Disclaimer: Hetalia le pertenece a Himaruya. Y yo, obviamente, no soy Himaruya.
Advertencias: Aparición de palabrotas que los niños buenos no deberían usar jamás (este capítulo en concreto no tiene muchas, me parece)
Los ojos verdes del español estaban clavados en aquel jarrón, o más bien, lo que quedaba de él. Él siempre lo había visto sobre un armario, bien colocadito, limpito e intacto. Entonces, ¿por qué ahora el jarrón estaba en el suelo partido en mil pedazos?
— Oh, Dios… - España se echó las manos a la cabeza – Austria me va a matar…
El joven estaba completamente desesperado y luchaba contra todos aquellos impulsos que le decían que se tirase de los pelos y chillase como una niña aterrada. ¿Cómo se rompió aquel objeto tan valioso? ¿Quién fue el culpable? Y, ante todo, ¿qué iba a hacer ahora? Podría recoger los restos y pretender que nunca hubo un jarrón en aquel salón. Y si alguien preguntase, él se limitaría a soltar una parrafada acerca de la belleza de la primavera.
No, no era buena idea.
— ¡¿Y ahora qué hago? – Exclamó al cielo, esperando una respuesta en vano.
Ante los gritos angustiosos de España, Bélgica no pudo evitar entrar en el salón y comprobar qué le pasaba a su agobiado jefe. Estaba de rodillas en el suelo, con la mirada perdida fijada en unos trozos que permanecían esparcidos sobre la alfombra. El pobrecillo parecía que estaba pasando por el momento más traumático de su vida, o al menos eso le pareció a la muchacha.
— Jefe… - La chica se sentó al lado del español - ¿Qué ha pasado?
— No lo sé… El jarrón que me regaló Austria se ha roto… - Miró de reojo a la belga – Bel, ¿sabes qué va a pasar cuando se entere? ¡Me va a dar una paliza! ¡Es capaz de matarse! ¡O peor, de castrarme!
— Oh, vamos, no seas exagerado – Soltó una risita – No creo que sea para tanto.
— Se nota que no conoces a Austria. Ese jarrón – señaló los escombros – me lo dio cuando mi Juana y Felipe se casaron. ¡Hasta estuvo un buen rato contándome la historia del dichoso jarrón!
— ¿Y cuál es la historia del jarrón? – Preguntó, llena de curiosidad.
— No lo sé… - Murmuró – El discurso de Austria me aburrió tanto que estuve pensando en las musarañas.
«Qué típico de España», pensó la belga sin poder reprimir una sonrisa tonta. Sin embargo, al español no le hacía tanta gracia el asunto, pues él se preocupaba por el bienestar de sus testículos. Tenía que conseguir un jarrón nuevo y que éste compartiese el mayor parecido posible con el que Austria le había obsequiado unas décadas atrás.
Con decisión, el de cabellos alborotados se levantó con el semblante serio, frunciendo el ceño ligeramente. En el proceso, sobresaltó a la belga, quien no esperaba semejante reacción por parte del chico.
— ¿España…? – Susurró.
— Voy al mercado a comprar un jarrón nuevo. Te dejo al cargo de la casa – Le acarició cariñosamente los cabellos - ¡Ah! Y pon los restos en un lugar seguro para que Romano no se haga daño. ¡Pero no tires nada, ¿eh?
— Sí, sí, descuida – Respondió con una sonrisa – No soy una niña pequeña, sé lo que tengo que hacer.
Tras dedicarle una dulce sonrisa a su amiga, España se apresuró y se dirigió al vestíbulo para coger ropa de abrigo. El invierno había traído consigo tardes gélidas y lo último que quería en aquel momento era coger un resfriado.
— ¡Ay! ¿Dónde está mi sombrero? – Masculló - ¡Cuanta más prisa tengo, peor me salen las cosas!
Si algo tenía bien claro el autoproclamado país de la pasión, era que su gorro rojo lo tenía que acompañar en los momentos más cruciales. Era como un amuleto de la suerte para él y, por supuesto, ahora necesitaba una buena dosis de buena suerte.
