Disclaimer: Nada de Glee me pertenece.

Espero que disfrutéis tanto, como yo he disfrutado de tantas y tantas historias de las que he encontrado por aquí. Así que, dedicado a todos vosotros, escritores.

Capítulo 1: El final de una vida.

Una mano meciendo su hombro la estaba sacando de la bendita inconsciencia y dejándola envuelta en una extraña bruma. Su cerebro registró un sonido amortiguado; intentó ignorarlo pero volvió. Más sonidos. Sintió la pesadez de su cuerpo, a medio camino de despertar, pero sabiendo que no tenía ganas de hacerlo. Gruñó sin moverse lo más mínimo pero la sacudida en su hombro se repitió. Esta vez acompañada de una voz.

-Cariño, despierta –sonaba cariñosa, suave, pero con un punto de urgencia. La reconocía, era su padre, Hiram, pero su mente aún no estaba dispuesta a dejar escapar el sueño. Mantuvo los ojos cerrados y trató de ignorar los movimientos de su padre por la habitación.

El calor bajo las mantas la tentaba a relajarse de nuevo. Una puerta del armario se cerró con fuerza. Su padre arrastrando algo. Se giró para dar la espalda a la puerta de la habitación. La leve claridad de las farolas atravesaba la ventana y se fundía con la luz que entraba desde el pasillo. Apretó los párpados con fuerza. El timbre del teléfono en el salón. Volvió a gruñir. Se notaba más lúcida, estaba cerca de despertar. Pasos que bajaban la escalera. Se tapó la cabeza con las mantas. Ruidos que llegaban del baño contiguo a su habitación. Pasos que subían la escalera. Y de nuevo la voz de Hiram.

-¡Rachel, arriba! No hay mucho tiempo –la voz sonaba con más prisa que antes.

Otra vez el sonido del teléfono. El motor de un coche grande, quizá una furgoneta, que bajaba la calle. Un frenazo. Puertas abriéndose y cerrándose. El timbre de la puerta. ¿El timbre?, pensó Rachel, abriendo los ojos por fin, sacando a duras penas la cabeza de debajo del edredón e incorporándose para mirar el radio-despertador que tenía sobre la mesita de noche. Cerró los ojos, contó hasta tres y los volvió a abrir. Había visto bien. Bufó algo a medio camino entre un gruñido y un gemido y se dejó caer de nuevo sobre el colchón, tapándose la cara con las manos. ¡Las cinco de la mañana! ¡Eran las cinco de la mañana! Vale, en realidad eran las cinco y veinte, pero para el caso era lo mismo. Vale que a ella le gustaba madrugar para completar sus rutinas diarias, pero las cinco de la mañana era mucho; hasta para ella. Y vale, adoraba a sus padres y haría cualquier cosa por ellos, pero levantarse a las cinco de la mañana el primer sábado de las vacaciones de verano no era algo que entrara en sus planes más inmediatos. Y en ese preciso instante, mientras Rachel se debatía entre levantarse y armar un escándalo de proporciones bíblicas por la hora inhumana a la que sus padres la habían despertado, tal como le pedía la vena dramática de su cerebro, o ignorar todo lo que ocurría a su alrededor y volver a dormirse, como reclamaba su instinto de adolescente, escuchó una voz que no esperaba volver a oír en mucho tiempo. Y mucho menos imaginó que la oiría en casa de sus padres.

Saltó de la cama y, aún en pijama, se lanzó escaleras abajo para llegar al salón en una decena de zancadas. En esos pocos segundos, por su mente pasaron cientos de opciones diferentes sobre qué razón podía llevar a Shelby Corcoran a presentarse en su casa, a esas horas de la madrugada, un día cualquiera, y tras más de un año sin saber nada de ella. Muy pocas de las razones que se le ocurrieron eran agradables, y sus escasas esperanzas desaparecieron en cuanto la vio. De pie en medio de su recibidor, ojerosa y vestida de negro, con el pelo recogido en una cola que tenía toda la pinta de haber sido hecha con prisas y con las manos, y meciendo contra su pecho un pequeño bulto, envuelto en una mantita y coronado por una espesa cascada de bucles castaños, y que sólo podía ser Beth. Una Beth que ya debía haber cumplido su primer año, y a la que su madre sostenía con fuerza mientras lloriqueaba y se frotaba los ojos. Una Beth que se quedó en silencio y enterró la cara en el cuello de su madre en cuanto notó que alguien se acercaba. Una reacción instintiva en situaciones de amenaza. El cuerpo de Rachel se tensó.

