Prólogo Hijos del olvido.


La temperatura había caído en picado al menos un par de grados, lo suficiente como para que el vaho se condensara frente a sus ojos, empañando su visión. Tal vez estuviera anocheciendo, caviló una minúscula parte de su mente, lo que quería decir que llevaban casi un día entero enzarzados en aquella patraña. O quizás estuviera pensando demasiado y simplemente fuera que, finalmente, la tormenta que había anunciado el cielo encapotado aquella mañana se había desencadenado de una vez por todas.

Como fuera, tampoco debía preocuparse.

Frunció el ceño de forma apenas perceptible y trató de enfocar sus cinco sentidos en lo que estaba haciendo, intentando ignorar el hecho de que sus brazos parecían pesar un quintal más que no hacía ni cinco minutos y la sensación fría que había arrasado con la implacable determinación que ardía en su pecho. Repentinamente estaba agotada, apenas tenía ganas de seguir luchando: el peso de todos aquellos años parecía de pronto una carga demasiado pesada para sus cansados hombros. Una carga que no quería seguir soportando.

Cerró los ojos tratando de recuperar la entereza y no entrar en pánico justo en aquel momento, reunir los restos de la voluntad que la había empujado hasta allí. Tenía que hacer desaparecer sus dudas y miedos, no era el momento de echarse atrás. No después de todo lo que habían sufrido, de todo por lo que había pasado.

Cuando abrió de nuevo sus ojos, sintió el fuego líquido de la ira correr por sus venas.

Clavó su mirada ambarina en Percy, preso bajo el peso de su cuerpo e incapaz de liberarse de su agarre. Estaba tan cansado y malherido como ella, había sido una pelea quizás demasiado larga. Sin embargo, en aquel momento parecía tan indefenso que darle el título de Héroe del Olimpo era como un chiste de mal gusto.

"Pasen y vean al gran héroe; al asesino de titanes y gigantes; al semidiós que sin dudar enfrentó el tártaro y aún está lo suficientemente cuerdo como para contarlo. Pasen y vean como no pudo con la miserable chiquilla de barrios bajos cuya única hazaña hasta la fecha era la de haber logrado mantenerse con vida".

Hilarante.

Pero nada de aquello era una broma. Todo era real y más serio que cualquier otra cosa a la que se hubiera enfrentado jamás.

Y joder si estaba asustada.

Percy sacudió débilmente la cabeza, atrapando su mirada con aquellos ojos verdes de fantasía. Parecía decidido a seguir luchando hasta el final, a no rendirse hasta que exhalara su último aliento. Comportándose como un auténtico héroe.

—Ari… —susurró sin apenas mover los labios.

La chica no se dejó amedrentar por el tono desgarrado y afianzó con más fuerza la espada en la mano, intentando relajarse al notar aquel peso tan familiar entre sus dedos. Tenía que dar el golpe de gracia de una vez por todas; un golpe que era suyo por derecho.

Imperturbable, dirigió el filo de su espada hasta el cuello del chico abriéndose paso a través de su piel en un anticipo de lo que iba a suceder. Un hilo escarlata se deslizó sobre la herida, ensuciando el borde del arma y dibujando un camino que iba a morir al suelo. Aquello sería el culmen de todo lo que había estado buscando desde que emprendieron aquel viaje suicida, un paso más que los empujaba hasta sus metas. Era tan fácil como empujar su espada, bañar sus manos con la sangre de Percy y reescribir la historia. Para comenzar algo nuevo siempre había que pagar un precio.

Sin embargo, no había ni rastro de la euforia triunfal que se había convencido de que sentiría cuando llegara a aquel punto. Nada de la alegría desmedida, la esperanza por un futuro más brillante o siquiera el alivio de saber que las cosas mejorarían de ahí en adelante. En su lugar, había un apretado nudo oprimiendo su garganta, su estómago se retorcía, haciéndole pensar que las náuseas que sentía acabarían haciéndole vomitar en cualquier momento. No estaba muy acostumbrada a ganar en la vida, pero estaba convencida de que la victoria no podía tener el regusto ácido de la bilis subiendo por su garganta.

Y si, de hecho, así era, definitivamente odiaba ganar.

Apretó los labios hasta que estos se convirtieron en una línea blanca, en un intento por domar la vorágine de sentimientos y emociones contradictorias que se peleaban en su interior. No, de ninguna de las maneras podía retroceder en aquel momento.

—Ari… —repitió Percy, aún dispuesto a no rendirse. No se lo estaba poniendo fácil.

Apretó sus ojos con fuerza, escapando así del magnetismo que tenía el verde esmeralda de los de Percy y evocó tras sus párpados años de incesantes plegarias ignoradas, monstruos con insaciable sed de sangre y muertes brutales e injustas. Años de humillaciones, de no existir a ojos de sus padres y pagar las consecuencias.

Años de ser olvidados.

