachuelas en el asiento de mi maestra porque lo vi en una película (no recuerdo cuál). Tenía cuatro años. Y culpé a alguien más. Sí, lo sé, me comporté mal, pero fue mi primer gran travesura. También esta adaptación es mía.

Cosas no mías: Los Juegos del Hambre y En Llamas, historia original, personajes ni contexto me pertenecen, son de Suzanne Collins. ¡Buuuuuuuu!


PRIMERA PARTE: LA CHISPA.

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Preludio al caos.

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Señor, el Presidente requiere su presencia.

¿En estos momentos? —Pregunto, desesperado y ansioso, pero sin dejar de ver la pantalla que nos marca los niveles de audiencia—. Lo siento, comunícale que iré más tarde. No puedo despegarme de aquí.

Tengo órdenes estrictas de llevarlo conmigo ahora mismo.

¡Estamos presenciando un hecho histórico! ¡¿Qué no lo ves?! —señalo la pantalla, emocionado, pero el Agente ni se inmuta.

Comprendo rápidamente que él no tiene ni la más remota idea de lo que estoy hablando. Claro, qué podía esperar de alguien que sólo sirve para estar parado, palpando moscas y sin un ápice de conocimiento sobre la maravilla del entretenimiento televisivo.

Lanzo un bufido de frustración, convencido de que será inútil cualquier intento de hacerle entender lo importante del momento. A final de cuentas, el casco que lleva puesto sirve para tapar su cabeza hueca y cubrir su falta de inteligencia. Su trabajo es recibir órdenes y protegernos. Nada más. No necesitamos que piense ni haga razonamientos lógicos.

Elina —me dirijo a mi asistente—, estás a cargo hasta que regrese.

Entendido, señor.

Decepcionado, abandono la sala de operaciones y recreación, y lo sigo hasta la mansión de nuestro Presidente.

Quién iba a pensar que ese día, el día de mi triunfo, después de haber hecho lo impensable, todo se vendría abajo.

Buenas tardes, señor Presidente.

Buenas tardes, Seneca. Toma asiento.

Dudo un poco, nunca había estado en el estudio del Presidente, cualquier asunto que requería atender lo hacía en su inmenso jardín, pero al ver que me señala un sillón blanco, me relajo y tomo asiento, seguro de que se deshará en halagos por mi empeño en la organización de estos Juegos.

Qué equivocado estaba.

Me he enterado que estos Juegos han sido especiales —comenta, sonriendo y agitando su copa—: niveles de audiencia que jamás nos hubiéramos imaginado, recaudaciones financieras exorbitantes, Tributos un tanto… especiales, en fin, un éxito arrollador. Me imagino que estarás satisfecho.

Así es, señor Presidente. Estos tres años a cargo de tan magno evento han rendido frutos. Estamos presenciando cómo es que se hace Historia y, estoy plenamente seguro, que de ahora en adelante, ya nada será igual.

Eso es seguro. Cuando se hace un cambio, de cualquier índole, éste siempre trae consigo una reacción en cadena. Cambios, cambios y más cambios para arreglar el inicial. Pero —hace una pequeña pausa para tomar un trago de vino, saboreándolo—, dime, ¿qué significan para ti Los Juegos del Hambre?

Lo es todo —respondo sin titubear. Este es el momento perfecto para afianzar mi posición como Vigilante en Jefe y máximo Organizador; de demostrar mi fidelidad al Capitolio—. Creo que es una tradición. Saca a la luz una parte dolorosa de nuestra historia. Los Juegos han sido la forma que encontramos para sanar: al principio, sirvió como recordatorio de la rebelión, un precio más que justo que los Distritos tuvieron que pagar; pero ahora, es diferente, ha llegado a ser algo más… algo que nos une a todos y nos da una identidad como Nación.

¿Identidad? ¿Unión? ¿Incluso con los Distritos?

Efectivamente, señor. Ellos nos necesitan tanto como nosotros a ellos para seguir con esta justa tradición.

Entonces… ¿Te gustan los perdedores?

A todos nos gustan los perdedores, señor.

A mí no —sonríe. Yo le regreso la sonrisa pero estoy confundido. No sé de qué va todo esto—. ¿Has estado ahí, en los Distritos? 11, 12, 6, 8, 3…

No personalmente, señor.