Buscó en varios lugares de la casa: la cocina, su cuarto, la habitación de Romano, la de Bélgica, la despensa… ¡Y nada! ¿Dónde diantres podía haberlo metido? Chasqueó la lengua con disgusto. Sólo quedaba un sitio donde mirar. Un lugar perturbador y quizás endemoniado que no era para nada agradable para él: el dormitorio de Holanda. Por algún motivo, aquel rubio lo odiaba con toda su alma y no se cortaba ni un pelo a la hora de mostrarle su aversión y a España, como a cualquier hijo de vecino, no le gustaba que le estuviesen recordando cada cinco minutos lo pánfilo que era.
España, con toda la parsimonia del mundo, llamó a la puerta del cuarto de Holanda. Oyó un ruido al otro lado de la puerta, así que se dispuso a abrirla, aunque realmente no hubiera recibido una respuesta afirmativa.
— ¡No entres, joder! – Gritó una voz.
El español se quedó perplejo ante la situación. Estaba viendo a Romano, su pequeño secuaz, echado sobre el preciado sombrero y poniendo un mohín de disgusto. O de mareo. No lo sabría decir. Se acercó al niño y se agachó hasta quedar a su altura. Romano entrecerró los ojos y le lanzó una mirada de desprecio al mayor, como si éste fuera el culpable de alguna desgracia que no lograba recordar.
— Romano, ¿qué haces aquí?
— ¡N-nada! ¡Tenía sueño y me vine a echar una siesta aquí! – Refunfuñó - ¡Estaba genial hasta que viniste tú a aguar la fiesta!
— ¿Y por qué a la habitación de Holanda…? Sabes que no le gusta que "violemos su intimidad".
— Porque tiene un olor agradable, maldita sea.
Efectivamente, la habitación de Holanda tenía un olor "curioso". Un olor que un niño tan pequeño como Romano no tendría por qué conocer. ¡Jolines, el español ya le había dicho muchas veces al hermano de Bélgica que no introdujera sustancias así en casa! Lo último que quería ahora era que su pequeño italiano se volviera drogadicto.
— Romanito, mira, este no es el mejor sitio para dormir y… - Recordó súbitamente lo que había ido a buscar allí. Señaló el sombrero, impactado - ¡Ah! ¡Mi sombrero! ¡¿Por qué te has tenido que echar precisamente sobre MI sombrero?
El muchachito se percató de la presencia de aquel trapo rojo y se apartó, dejando que España lo cogiera y lo posase sobre su cabellera marrón. Ahora su sombrero desprendía un olor a tomates y pizza inconfundible.
— ¿A mí qué me cuentas? Estaba ahí tirado. Será cosa del cabeza repollo – Respondió Romano.
En aquel momento, España preferiría no saber por qué el holandés tenía su sombrero metido en su habitación. De verdad que no quería.
De todas formas, ¿para qué necesitaba el sombrero?
Tras pensar durante unos instantes, se percató de que necesitaba el sombrero para que le trajese buena suerte a la hora de encontrar un jarrón decente y que Austria no montase en cólera y no le arrancase sus "tomates españoles" de cuajo. Sintió cómo los nervios se apoderaban de cada recoveco de su ser. ¡Tenía que salir de casa antes de que se pusiese el sol o, de lo contrario, no le daría tiempo a comprar un jarrón que diese el pego!
— España, capullo, quiero comer algo. ¡Tráeme tomates frescos ahora mismo! – Reclamó el menor de los dos, aburrido por culpa del silencio del español.
— ¡Lo siento, Romanito! Tengo que irme. ¡Es una urgencia! Pórtate bien y obedece a Bélgica, ¿eh? No tardaré.
— Oye, ¿adónde vas? – Preguntó con rabia - ¡Quiero ir contigo! ¡Eres tan tonto que fijo que te pierdes por el camino!
— Voy al mercado, está cerca y no me perderé – Rio ante la poca confianza que parecía depositar su secuaz en él – Y no te preocupes por mí, Roma, no me va a pasar nada.
— ¡N-no me preocupo por ti! – Hizo un puchero y bajó la mirada, avergonzado – Ya que no me quieres llevar contigo, tráeme un regalo, imbécil…
— ¡Descuida, Romanito! – Le mostró una sonrisa brillante - ¡Te traeré algo estupendo, solamente para ti!
— Más te vale que sea de calidad.
Y así, España por fin pudo salir de casa e ir en busca de un jarrón nuevo.
El pobre iluso no se esperaba lo que le iba a suceder.
Notas: ¡Tatatachán! La verdad es ni yo misma sé qué va a suceder, así que lo más probable es que me demore en subir el siguiente capítulo xD