Con esfuerzo abrió de nuevo los ojos para encarar a Percy, a ser posible una última vez.

—No lo hagas Ariadne —le suplicó. La chica, sin poder reprimirlo, sintió un ramalazo de admiración por él: la entereza que mostraba a pesar de que la balanza estaba desequilibrada en su contra era, cuanto menos, envidiable. No parecía asustado por notar el filo de su espada en el cuello, ni siquiera parecía tener en cuenta lo inminente de su muerte. No esperaba menos de alguien que hubiera cruzado el tártaro—. Recapacita… sabes que no tenemos por qué acabar así. Por favor —tosió un par de veces antes de seguir—. No ha sido fácil y aún nos queda un largo camino por recorrer, lo sé. Pero tiene que haber una solución, siempre la hay. Juntos podemos…

—¡Cállate! —gritó imprimiendo más fuerza sobre su espada, haciendo que lo que era una inofensiva herida se convirtiera en un corte preocupante. Percy apenas reaccionó—. ¡No hables de cosas que no sabes! ¡No tienes ningún derecho! ¡Ninguno! —su voz se había convertido en un grito desgarrado, cargado de rabia, furia y tristeza. Sus manos temblaban con fuerza y su respiración se tornó entrecortada, pero hizo un esfuerzo por controlarse. Una solitaria lágrima se escapó de sus ojos ambarinos y se odió por ello—. Tampoco quieres entenderlo en realidad, ahora solo estás mirando por tu propia supervivencia. No quieres morir, pero tampoco quieres entender la humillación, ni la frustración, ni el odio, ¿qué vas a entender tú? Has llevado siempre una corona de laureles que te colmaba de honores, ¿no es así? —una risa estridente y completamente desquiciada escapó de sus labios. Estaba totalmente fuera de sí—. ¿En serio crees que Zeus lo dejará pasar? ¿Que entenderá que lo hizo mal y tratará de redimirse? Ningún dios lo hará porque no somos importantes, nunca los hemos sido. No vamos a empezar a serlo ahora.

El rugido y las inclemencias del tiempo se hicieron aún más violentos, como si reflejaran la ira de los dioses. Pero a Ariadne no le preocupaba, se sentía segura en aquel lugar al amparo de las sombras. Lo que sí la distraía un poco era el sonido de espadas entrechocando a su alrededor, por lo que echó un vistazo para calmar sus pensamientos.

Axel se deslizaba con soltura entre Jason y Nico, guardándole las espaldas. Ver pelear al moreno siempre era un espectáculo: se movía con la elegancia de una pantera, haciendo parecer a sus enemigos torpes y desgarbados a su lado. La letalidad del chico era casi palpable, evidente en el rostro impasible de ojos crueles.

El hijo de Hades y el hijo de Júpiter que combatían contra él ya empezaban a resollar y daban señales de agotamiento, pero Axel seguía azuzándolos. Rompía su máscara imperturbable para reír con crueldad y recordarles con malicia el aciago destino de Percy, haciendo que sus amigos se levantaran con más fiereza y Axel volvía a acelerar el ritmo de la pelea, divertido por la situación.

En el otro lado de la sala estaba Erik, reteniendo en la entrada al resto de mestizos que habían logrado llegar hasta allí. Desde su posición no podía ver exactamente cuántos eran ni quienes, pero estaba segura de que no podrían atravesar las defensas del chico. Reía desquiciado, completamente ido sin nadie que le calmara. A diferencia de Axel, su cara estaba congelada en una mueca despiadada y se movía sin parar, burlando a sus contrincantes. A sus pies, un pelotón de zombis cobraba vida una y otra vez a pesar de la pericia de los semidioses por destruirlos.

La imagen de Erik en aquel estado le arrancó un escalofrío y tragó saliva, hacía tiempo que no lo veía tan aterrador y se alegraba muchísimo de no ser ella su oponente.

No sabía qué había sido del resto de sus compañeros, pero no podía perder más tiempo tratando de deducirlo, así que se centró en Percy con la confianza que le daba saber que toda la situación estaba controlada. Confiaba plenamente en sus amigos.

—¿Sabes? En un principio no quise llegar a esto —reconoció finalmente. Sus labios se habían movido sin permiso alguno de su cerebro, pero por alguna razón era incapaz de cortarle el cuello a Percy antes de que éste comprendiera sus motivos. La comprendiera a ella, aunque solo fuera un poco—. En realidad, yo no quiero matarte —y esa era la verdad absoluta, sin matices ni palabras enrevesadas. Reconocerlo por fin en voz alta no mejoró la situación—. Y tampoco quiero enfrentarme a los dioses, no soy idiota y sé que quizás es más carga de la que podamos soportar, pero… —la voz le tembló peligrosamente, pero siguió hablando— yo quería… solo quería… que mi padre… —no podía seguir por aquel camino si no quería romper a llorar como una mocosa malcriada. Las palabras murieron en sus labios—. No es venganza, Percy, es justicia. Queremos que tengan su merecido castigo, tener una garantía para nosotros. Es nuestro derecho, algo que nos pertenece. Y entonces estaremos en igualdad de condiciones.

