Disclaimer: Panem y todos sus habitantes pertenecen a Collins. (Yo sólo los utilizo para… ¿asustar? ¿Que me asusten? ¿Para que el susto se asuste de lo poco que esto asusta? Bueno, para esto, y que me aspen si sé bien que es).
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NT: El presente fanfic participa en el "Reto del Susto", del foro Hasta el Final de la Pradera. (Tu mejor foro, para que lo sepas, de THG en español). Conteo de palabras (según Word) 499. ¡Yeah, lo conseguí! Aunque rozando el rizo.
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Despertó con el sobresalto instalado en sus cinco sentidos. El tímpano le pulsaba frenético a ritmo de su no menos desbocado corazón. Aún era noche cerrada, pero eso no implicaba silencio absoluto en el cuarto donde se había quedado rendido. No necesitó, eso sí, decirle a sus oídos a qué atender. Estos le pitaban sin pausa, un pitido desquiciante y agudísimo, tan fino como un alfiler, tan perforante como una aguja de coser reinventando el sentido de tortura en el más audible de los sentidos. ¡Y todo Panem sabía la causa!
Se planteó seriamente si valía la pena acabar con la rosa gris de espinas, titiritera de los escurridizos rebeldes, sólo por un sueño... el sueño eterno al que le condenarían si diera rienda suelta a su frustración y abriera las ventanas del tren y lanzara por la ventana a su compañera por lo mucho que roncaba. Decidió que no. Alegar insomnio, o locura transitoria o un no lo hice porque quería sino que lo hice sin querer evitarlo, no le granjearía el aplacamiento de los abogados, los jueces y los otros mindundis que sin rebozo lo juzgarían al verlo con grilletes y encadenado.
Y de pronto... un murmullo. El ruido de una espada desenvainándose. El sonido de su nombre. Giró como peonza sobre sí mismo... una sombra se agitó en el borde de su campo de visión. Se dio la vuelta... nada. Quietud. Pausa. Tensión... y frío en el cráneo. ¿Qué oía? Ni sus ideas, sólo ronquidos. ¿Qué notaba? Una picazón entre los omóplatos. Un ardor acuciante, urgente, dominante.
¿Qué veía? Un cuarto circular con manchas de ¿sangre? derramadas como lunares en la alfombra del suelo; un cuchillo temblando y hundido hasta la empuñadura en la espalda de... el sillón; un tosco tocador sobre el cual se hallaba toda una hilera de pelucas, colgadas de sus respectivos soportes, cabezas decapitadas de rostros muertos, testigos de una incruenta lucha contra la infame calvicie; trazos sangrientos pintarrajeando un ¡já! ¡Serpiente! ¡Caíste! en las paredes. Y lo más espantoso de todo, la veía a ella, a ella, tumbada entre las pruebas incriminatorias, una peluca de pelo blanco tan de Papá Noel ladeada sobre su... cabeza.
No. No. No. No podía dar crédito. Toc toc toc, su pie repiqueteaba. PIB pib pib, los postigos zumbaban. Cras cras cras, los dientes le chirriaban de tan fuerte que apretaba la mandíbula. Pero no había duda. Ninguna. Enfrente estaba la prueba. En la peluca echa a base de su propia cabellera. Analizó eso último. Pelo, peluca; calvo, cabello. ¡Al cuerno con la frialdad! Se palpó la cabeza como loco. Sondeó, hurgó y rebuscó... Nada, nada, nada. Sólo susto, susto, susto. Un susto tremendo. Y no era para menos: ¡estaba calvo! ¡Alguien lo había rapado a cero para hacerse una peluca a su costa!
No; alguien no, ella. Ella, la traidora. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¿Pero quién diantre le mandó aliarse con el enemigo? Nadie. Y Snow sólo pudo pensar:
—Pringado... te la han vuelto a pelar.