Shelby levantó la mirada para encontrarse con la muda pregunta de su hija biológica, pero no dijo nada. Sólo se quedó allí, mirándola con la tristeza grabada en el fondo de sus ojos. Y en medio de su silencioso intercambio el oído de Rachel registró el resto de sonidos que las rodeaban. Hiram seguía corriendo de un lado a otro en el piso de arriba, murmurando cosas sin sentido. LeRoy estaba otra vez al teléfono; Rachel pudo escuchar una enorme serie de monosílabos que no daban pistas sobre el interlocutor de su padre. Y pasos. En la calle se escuchaban los pasos de varias personas. Parecían tres, y tenían prisa.

-Rachel, ven aquí –Hiram llamó desde lo alto de la escalera.

Sin despegar sus ojos de su madre, y sin haber pronunciado una sola palabra, Rachel corrió de vuelta al primer piso. Su padre había vuelto a entrar en su habitación y estaba sacando su ropa del armario. Los nervios se le dispararon.

-¿Qué es lo que pasa, papá?-la voz le salió partida.

-Vístete y prepara la bolsa con lo que consideres imprescindible –la voz de Hiram sonaba hueca y no la miraba; eso la asustó aún más.

-¿Pero qué está pasando? –su cerebro registró unos golpes en la puerta principal.

-Te he sacado mi vieja bolsa de loneta. Es la más grande –su padre seguía sacando cosas del armario. La ropa la tiraba sobre la cama y todo lo demás, al suelo.

-¡Papá! ¡Dime qué pasa! –Rachel parecía incapaz de moverse para hacer lo que le habían pedido.

-Ha llegado el momento de irse –le dijo. Seguía sin mirarla.

-¿Qué? ¿Cuándo? ¿Es por lo de…?

-No hay tiempo, cariño, no tenemos tiempo –su padre esta vez sí la miró. Y entonces fue el miedo lo que arrasó cada célula de su cuerpo, lo que le secó la boca y le robó el aliento. Hiram estaba llorando.

Rachel se abalanzó sobre él para abrazarlo. Rodeó su cintura con los brazos y sintió cómo su padre la envolvía con su cuerpo, cómo acarició su pelo, cómo dejó un beso en su cabeza. Era incapaz de hablar, y lo único que pudo hacer fue apretarse más contra él y hundir la cara en pecho.

-Vamos, cariño –le dijo su padre en un susurro, limpiándose las lágrimas con la mano-. Hay que darse prisa. Yo te ayudo. –le dijo al ver que ella no hacía ademán de moverse.

Más tarde, Rachel recordaría los siguientes minutos como un borrón confuso de ropa que era lanzada al interior de la bolsa de lona sin ningún orden y sin prestarle ninguna atención, la misma que le dedicó al pequeño montón de cosas que Hiram añadió a la maleta sin ni siquiera preguntarle mientras ella se cambiaba el pijama por unos vaqueros, sudadera y zapatillas. Fue de nuevo el timbre de la puerta y las voces que lo siguieron lo que desencadenó una nueva oleada de miedo. La descarga de pura adrenalina que corrió por sus venas la despejó, activando todos sus instintos. Se mantuvo quieta, mirando a su padre y tratando de imaginar lo que pasaba abajo. Pudo escuchar los pasos de los recién llegados atravesando el salón y Hiram dio por terminado el equipaje, cerrando la bolsa.

-Vámonos –su padre rodeó sus hombros con el brazo y cogió la bolsa con la otra mano.

-Te quiero, papá –Rachel no estaba muy segura de lo que iba a pasar, pero sí estaba convencida de que ciertas cosas es mejor decirlas cuanto antes, porque podrías perder la oportunidad.

-Y nosotros a ti, mi vida –Hiram apretó un poco más el abrazo-. Siempre serás nuestra pequeña estrella.

LeRoy los esperaba al final de la escalera y se unió al abrazo familiar. Rachel no quiso evitarlo y volvió a repetir las mismas tres palabras que acababa de decir. El momento familiar fue interrumpido por un fuerte carraspeo.

-Ya estamos todos –anunció Jorge López mirando su reloj de muñeca. Un ligero temblor en su labio fue el único signo que delató que estaba nervioso. Detrás de él, Puck se mantenía rígido, serio y, extraño en él, callado. Santana se dedicaba a mirar a cualquier lugar menos a su padre.

-Yo llevo esto –LeRoy se separó de su marido y su hija para llevarse consigo la bolsa de loneta. Rachel pudo ver que tenía los ojos vidriosos.

-Está todo listo –aseguró Hiram siguiendo a su marido.

-Sí, lo sé –contestó el Sr. López. Se giró hacia la pequeña diva y apretó su hombro con cariño-. Hola, Rachel –añadió, antes de mirar otra vez el reloj-. El coche está fuera; vamos a sacaros de aquí –y salió detrás de su padre.

