Prólogo.
Hoy, cuatro de Noviembre, se cumplen cinco años de mi partida de un pequeño pueblo en el norte de Nebraska.
Recuerdo a la perfección, cada detalle de cada tienda, de cada casa y cada calle. Me resultaba espeluznante la idea de olvidar todo aquello, ya que allí anidaban mi infancia y gran parte de mi adolescencia. Atrás quedaron, los primeros días de escuela, el primer verano, el primer invierno, la primera vez que fui a comprar sola…y me perdí; mis primeros amores, mis mejores y peores notas, la primera fiesta a la que acudí, mi primera graduación que simbolizaba el paso de la niñez a la adolescencia.
Nunca podría olvidar a las gentes que habitaban aquel pueblo.
Mis vecinos, a los que tenía aprecio, menos al hijo de los Williams, el cual se dedicaba a tirar cosas a mi ventana, ya fuese de día o de noche, lloviese o granizase, el siempre estaba allí esperándome, bajo el alfeizar con piedras, huevos podridos, bolas de barros, e incluso sus calcetines sucios, los cuales se colaron una vez en mi cuarto dejando una peste insoportable.
Más tarde, a la tierna edad de doce años dejó de presentarse bajo mi ventana y decidió entrar formalmente por la puerta principal y ofrecerme unas azucenas, que había arrancado del jardín particular de su madre.
Le rechacé, eso si con mucha educación, incluso merendó en mi casa.
Más tarde arrojó un enano de jardín a mi ventana, destrozándola y dándome un buen susto a mí y a mis padres.
Sus padres le obligaron a pagar la ventana con el dinero que había ahorrado para una bici. Desde ese momento comenzó a odiarme y sus actos de vandalismo contra mi fueron a más. Tuve mi venganza, por supuesto, pero eso es otra historia que puede que rescate de mi mente más adelante.
Las gentes de aquel pueblo, junto a mis padres, me habían ayudado a crecer y a seguir adelante siempre con una sonrisa, como era un pueblo pequeño, había confianza suficiente entre todos, estábamos muy unidos y si alguien necesitaba ayuda siempre se le ofrecía sin ánimo de lucro, y si alguien nuevo llegaba al pueblo se le recibía con los brazos abiertos y su correspondiente bienvenida por parte de todos. Nadie detestaba a nadie, a excepción del hijo de los Williams, el cual se volvió insoportable con el paso de los años.
Pero mi camino se vio truncado, cuando mi padre, por motivos de trabajo, decidió partir de aquel pueblo, para dirigirse a Manhattan, nada más y nada menos que una de las ciudades más importantes y objeto de tantas películas, libros y afamados cómics.
Y seguramente una de las más superpobladas, a pesar de que fuese una isla.
Me horrorizaba ese cambio tan drástico, pero aunque me negué una y otra vez, acabé aquí.
Si os digo la verdad, me he acostumbrado.
Los primeros meses fueron horribles, el aspecto que ofrecía la gran ciudad, era frío, poco hogareño, caótico y rebosante de vida.
A pesar de que vivo en una zona residencial, con una casita terrera, extremadamente parecida a la que teníamos en el pueblo, no acabé de acostumbrarme.
No tuvimos buena acogida al principio, eso pensé en aquel momento. Nos saludaron pocos vecinos, del barrio y los pocos que venían, traían consigo la intención de inspeccionar mi nuevo hogar, buscarle los fallos y comentarlo entre las amas de casa de todo el vecindario, para que se difundiese.
Mi padre siempre mostraba una actitud positiva, siempre me decía eso de "allá donde fueres haz lo que vieres". Y funcionaba. En poco tiempo, mi madre comenzó a asistir a las reuniones que hacían las vecinas, a las cenas y almuerzos, ganándose el respeto con esa manera tan dulce a la vez que sabia que tiene a la hora de hablar en público, todavía no ha habido persona en el mundo que sea capaz de contradecir a mi madre cuando emplea ese tono.
