Capítulo 1
Arwen estaba empezando a pensar que tal vez este paseo nocturno no había sido una buena idea. Estaba ansiosa por comprender la naturaleza de estos seres mortales, por empaparse de sus costumbres, por hacerse querer por sus súbditos. En el poco tiempo que llevaba en Minas Tirith, no había cesado de mezclarse con el pueblo, visitando hospitales, animando a los valientes soldados, yendo de compras al mercado de la plaza. Y le llenaba de alegría y orgullo recibir las bendiciones de la gente, escuchar las alabanzas que dedicaban a su nueva reina. Definitivamente, no se había equivocado al elegir este destino.
Esta noche se había deslizado del palacio y había salido a dar una vuelta de incógnito, dispuesta a conocer nuevas facetas desconocidas de sus súbditos. No sabía qué le podía aguardar a estas horas fuera de los tranquilos límites de su hogar; y ahora, mientras avanzaba por un oscuro callejón y sentía las pisadas de dos hombres que se aproximaban hacia ella a paso ligero, se cuestionaba lo juicioso de su aventura. Esto no era Rivendel.
-¡Esperadnos un momento, palomita, que tenemos un regalo para vos! -gritó uno de los hombres con voz ronca, riéndose a continuación, seguramente embotado por el vino barato de las tabernas. La reina aceleró el paso, sin echar a correr todavía, maldiciéndose internamente por su insensatez. El corazón le latía desbocado en el pecho, amenazando con salírsele por la boca.
Sus perseguidores la seguían a una distancia constante. A lo lejos, distinguió la luz de unas antorchas que marcaban el cruce de una avenida principal con el callejón. Si conseguía llegar allí, seguramente encontraría a alguien que la protegiera.
Cien yardas. Más cerca, cada vez más cerca. Setenta yardas. -¡Lo pasaremos bien, mi amorcito! ¡El viejo Dervorin sabe lo que les gusta a las mujeres! -Arwen intentaba abstraerse de sus comentarios soeces y del miedo que le atenazaba, concentrándose tan solo en la distancia que le separaba de la luminosa avenida. Cuarenta, treinta, veinte yardas.
Y entonces, los dos rufianes explotaron en una gran risotada y jolgorio. Pues uno de su misma calaña, alto como una torre y grueso cual barril de cerveza, había surgido frente a la reina, cortándole toda posibilidad de escape. -¿No me diréis que estabais rechazando la hospitalidad de mis buenos amigos? -tronó, con las manos en jarras, su figura ocupando casi toda la anchura del callejón.
Arwen estaba atrapada. En un esfuerzo desesperado, echó a correr intentando escabullirse del gigante, quien con una agilidad difícil de creer la atrapó, rodeando su cintura con sus enormes manos y levantándola en vilo. La reina estuvo a punto de perder la consciencia, no solo por el pavor que le atenazaba, sino por el horrible hedor a vino y mugre que emanaba del hombre.
-Bueno, bueno, veamos qué tal ha sido la captura del día -dijo el gigante, apretándola contra su cuerpo y estudiando su rostro. En ese momento, sus ojos se abrieron de par en par, y echó la cabeza hacia atrás incapaz de contener una carcajada-. ¡Acercaos, chicos, acercaos! Me comeré mi mejor sombrero si esta cosita que tengo entre manos no es la reina en persona.
Los otros dos rufianes se pusieron a su par y la contemplaron como el buscador de oro que contempla la primera pepita tras días de infructuosa exploración. -¡Vaya que sí lo es! -exclamó uno de ellos, alargando la mano para tocarle el rostro con sus inmundas manos-. El otro día la vi en el mercado, y le comenté a mi amigo Dervorin aquí presente que era la mujer más hermosa del mundo y que daría lo poco que tengo por pasar un rato a solas con ella, ¿sí o no?
-Y yo creía que exagerabais -respondió Dervorin, devorando a Arwen con la mirada-, mas dejadme deciros, amigo Golasgil, que jamás volveré a dudar de vuestra palabra.
-Bueno, basta de cháchara -dijo el gigante, que parecía ser el líder del grupo-. Vayamos a donde no corramos el riesgo de ser molestados. No os preocupéis, mi amada reina -le dijo a Arwen, con lujuria en los ojos y crueldad en la boca-, os vamos a enseñar de qué están hechos los hombres de Minas Tirith.
Y así echaron a andar los cuatro por el lóbrego callejón. Arwen era llevada en volandas, y las patadas y puñetazos que dirigía a su captor únicamente conseguían aumentar su diversión. Igualmente podría haber intentado derribar las murallas de la ciudad golpeándolas con un pañuelo. Sus gritos, con los que había intentado llamar la atención de alguien que estuviera próximo, habían sido cortados en seco por una manaza que se había cerrado sobre su boca. Ya no tenía ninguna esperanza de salvación, y, con los ojos cerrados, lloraba.
-Dejadla en paz si no queréis morir esta noche. -Una voz había surgido de entre las sombras que se arremolinaban en su camino, y Arwen abrió los ojos para ver a una negra figura encapuchada que les cortaba el paso. Y un pequeño atisbo de esperanza anidó en su corazón.
El gigante rió sin el más mínimo atisbo de preocupación. -¿Y quién va a ser ese instrumento de muerte? ¿Vos?-Y tenía razones para reír, pues ellos eran tres y mucho más corpulentos que el desconocido. -Golasgil, acabad con ese payaso.
-Será un placer, jefe -dijo Golasgil, sacando un puñal de su manga izquierda y atacando con fiera determinación. Demasiado rápido para el ojo humano, una espada centelleó a la luz de la luna, y la cabeza de Golasgil salió volando, destinada a no volver a encontrarse con su cuerpo.
El desconocido limpió el filo con su capa y miró con desafío a sus oponentes. -Os lo había advertido. Por última vez, idos y viviréis para ver un nuevo día.
El gigante arrojó a Arwen al suelo, echó una mirada a su secuaz y, con un grito, ambos desenfundaron sus espadas y atacaron a la vez. Durante un momento, todo fue muy confuso, con ruido de metales chocando entre sí, cuerpos moviéndose a la velocidad del rayo, y gruñidos de rabia y gemidos de dolor. Para cuando se aclaró la escena, los dos malvados yacían en el suelo, muertos por certeros golpes de espada, mientras que el desconocido se erguía silencioso, aparentemente ileso.
Continuará...