Yo sí. Es una montaña de perdedores. Tienen carbón, minerales, animales, huertos, cosas que necesitamos. Pero hay montones de perdedores, y si pudieras verlos, tampoco te gustarían y, mucho menos, los animarías. ¿Me explico?

No del todo, señor —contesto, confuso. Sigo sin entender en qué momento se desvío de la conversación por mi excelente trabajo a la importancia de los perdedores.

Te lo explicaré —pone delicadamente su copa en la mesita de caoba que hay a un lado—. Nosotros, simple y fácilmente, podríamos escoger un puñado de chicos sin necesidad de pasar por toda esta… fiesta de preparación, lanzarlos a una Arena a pelear y listo. Sería lo mismo, ¿verdad?

Sí.

En teoría, lo es. Pero cuando lo llevamos a la práctica, es en ese punto, recuérdalo bien, en la práctica, en los hechos, donde se encuentra la diferencia. Si dejáramos de lado el Desfile, las entrevistas y demás festejos previos, no lograríamos que los habitantes de la Capital invirtieran, y eso significa pérdidas económicas importantes; y tampoco lograríamos que en los Distritos hubiese esperanza.

¿Esperanza? —pregunto, sorprendido.

Seneca, ¿por qué crees que tenemos un Vencedor?

¿A qué se refiere, señor? —no entiendo que tiene que ver la esperanza con los Vencedores.

Exactamente a eso. ¿Por qué crees que tenemos un Vencedor?

No sé si sea por lo personal de esta conversación y la manera en que me impone el Presidente, o porque, simple y sencillamente, no tiene sentido lo que dice, pero no entiendo nada.

Esperanza, Seneca. Esa es la respuesta —me mira fijamente. Un frío recorre mi espalda y comienzo a sentirme incómodo—. La esperanza es la única cosa más fuerte que el miedo. Un poco de esperanza, es efectiva; mucha esperanza es peligrosa. Los perdedores, sumidos en su miseria y podredumbre, cuando les das un poco de esperanza, se conforman. Les haces creer que pueden tener un Vencedor y que deben, de una forma u otra, apoyarlo y, en consecuencia, odiar a sus contrincantes. Cuando tienen a su Vencedor, aprovechamos su debilidad y desesperación haciéndoles pensar que el año próximo pueden obtener los mismos beneficios: comida, gloria, reconocimiento, "felicidad". Y lo creen. Y lo aceptan. Y se calman. Y no protestan. Lo que quiero decir, es que no pretendo que haya unión, sino todo lo contrario. Cuando hay unión entre perdedores, significa que hablan entre ellos, se quejan, se enojan… se unen. Y si lo hacen, se vuelven fuertes; y si se vuelven fuertes, hay chispas, fuego… rebeliones. Y si hay rebeliones, hay guerras.

Me remuevo, sintiéndome aún más incómodo.

—En nuestra Nación, ha habido unos cuantos rebeldes que han tratado de levantarse contra nosotros, nada que no hayamos podido contener. Pero hoy es diferente: al darles no uno, sino dos Vencedores, les multiplicaste la esperanza. Dejaste que dos chiquillos, nada más y nada menos que del peor Distrito, avivaran las pequeñas chispas de rebelión y descontento, y que saltaran. Permitiste que todo mundo fuera testigo de que la unión, esa que tanto te agrada, es posible, y, tanto más, recompensada.

El miedo, mezclado con mi soberbia y la indignación de no valorar mi trabajo, hacen que me quede mudo. No había pensado en la posibilidad de un descontento entre los Distritos. Sí, sabía que en un par de ocasiones, un puñado de personas de varios Distritos, hicieron reclamos y una que otra huelga, pero nada que desencadenara en una rebelión, y mucho menos una guerra.

Considero que el Presidente está exagerando. Si hay rebelión, se sofoca. Punto. Así como pasó con en los Días Oscuros.

El golpeteo en la puerta es lo que me hace salir de mis pensamientos.

Adelante —dice el Presidente, sin dejar de mirarme.

Hay un brillo especial en sus ojos.

Señor Presidente —habla el mismo Agente que me escoltó—, la celebración esta lista.

Perfecto —sonríe y toma su copa de vino—. Seneca, he preparado un pequeño banquete por tu gran desempeño en la organización de Los Juegos.

Gracias, señor —me tranquilizo un poco. Quizá eso de las rebeliones, como pensé, no es para tanto.