Se hizo famosa en el vecindario por las recetas de cocina, todas las amas de casa, rogaban que les diese la receta, ella con sumo gusto se las ofrecía, pero ni de lejos se acercaban al resultado final que obtenía mi madre.
Así que decidió encargarse de los menús de las cenas y almuerzos que organizaban mensualmente. Pronto se convirtió en la mujer más elogiada y admirada del barrio, y por supuesto la fama tiene sus inconvenientes, así que también se ganó el puesto de la más criticada y odiada.
Por otro lado mi padre intimó rápido con los hombres del vecindario, más o menos reunían las mismas aficiones: jugar al golf, ver partidos de béisbol o rugby en la pantalla gigante del señor Anderson, beber cerveza mientras hacían una barbacoa o echar una partidita a los bolos.
Mi padre nunca había echo esa clase de cosas, jamás había mostrado interés por alguna de esas actividades, pero se había tomado muy enserio el dicho.
"Allá donde fueres haz lo que vieres"
En realidad mi padre era un hombre muy ocupado, así que rara vez tenía tiempo para dedicarse a alguna actividad, pero las pocas veces que le había visto sentado y relajado habían sido mientras leía libros que me parecían muy aburridos en aquella época y cuando escuchaba su gran colección de discos de jazz, o música clásica.
Una vez me confesó que su gran amor platónico había sido Nina Simone, y que quería ser jazzista y dedicarse por completo a la música.
Definitivamente le apasionaba el jazz, no logró ser jazzista, pero consiguió ser un gran pianista, aunque por la falta de práctica y tiempo se había oxidado un poco. Pero para mi seguía siendo increíble su manera de tocar el piano.
Nunca demostró sus cualidades frente a los demás, se comportó con uno más de ellos.
Cuando estábamos reunidos con los vecinos, nunca mostraba su gusto por la música, ni por los libros y la ópera y el teatro desaparecían por completo de su vocabulario.
Y su inteligencia, parecía que mermaba hasta ser simple y trivial como la de aquellos individuos.
Odiaba que no se comportase tal y como era, quería que mi padre fuese admirado y respetado por quién era, por lo que hacía y decía. No por lo hábil que era en los bolos o lo mucho que entendía de golf.
Más tarde, descubrí que a mi padre le gustaba fingir, montarse su propio teatrillo, dando lo mejor de sí como actor. Me dijo que no debía preocuparme, él nunca cambiaría su forma de ser, siempre se mantendría fiel a su autentico yo.
Y así lo hice, jamás volví a desconfiar de él.
Y respecto a mi, bueno, no me fue tan bien.
Las niñas de mi barrio ya hablaban de chicos maquillaje y ropa, cuando a mi todavía me gustaba correr, jugar al escondite, hacer guerras de bolas de nieve, jugar al futbol y ponerme perdida de barro, ver dibujos animados y dar largos paseos en bici.
Pero parecía que ellas no estaban muy de acuerdo con mi comportamiento, de echo lo catalogaron como "infantil y descuidado" y eso lo convertía impropio para una chica de mi edad.
Una vez, obligada casi a la fuerza por mi madre, me quedé a dormir en casa de Samantha Hawkins.
Nunca había sufrido mayor tortura.
Risas, maquillajes, llamadas de teléfono a los chicos que te gustaban, test estúpidos de revistas de preadolescente, manicuras y lo peor de todo, cuando creí que ver la tele sería mi salvación…¡ZAS!
Los puentes de Madison, Pretty Woman y Grease.
Cuando todas roncaban, bien entrada la noche, me escapé de allí y me refugié en mi casa.
Desde ese día soy la rarita del barrio. A partir de lo ocurrido, las chicas de mi generación y sobretodo Samantha, me repudian y si se cruzan en mi camino me evitan.
Hoy, cinco años después, he terminado de habituarme a Manhattan, al trato frío, a la inmensidad de aquella isla, que vista desde un mapa ni siquiera se aprecia.
Pero, todo aquello no me bastaba, necesitaba un cambio, algo que me sacase de esa locura, inmediatamente.
