Ficto vultu
En realidad, no hay mucho que hacer en Hinamizawa. Para ver un poco de movimiento (tiendas y gente joven a la que valga la pena intentar seducir por orgullo) hay que ir a Okinomiya. Pero al obtener permiso reticente para salir sin guardaespaldas, caminar por la calle desierta parece lo más correcto. La enfermera recientemente contratada por la clínica Irie está allí, frente a una florería, con esa sonrisa que hace pensar en una modelo madura, con ánimo de ganarse el premio gordo de las cámaras.
Quizás, se dice Shion para sí misma, tratando de poder arrancarse a sí misma un poco de la luz juguetona que la diferencia de Mion, así fue como pagó sus estudios universitarios: desnuda bajo el flash, protagonizando las fantasías de unos cuantos pervertidos de huellas digitales desgastadas por el movimiento continuo sobre un miembro virgen.
De manera instantánea, al hablar con ella, saludarla y envolverse en plática superficial sobre el Festival del Algodón que está por venir, intenta ocultar las heridas. Pero las ve. En seguida las ve. Sus ojos son gacelas que se posan con delicadeza encima de las vendas de Shion. En seguida toma sus manos, las acaricia y le guía en dirección a la clínica, donde le dará la vacuna del tétanos, luego de oír la excusa peor inventada del mundo.
Pronto beben té como amigas en la consulta que tiene manteles y volados rosados por todas partes. Takano Miyo le acaricia los cabellos a Shion, le frota la espalda y le hace preguntas indirectas hasta que las paredes cuyos cimientos han estado a punto de desmoronarse la tarde pasada, finalmente caen. Y Shion habla.
Satoshi. Su familia que la aterroriza. Satoshi. Satoshi. Satoko, la niña odiosa. Y las gacelas de los ojos de Takano Miyo pronto son depredadores, cuando se curvan en delicia, bebiendo aquel dolor. Información, utilidad. Calor humano. Shion apretada contra su cuerpo. Un beso en sus labios y una carcajada que se libera con jovialidad. Si había algo de maternal en su figura, desde luego que la seductora ha ganado un partido.