-Buenos días, Dr. López –murmuró ella. Conocía a Jorge López desde pequeña y toda su vida la había intimidado a pesar de ser siempre amable y correcto; pero era imposible obviar el aura de mando y la seguridad que desprendía. Incluso ahora, visiblemente alterado y en una situación tan anómala. Debía ser muy duro ocupar su puesto, pensó Rachel, y mantener siempre la compostura para que los demás se sintieran a salvo, o al menos, tan a salvo como se podía.

Los tres adolescentes dejaron que los adultos se alejaran unos pasos antes de seguirlos, susurrando entre ellos lo más bajo que podían.

-¿Qué te han dicho? –le preguntó Rachel a Puck.

-Nada –dijo él muy serio-. Mi madre no ha abierto la boca desde que me sacó a gritos de la cama hace un par de horas.

-¿Y tu hermana?

-Fuera, con los demás. Sarah no entiende lo que pasa, está asustada y no se separa de mi madre.

-Es normal, sólo tiene ocho años.

-¿A ti te han explicado algo, Berry? –Santana, que andaba detrás de ellos, irrumpió en la conversación.

-Mi padre sólo me ha dicho que teníamos que irnos –Santana puso los ojos en blanco, pero el semblante de Puck se oscureció aún más.

-Eso es evidente, enana –escupió la latina-. Para eso hice la maleta.

-Lamento no tener más información que aplaque tus ansias de saber, Santana, pero hasta hace poco más de una hora yo estaba tranquilamente en la cama, disfrutando…

-No me interesa tu vida, Berry –le espetó Santana, parando en seco su explicación con un gesto de la mano tan cortante como su voz-. Y ahora que por fin ha acabado el curso, tenía la esperanza de no tener que oír tu voz de nuevo hasta septiembre. Era agradable pensar en un verano sin dolores de cabeza –agregó con la voz cargada de veneno.

-Si miras a tu alrededor, Santana, -la voz de Rachel había ganado una octava-, verás que estás en mi casa, ¡mi casa! –su voz subió algunos tonos más-, y si no vas a ser capaz de mantener un mínimo de educación…

-¡Ya está bien! –Puck parecía enfadado de verdad, aunque no levantó la voz-. ¿Os parece el momento? ¿De verdad es necesario que os peleéis incluso ahora? ¿Es que no os preocupa lo que debe haber pasado para que estemos aquí, ahora, preparados para largarnos en mitad de la noche?

-Sí, Noah, claro que lo he pensado, igual que ella, igual que tú –la voz de Rachel bajó de golpe todos los tonos que había subido-. Por eso estamos nerviosos, y asustados y tensos, y prefiero dar rienda suelta a mi rabia antes que a mi miedo, porque una pelea con Santana, al menos, es algo que puedo controlar.

-Por supuesto, enana –intervino la latina con ironía-, puedes controlar de qué modo quieres que te sacuda la próxima vez que insinúes que tengo miedo –Santana se plantó delante de la morena, totalmente recta, en un intento de apabullarla con su mayor altura; la bravata consiguió relajar el momento. Incluso arrancó una sonrisa a Puck.

-Como si nunca te hubiera hecho morder el polvo –dijo Rachel con orgullo y sin amilanarse.

-Yo no presumiría tanto de tu voz y tus solos, estrellita –la picó Santana-, te recuerdo que no hace ni un mes que perdimos los nacionales por tu culpa.

-Yo no me refería sólo a cantar.

-¡Vaya, eso es nuevo! Estás perdiendo facultades, latina –increpó Puck.

-¿De qué hablas? Eso nunca ha pasado –se ofendió Santana.

-Santana –suspiró la diva-, el mundo no se acaba por reconocer que tienes corazón –se volvió hacia Puck-. Y sí, ha pasado.

-No puedes demostrarlo –afirmó la latina con seguridad-. Es tu palabra contra la mía.

-Pasas demasiado tiempo con Sue Silvester –apuntó Puck, divertido.

-La próxima vez llevaré un testigo.

-Ya me encargaré de que eso no ocurra, Berry –la voz de Santana no había perdido su tono burlón, pero sí la animosidad. Los tres salieron a la calle y se unieron a los adultos, que se arremolinaban junto a un Ford monovolumen negro. La hermana de Noah jugaba con Beth. De pronto recordaron por qué estaban allí y el momento distendido pasó-. ¿Desde cuándo están en Lima tu madre y Beth?

La diva se encogió de hombros.

Un aullido rompió la noche, y todo se precipitó.

