¡Hola! Hace como cuatro días comencé a ver SnS, y me enganchó como no tienen idea, así que, contrario a lo que siempre hago, aquí estoy, escribiendo hetero (aunque, indudablemente, en su momento haré algo yaoi). No tengo mucho que decir, excepto que este es mi primer fic de SnS, y que espero que no me haya quedado muy OoC, pero me disculpo si pasó.

No sé de la longitud de este fic, puede que sea laaargo, o que lo termine en un par de caps, ya veremos.

Pero espero que sea de su agrado, yo me he divertido mucho escribiendo lo que he hecho.

Advertencias: Lenguaje vulgar, muerte de un personaje, depresión, Yukihira Soma, lime o lemon, ya veremos que sale.

Lamento cualquier falta de ortografía.

Shokugeki no Soma pertenece a Tsukuda Yuto y a Saeki Shun, yo solo juego con sus personajes.


Nakiri Erina no podía recordar uno solo de sus cumpleaños que pudiera ser definido con la palabra "normal".

Aquella era, en general, una palabra que no solía mezclarse con su nombre. Legua Divina, Nakiri, chef, ella era demasiado para aquella palabra.

Pero sus cumpleaños eran algo que definitivamente se salía de la bolsa.

Por ejemplo, cuando cumplió siete años, su abuelo había tratado de llevarla a ella y a Alice a un bonito parque ubicado en las afueras de Tokio. Habían terminado atrapados en una presa de la que no salieron hasta la noche, y llegaron al parque justo solo para ver las puertas cerrarse. Así su abuelo decidió que irían a comer, pero Erina había montado en cólera al probar la comida del "mejor restaurante" que había por ahí, y se había pasado las próximas horas en la cocina, gritándole al personal y preparando ella misma las comidas.

Luego, durante su cumpleaños número catorce, Alice tuvo la maravillosa idea de celebrar una gran fiesta, pero su prima había querido hacer algo "normal", y había invitado a la mayor parte de sus compañeros de grado de la Academia. Al final, todos habían estado tan aterrados de acercarse a la mansión Nakiri que nadie había llegado, y ella, Alice, Ryo y Hisako habían terminado sentados en el jardín, observando la enorme cantidad de comida que habían preparado para la "gran" fiesta, y que ahora se desperdiciaría.

Su cumpleaños número dieciséis había tratado de ir un parque de nuevo, esta vez cosa únicamente de Alice, y no de su abuelo. Y había llovido a cántaros, así que la mayoría de las atracciones habían dejado de funcionar, Erina había terminado mojada hasta los huesos, y después tuvo que pasar dos días en cama hasta que la fiebre cedió.

El número diecisiete… Ese fue otra historia.

Por eso, después de un historial como aquel, Erina se había acostumbrado a tener la guardia más que alta el día veintitrés de marzo.

Sin embargo, el día de su cumpleaños número veintinueve, todo había transcurrido tan normalmente que casi comenzaba a tener pánico.

En la mañana, su despertador había sonado con normalidad, no había sido despertada por una explosión, nadie se había muerto a su lado de camino al trabajo, y había logrado llegar a su restaurante sana y salva.

Porque sí, Nakiri Erina, por supuesto, tenía un restaurante.

Durante gran parte de su vida, Erina nunca creyó que algo así llegaría a pasar. De niña creía que dedicaría su vida a la Academia, se integraría al Grupo, andaría de aquí para allá, aprobando menús de restaurantes de renombre. Seguiría el camino que su Legua Divina le indicara.

Pero a sus veinticinco años simplemente se aburrió. Había estudiado gastronomía. Se había graduado de Totsuki, y ahora lo único que hacía era ir de aquí para allá, probando platos preparados por otras manos, dando críticas y, a veces, consejos. Ni siquiera cocinaba.

Así que un día le dijo a Hisako que no recibirá más solicitudes de degustación. Ese día comenzó a revisar edificios y terrenos disponibles en Tokio. Comenzó desde cero, y creó el restaurante que hoy en día se colocaba como uno de los mejores de Japón. No era como si aquello le extrañara, en realidad, la alegría por aquel reconocimiento le parecía algo innecesario. Ella era Nakiri Erina, la chica de la Lengua Divina. Era obvio que, fuera donde fuera, su cocina siempre estaría por encima.

Gusto de oro se llamaba, un nombre estúpido que Alice había sugerido, a manera de burla, y que al final había terminado volviéndose una realidad.