Disfrútalo —da un sorbo a su copa sin despegar la vista de mí—. Agente, escóltelo.

A la orden. Señor Vigilante, sígame, por favor.

El Presidente me da una mirada de aprobación, le muestro mis respetos haciendo una breve reverencia y sigo al Agente.

Caminamos a través de un largo y enredado pasillo. Bajamos y damos vueltas, pero llegamos. El Agente se para frente a una puerta de metal. Al entrar, veo una mesa exquisitamente decorada con flores, cubiertos y un mantel fino; al centro, hay una bandeja cubierta con una tapadera de plata… Pero no hay nadie más.

El estrepitoso sonido de la puerta al cerrar, hace que dé la vuelta. Trato de abrirla pero no cede. El agente se ha ido. Me he quedado solo. No entiendo nada.

Me acerqué a la fina bandeja, por alguna extraña razón me sentía atraído a ella, y, al levantar la tapa, me quedé en blanco. La confusión creció.

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No sé cuántas horas o días llevó encerrado aquí, sumido en mi propia podredumbre, el olor a orina y excrementos es tan penetrante y asqueroso, que me ha hecho devolver aunque no haya comido nada. Me siento mareado, débil… cansado. Mi último contacto con el exterior fue cuando el Agente me escoltó, el mismo día en que terminó la entrevista a los Vencedores.

Desde ese día, me he quedado sentado mirando fijamente las malditas bayas. He dormido poco, tratando de descifrar en qué fallé. Hice lo que hice porque mi principal trabajo es el entretenimiento. Mis aptitudes como Organizador son sobresalientes, de no ser así, no me hubieran promovido a Vigilante en Jefe.

Me debo a mi Nación, al Presidente y al público.

Mi trabajo es darle a la gente lo que quiere. Querían unos Juegos del Hambre inolvidables, y se los di; querían un espectáculo asombroso, y se los di; querían muertes, y se deleitaron con ellas; querían a los Tributos del Distrito 12, y les regalé horas de ellos; los querían vivos, también se los di.

Le entregué todo mi conocimiento al Presidente para seguir con nuestra tradición. Me maté pensando, imaginando, ideando la manera de servirle para no defraudar la confianza que depositó en mí.

Pienso y pienso. Le doy vueltas y vueltas al asunto mientras las horas y los días pasan, hasta que en un momento fugaz, se me revela la verdad: el Presidente habló de un solo Vencedor…

Y para que haya uno solo, necesita una muerte.

Y no puede ser alguno de ellos porque, seguramente, ya se encuentran en el 12.

Y sé lo que debo hacer.

—Por Panem —susurro, llevándome una baya a la boca.

Mi último pensamiento es el imaginario sonido de un cañonazo.


Capítulo corto, mucho, pero siempre pensé que Seneca Crane fue pieza fundamental, sin querer, para la rebelión y guerra posterior. En mi cabeza, él era una persona sumamente fiel y entregada a su nación, para bien o para mal, y eso lo llevó su trágico final. No desesperen, el regreso al Distrito 12 es más pronto que tarde.

¿Y bien? ¿Merece algún comentario? ¿Una grosería? D:

Dannie, Pauli, Seleneuzumaki, Alexa-Angel (traté de responderte por MP pero no me daba la opción T_T. Disculpa por hacerte llorar, no fue mi intención. Y espero que olvidemos ese incidente de tu Tablet XD. Muchas gracias por leerme.), Robstar, ShaPer, Maritza (No me mates, ¡por favor!), Gpe 77, Guest, Sakurita, Lsperit Llop (No me apareció tu mail en el review, por eso no he contactado contigo. No creas que soy una pesada o algo así. Más abajo dejo el link de mi Tumblr para, ahora sí, estar en contacto.), Mary Mellark, Lenna y Julia: Muchas gracias por leer la historia anterior, significa mucho para mí que me regalen unos cuantos minutos de su valiosísimo tiempo.

También, gracias a todos esos lectores anónimos. Un saludo.

Abrí una cuenta en Tumblr, no le entiendo nada (soy muy torpe para estás cosas) pero les dejo la dirección en mi perfil para aquellos que quieran contactar por ese medio conmigo y, si gustan, para las personas que no tienen cuenta en FF., y gusten que les responda por ese medio sus dudas, quejas, comentarios.

Sin más, comenzamos con una nueva historia. Ojalá que les agrade.