Rachel se vio rodeada de brazos que la empujaban hacia el coche. Voces que se mezclaban. Alguien besando su frente. El murmullo de una bendición. El motor del coche encendiéndose. Cayó en el asiento trasero y alguien puso a Beth en sus brazos. Sarah llorando abrazada a su hermano. Su padre colocó algo en su mano antes de cerrar la puerta. Santana hablaba en español desde el asiento del copiloto. Un nuevo aullido sonó mucho más cerca, esta vez seguido de multitud de voces. Shelby sacando el coche de la entrada tan rápido como podía y enfilando la calle en dirección oeste.

Y silencio.

Rachel siempre amó el drama; los grandes actos, la exaltación de los sentidos, la expresión más pura de la pasión. La mayoría de la gente nunca le había preguntado el por qué, simplemente habían supuesto que necesitaba llamar la atención, destacar sobre el resto y un montón de sesudas teorías basadas en la falta de cariño o de amistades. Pero la razón era mucho más sencilla: su sensibilidad. Rachel era extremadamente sensible a todo lo que tuviera que ver con sentimientos, perceptiva con los detalles que parecían insignificantes, empática con quienes la rodeaban, y todos esos sentimientos y sensaciones se acumulaban dentro de ella, creando torbellinos de emociones que necesitaba exteriorizar para no perder el control. Como en este momento. Era consciente de que acaba de separarse de gran parte de su familia. No sólo de sus padres; también de Ruth Puckerman, que tantas veces había hecho las veces de "tía Ruth", y de los López. Había crecido, aprendido y madurado con ellos. Le habían dado amor y la habían hecho sentirse protegida. Y no sabía cuándo volvería a verlos. O si lo haría. La sensación de pérdida la estaba abrumando y se mezclaba con la angustia, la tristeza, el no saber qué iba a pasar con ellos ni a dónde irían. Todo se agitaba y se arremolinaba en su estómago y le apretaba el pecho, la dejaba sin respiración y le embotaba la cabeza, buscando una forma de salir: quería gritar, quería llorar, quería romper algo, pegarle a alguien, pelear, insultar, morder. Y en cambio, seguía allí sentada, totalmente tiesa en el sillón trasero del coche, en silencio, como si la parte de su cerebro que regía sus movimientos se hubiera desconectado. A su lado, Beth se había dormido en su sillita de seguridad, igual que Sarah, vencida por el agotamiento. Shelby conducía a través de la oscuridad en un férreo mutismo, pero era consciente de sus miradas a través del retrovisor. De hecho, parecía más atenta a todos ellos que a la carretera. Probablemente estaba esperando a que estallaran, porque si ya era sorprendente de por sí el silencio de Rachel, que Puck y Santana no hubieran abierto la boca rozaba lo antinatural. Por primera vez en su vida, Rachel comprendió el significado de la expresión "estar en shock".

Ya era completamente de día cuando Shelby puso el intermitente y salió de la interestatal. El asfalto rodeado de campos de cultivo fue sustituido por una pequeña carretera de doble sentido, y los campos empezaron a mezclarse con pequeños prados, que a su vez se convirtieron en un camino flanqueado por árboles. Cuando al fin paró el motor estaban aparcados delante de un pequeño río, de nos más de un par de metros de ancho, y rodeados de bosque.

-Lo siento. –Fueron las únicas palabras de Shelby.

El sonido fue como abrir una ventana que los conectó a la realidad. Santana fue la primera en reaccionar. Abrió la puerta y salió, casi dejándose caer sobre el suelo, dando tumbos y alejándose unos metros antes de quitarse la chaqueta y el jersey y perderse tras los árboles. Puck no se lo pensó, y totalmente vestido, se lanzó hacia el río y se internó en el bosque desde la otra orilla. A Rachel le temblaban los labios y las manos, y levantó la mirada para encontrar la de Shelby, de nuevo, en el espejo. Su madre había empezado a llorar, y esas lágrimas rompieron algo en su interior. Salió del coche sintiendo los primeros espasmos del llanto, y se alejó en dirección contraria a la de Santana mientras se desvestía. Los sollozos se transformaron en gemidos que se oyeron hasta mucho después de que Shelby la perdiera de vista.

Los guardas de la reserva natural de Moraine, en pleno corazón de Illinois, vivieron el día más extraño de su vida, corriendo de un lado a otro del parque, intentando tranquilizar a los excursionistas y buscando, sin éxito, a los tres lobos que aullaban en pleno día. Y no sólo porque en Moraine no había lobos, sino porque aquellos sonidos desgarrados ponían los pelos de punta. Y para rematar la jornada, el grupo de scouts a los que habían evacuado nada más tener noticias de lobos en libertad, juraban y perjuraban que en el corazón del bosque había una niña pequeña, de rizos castaños, que acariciaba y se abrazaba a una pequeña cachorra gris bajo la atenta mirada de una loba negra.