Erina había reunido bajo su mando a chefs altamente competentes, que bajo su mando se dedicaban a crear maravillas que dejaban si aliento y sin palabras a todos aquellos que tenían la suerte de probarlos. El restaurante abría a partir de las once de la mañana y cerraba a media noche. Era un horario cómodo para Erina, a quien nunca le había gustado levantarse temprano.

Aquel día había llegado ya casi a la una. Gusto llevaba abierto ya dos horas, y los meseros iban y venían rápidamente entre la cocina y el salón, y los chefs se afanaban furiosamente para darle a cada platillo la perfección única que caracterizaba el lugar.

Erina se había amarrado el cabello, lavado apropiadamente las manos, y se había puesto ella misma a cocinar. Plato tras plato, orden tras orden. Preparando las que le correspondía, y revisando algunas de las de los otros. Atendiendo dudas. Un par de veces incluso tuvo que salir al salón, pues algún cliente de renombre quería darle personalmente los elogios por las exquisitas perfecciones que acaba de probar.

Era un trabajo exhaustivo, cada día Erina terminaba muy cansada, pero aun así, manejar su propio restaurante le daba mayor satisfacción que cualquiera de las otras cosas que hubiera hecho antes.

El día de su cumpleaños, a eso de las diez de la noche, Erina ya se sentía cansada. No por nada llevaba horas metida en la cocina, pero se alivió al ver el reloj, faltaban ya solo dos horas.

Probablemente ninguno de sus empleados supiera que aquel día cumplía años, Hisako era la única que sabía, pero no estaba, y ya en la mañana había recibido un extenso mensaje de su antigua secretaria, deseándole un buen y productivo día. Erina le había respondido con algo igual de extenso. El mensaje de Hisako sí le había alegrado un poco la mañana. También Alice, que actualmente estaba en Dinamarca la había llamado, y le había gritado por el teléfono un rato. Así como su madre, y algunos pocos conocidos. Pocos realmente, Erina era muy reservada con su vida privada, y no le gustaba que su información fuera del dominio público.

Además, si nadie sabía de su cumpleaños no tenía que preocuparse por recibir felicitaciones de gente que no le interesaba en lo más mínimo.

A eso de las once y quince, Erina se tomó cinco minutos de descanso para tomarse una taza de té. Acostumbraba comer algo a eso de las cinco de la tarde, y luego después de que el restaurante cerrara.

Cerca de las once y cincuenta, el último cliente se retiró, solo después de pedirle al mesero que le enviará sus elogios al chef por tan deliciosa comida.

Erina pudo entonces relajarse. Volvió a servirse una taza de té, esta vez acompañada de un par de pastelillos de limón que había preparado hacía rato, mientras observaba a sus empleados limpiar el local. Con suerte en unos veinte minutos podría estar cerrando.

Por otro lado, faltaban apenas cinco minutos para que el día terminara, faltaban apenas cinco minutos para que Erina pudiera decir que, por primera vez desde que tenía memoria, había tenido un cumpleaños que podía calificar como "normal". No se había enfermado, nada había explotado, todos sus empleados habían sobrevivido, la comida no se había vuelto tóxica por arte de magia. Nada, nada había pasado.

Estaba dándole un sorbo a su té, saboreando como las hierbas de la infusión se mezclaban deliciosamente, realzadas por el sabor ligeramente ácido de los pastelillos de limón cuando la puerta que daba acceso al callejón, que solían mantener abierta porque era por ahí que llegaban los distribuidores de productos, se abrió.

Erina levantó la vista extrañada, no recordaba haber escuchado a nadie salir, todos los empleados estaban ocupados limpiando y acomodando. Lo que vio la dejó helada, e hizo que derramara unas gotas de té sobre su impecable traje blanco.

11:58 marcaba el reloj.

El hombre que había abierto la puerta dio un par de pasos hacia adelante, y la puerta volvió a cerrarse de inmediato.

Erina se levantó de golpe y su taza de té cayó al suelo, produciendo un estrépito que hizo que todos sus empleados levantaran la vista hacia ella, y luego siguieran su mirada incrédula hacia el hombre que continuaba avanzando. Erina tragó grueso.

Había cambiado, lo había visto por última vez en una revista hacía tres años, y ahora su cabello estaba un poco más largo, pero también opaco, y, Erina notó con sorpresa, su piel estaba algo cenizosa, y estaba muy, muy flaco.

Yukihira Souma continuó avanzando, y se detuvo al estar a un par de metros de Erina.

—Yo, Erina. Tiempo sin vernos.

Trató de formar una sonrisa, pero justo en ese momento sus ojos de pusieron en blanco, y sin mayor preámbulo cayó a los pies de Erina.

El reloj de la pared marcó las 12:00.