Se estremeció: pronto todo acabaría.

—No quiero que esto acabe así —susurró Percy dejando que la tristeza impregnara sus palabras y sus ojos, pero Ariadne no se dejó conmover. Reforzó su agarre al notar que pretendía zafarse de ella y sonrió con cinismo. Ella llevaba años usando aquellas técnicas de inmovilización, Percy y todos sus años de entrenamiento en el campamento no tenían nada que hacer contra ellas.

—Y no tiene por qué acabar así, solo tienes que escuchar —quizás aún quedara algo de esperanza—. Sé que sabes que es justo lo que pedimos, no es algo irracional. No tenemos que matarnos entre nosotros, los culpables son los dioses: podemos pelear juntos. Nosotros no somos los enemigos, lo sabes.

Su corazón palpitó con la esperanza al notar un titubeo en la mirada de Percy, el atisbo de una duda. Durante unos segundos tuvo la sensación de que llegaban a algún tipo de entendimiento, una especie de magia entre ellos que hizo que conectaran a un nivel diferente. Magia que se rompió cuando Jason dio un alarido, quizás mordido por el filo de la espada de Axel. Aquel chico tenía el don de la oportunidad.

La mirada de Percy cambió: la duda se convirtió en determinación por salvar a sus amigos. Lamentablemente, aquello solo consiguió que se sintiera un poco más apegada a él, que lo entendiera un poco más.

—Yo soy leal a los dioses —zanjó Percy. Aquella sentencia hizo añicos su corazón, cayendo como una losa sobre ella. El chico había puesto un punto final, cerrando todas las probabilidades de ceder frente a ellos.

—Leal a los dioses —repitió Ari en un susurro, como si se le escapara el significado de aquellas palabras. A duras penas pudo contener las lágrimas para mantener el orgullo intacto.

No era capaz de entenderlo, ¿por qué no podían verlo? Con una punzada en el corazón recordó las palabras de Axel y comprendió que tenía razón, siempre la había tenido. No lo entendían porque no habían vivido lo mismo que ellos, nunca habían sentido su miedo, ni su impotencia; la sensación de que estaban completamente abandonados; la certeza de saber que nunca estarían a salvo. No serían capaces de comprenderlo jamás.

Con la mano que tenía libre clavó las uñas en el brazo de Percy, dejando cinco medias lunas rojas impresas en su piel. En un acto de masoquismo, estudió el rostro de Percy en busca de aquellas similitudes con su padre, que eran muchas. Como esperaba, el torrente explosivo de odio y rabia volvió a fluir por sus venas una vez más, dándole fuerzas renovadas.

—¿Dónde está Poseidón ahora? —siseó buscando hacerle daño—. ¿Por qué no viene a buscarte? ¿No le importas tanto como creías? No te creerás eso de que no sabe nada de lo que está pasando, ¿verdad? Solo eres una marioneta desechable de la que puede prescindir cuando la cosa se complica. Los dioses nos necesitan más que nosotros a ellos, ¿es que no lo ves? No quiero matarte —reconoció bajando abruptamente el tono de voz que había comenzado a alzar sin darse cuenta.

—¡Ari! —gritó Axel esquivando una finta de Nico con un giro—. Tenemos que buscar a los demás, date prisa.

Ariadne cerró los ojos mientras notaba que, a la hora de la verdad, su pulso volvía a temblar y su corazón comenzaba a latir desbocado. No sería capaz de rajarle el cuello a Percy, a pesar de que había pedido expresamente ser ella quien lo hiciera. Él era diferente a todos los mestizos o monstruos con los que había tenido que enfrentarse hasta la fecha, era antinatural que fuera ella quien le diera el golpe de gracia. Sin embargo, apretó los dientes y se obligó a levantar el brazo, convenciéndose de que le daría una muerte rápida, cuanto menos dolorosa mejor. Tal vez, viendo el historial que solían tener los hijos de los tres grandes, le estaba haciendo un favor.

—Sea como sea, supongo que ya no importa —la voz del chico le llegó como un suspiro—. Me alegro de haberte conocido —los ojos verdes de Percy la miraron con la lánguida tristeza de quien ha asumido que va a morir. Sus labios se curvaron en una sonrisa dulce que la desconcertó durante unos instantes, haciendo que su brazo se quedara congelado en el aire—, al fin y al cabo, siempre quise tener una hermana.


Bien, he aquí esta idea en la que llevo tanto tiempo trabajando. Yo la situaría más o menos al final de las dos sagas terminadas de Rick Riordan (antes de las de Apolo y todo eso), por si alguien tiene dudas.

Sin mucho más que decir...

¡Nos leemos!