Para Shiro el tiempo pasaba lento, como quien espera desbordando ansias a que la luz roja del semáforo se torne verde. Sin embargo, para él siempre era un ambiguo, nefasto e indiferente amarillo. En realidad, estaba estancado. Como si se encontrase en un espacio donde todo cambiaba a su alrededor: la gente, la ciudad, la moda, el lenguaje, las costumbres. Todo, menos él.

Pero eso no era un problema, o bien, no podía catalogarse como uno. Porque al mundo no le importan ese tipo de contrariedades, no había influido de manera negativa en las tareas que necesitaba que él cumpliera, de modo que no era primordial invertir tiempo ni recursos en resolverlo. Tarde o temprano Shiro lo olvidaría, todos lo hacen. Pero el mundo ignora que en ese amplio mar de números existe algo más que resultados. Algo que no se puede medir. Un algo que tarde o temprano sí afectará al dichoso producto, pero mientras tanto, todo está bien. Mientras funcione no hay problema.

¿Cómo podría explicarlo a los demás?

La respuesta es: no existe la necesidad de hacerlo.

No tiene la obligación de explicarlo, ni siquiera de insinuarlo. Porque es algo suyo, tan propio y profundo que él mismo ríe entre sus lágrimas cuando se halla pensado en ello, y también cae en lo absurdo que parece. Pero... ¿puede llamarse absurdo o sin sentido a algo que no puedes quitarte de los pensamientos? Algo que se aloja en tu mente antes de dormir y luego de abrir los ojos cada mañana, que corta la respiración y genera más angustia que llegar tarde a una presentación importante con un cliente multinacional del que depende el futuro de tu compañía, que puede nublar la mente al punto de vagar hasta sitios que ni siquiera conocías. ¿Se puede?

Shiro no lleva una vida tan agitada como para perder valiosas horas de sueño en arreglos de última hora o reuniones pactadas a las puertas de un taxi, no. Takashi Shirogane siempre se caracterizó por su constancia y responsabilidad, por tomar la importancia de los detalles, valorar y respetar los acuerdos establecidos. Podía hacer algo más de esfuerzo de vez en cuando, pero jamás escatimar en ellos. Se puede decir que cree en eso que llaman "ley de equivalencia".

Es un hombre exitoso, hasta donde el concepto popular le parece correcto, y todo eso se debía a su propio autocontrol, a su disciplina y a los cinco segundos que le tomaba respirar en busca de sabiduría antes de tomar cualquier decisión. Su trabajo no es tan agotador como para generarle estrés. Su vida es tranquila. Normal. Aburrida.

Sin embargo, hay muchas cosas que Shiro quiere hacer, tantas que sería incapaz de enumerarlas en una lista, la mayoría porque, seguramente, querría repetirlas más de una vez. Es lo lógico, ¿no? Querer revivir las buenas experiencias, las emociones, las sensaciones. Volver a sentir un mundo pasado, emular un recuerdo, conectarlo con el presente y sazonarlo con las vivencias del momento.

En sus sueños, o fantasías, siempre podía imaginar los paseos por la playa con la luna brillando en las penumbras del cielo nocturno; o caminatas por un sendero en el bosque una tarde de otoño con el viento correteando las hojas multicolor por el suelo; o algo incluso más sencillo, disfrutar de la brisa primaveral en el parque central de la ciudad. Ese tipo de cosas.

Pero todo aquello le era imposible.

¿Por qué? Muy sencillo.

Shiro no puede imaginarse solo. Y no lo hace. En su mundo onírico nunca se encuentra solo, una presencia conocida siempre lo acompaña, quien le sonríe con tal dulzura que su corazón, latente y real, parece ser desgarrado lentamente con la punta de un alfiler. Entonces se obliga a despertar, sollozando por aquellas hermosas visiones que lo llevan a la desesperación. Y al final vuelve a respirar, las veces que sean necesarias.

Y justo como ahora, realidad lo reclama.

— ¿Shiro, me estás escuchando? — la inquisitiva voz de Allura le llama, ya por tercera vez.

— No, lo siento — se disculpó llevándose los dedos, medio y pulgar, hasta el puente de la nariz, presionando la primera articulación el índice en la cúspide, un ligero dolor de cabeza que aparecía a veces —, ¿qué me decías?

Allura suspiró con todo el autocontrol que tenía en ese momento.

— Que en dos semanas será la fiesta de compromiso de Katie, necesito saber si vendrás — repitió lentamente, con voz moderada pero imperante, clavando sus ojos en los de Shiro, forzándolo a mirarla de regreso para que esta vez no desviase su atención.

Shiro sonrió nervioso a las insistentes e impacientes acciones de Allura, quien esperaba con urgencia una respuesta. Tan sólo escuchar esas palabras hacía que en su pecho revolotearan violentamente las mariposas grises de la nostalgia, después de todo, Shiro conocía a Katie desde hace varios años, desde que estaba en primaria si debía precisar.

— Yo... no lo sé, necesito revisar el calen-...

— Oh, no. No te atrevas. ¡Te lo prohíbo! — la cara de indignación de Allura estaba a años luz de cualquier otra que hubiese dibujado antes —. ¡Katie es como tu hermana! No puedes simplemente ausentarte — refunfuñó cruzándose de brazos aún más molesta —. Tú no tienes corazón...

La mente de Shiro se perdió por un momento. Aunque el comentario de Allura no fue más que una broma mal intencionada había tocado más hondo de lo que debía. Sí, posiblemente era el caso. Tal vez ya no tenía corazón.

O quizá era más correcto decir que se lo habían quitado. Lo usaron en un truco de magia común y corriente, como ponerlo bajo un pañuelo para transformarlo en otra cosa. Alguien puso el pañuelo de seda negra encima del herido corazón de Shiro, pero al levantarlo nada nuevo apareció, tampoco regresó al final del truco, y terminó perdido para siempre.

Allura suspiró con pesadez.

Shiro dirigió la mirada en cualquier punto al azar del cielo que podía verse a través del cristal polarizado de su ventana. Todo parecía tan frío y distante. Tan gélido y vacío.

Notando que había metido la pata, Allura se retiró en silencio. Aunque no se arrepentiría de sus palabras, incluso estando en conocimiento de la triste historia tras los gestos que evidenciaban la miseria de Takashi Shirogane. Ya era hora de pasar la página. Ya habían pasado tres años.

Luego de dos horas el silencio en la oficina comenzaba a fastidiarlo, sobre todo después de su pequeña discusión con Allura, pues no había hecho más que pensar y recordar cosas innecesarias. Se echó hacia atrás en la enorme silla acolchada y suspiró con fuerza, cansado de todo. Por más que intentaba despejar su mente las imágenes del pasado lo amedrentaban incesantes. A veces tenía pensamientos egoístas tipo "si hubiera sido de otra forma", "si hubiera hecho esto en vez de aquello", "sería grandioso retroceder el tiempo y...", pero pronto alejaba esas ideas de su mente. No podía permitirse caer en eso.

Entonces su teléfono celular vibró sobre el escritorio, provocándole pegar un brinco del susto. ¡Vaya aparato inoportuno!

Sin muchas ganas lo acercó y encendió la pantalla, encontrándose con la notificación de un mensaje de texto perteneciente a un número desconocido. En la vista previa no lograba visualizarse el comienzo del mensaje siquiera, a menos que los emojis de manzana fueran parte de él. Enseguida se percató que solamente eran para ocupar espacio y que habían cumplido con su propósito maravillosamente.

Bajó despreocupado por el mensaje, perdiendo la cuenta de los emojis, hasta dar finalmente con conjuntos de letras que citaban:

"Siento el corazón palpitando en mis manos...Y lo único que quiero hacer es destrozarlo"