Todo tiene un comienzo

-¡Te apuesto a que no te atreves a asomarte a la casa del viejo Phil!

-Pues te apuesto que si puedo – La valiente pequeña le sacó la lengua a su amigo, demostrándole que se equivocaba al pensar que no podría aceptar la apuesta. ¿Asomarse por la ventana de esa casa maloliente? Pan comido. Era fácil, solo tenía que ser cuidadosa y no provocar ningún sonido que la delatase. Con esa misma actitud energética se acercó a grandes zancadas silenciosas, dando miradas esporádicas hacia atrás, para asegurarse de que su compañero de travesuras siguiera allí. No era que Jacqueline fuese miedosa, pero no hacía mal ver que estaba todavía acompañada.

La mirada curiosa de la niña se asomó por una rota ventana, teniendo que ponerse de puntillas de pie para observar mejor. El interior de la casa dejaba mucho que desear, y no pudo evitar decepcionarse un poco. De lejos parecía más terrorífica de lo que en realidad era, pero resolvió que Owen no tenía porque saber eso.

-Te dije que podía hacerlo – Sentenció en susurros. – Ven aquí, no seas miedoso – Y su amigo fue. A pesar de que los separaban meses en cuestiones de la edad, el chiquillo era un poco más alto que ella, y no le fue difícil darle una mirada al interior del lugar. -¿Dónde está? No lo veo por ninguna parte. –

-Debe de estar durmiendo.. – Sugirió Owen.

Jacqueline estaba a punto de marcharse cuando una sombra dentro de la casa los dejó quieto en el lugar. Había algo allí moviéndose, y era seguramente el viejo señor Phil, a quien le gustaba gritarles a los niños por ninguna razón. –Shh..creo que..

-¿¡Que demonios hacen aquí, niños sinvergüenzas!? – Gritó de repente Phil, con esa voz grave y autoritaria que tanto temían. -¡Váyanse, váyanse de mi propiedad!

El grito de terror que los niños lanzaron pudo fácilmente haberse escuchado hasta la otra punta del mapa. Salieron corriendo los dos, aunque cuando el miedo se les pasó comenzaron a reírse. Volvieron a desafiarse luego de haber soltado todas las risotadas habidas y por haber, esta vez jugando las carreras. El que llegaba primero a la casa de Owen ganaba. Jackie ganó esta vez.

La casa de Owen era muy bonita, según la opinión de la pequeña. Siempre estaba maravillada por aquel aroma a hogar y a cariño que podía sentirse en el ambiente, mezclado con un toque de vainilla que simplemente le encantaba. La madre de su amigo era una experta cocinera, y los recibía casi todas las tardes con sabrosas galletas. Jacqueline estaba encantada de poder estar en un lugar así, aunque sea unos minutos. Su casa no era nada, comparada con aquel lugar, y tampoco había un ambiente familiar, sino todo lo contrario. Por eso agradecía que la recibieran siempre con tanto cariño.

Alanna, la madre de Owen les dejó las galletas sobre la mesa, junto con un poco de limonada, y volvió a sus tareas. Justo cuando se marchaba, entraba al pequeño living, el hermano de Owen. Theo era un año mayor, el primogénito de la familia, y nunca parecía muy contento con la presencia de Jacqueline, siempre se encargaba de molestarla y de decirle cosas hirientes sin sentido alguno. En esa ocasión, el niño de ocho años, se sentó junto a su hermano sin mirar siquiera a Jackie, y tomó unas galletas con gesto petulante, luego dedicó una mirada a la niña.

-Tienes la cara manchada. ¿Nunca te lavas acaso?

-¡No la molestes, Theo! – Defendió Owen con voz infantil.

-Solo le digo la verdad…Está sucia.

Jacqueline se observó las manitos y tanteó su rostro como si pudiera sentir la suciedad. Lo cierto era que en su casa no tenían muchos lujos, y priorizaban la comida antes que el agua para lavarse las manos. Por eso no pudo retrucarle nada esa vez, y tuvo que morderse la lengua, conteniendo las lagrimas de sus ojos. -¡Eres un tonto! – Soltó de repente, y salió corriendo de la casa, no sin antes llevarse unas pocas galletas con ella.

Llegó al pequeño rio que cruzaba el distrito, y sin pensárselo dos veces, se sumergió en él. Con la ropa puesta pero sacándose antes las sandalias, dejó que el agua fría y limpia quitase la suciedad de la que Theo hablaba. Se refregó con ímpetu una y otra vez el cuerpo, hasta lastimarse en algunas partes, dejándose rojo. Cuando estuvo lo más limpia que podía estar, salió del rio, y volvió a su casa.

Nadie la esperó con galletitas, ni con una sonrisa. Su madre no estaba desde hacía años, había fallecido de una enfermedad incurable, y prácticamente no la recordaba, pero la extrañaba. Quedaba su padre, un hombre refugiado en la bebida, el cual actualmente no estaba en casa. Sola, se cambió la ropa, se puso algo seco, y se dejó caer sobre su cama destartalada y rota. Esa tarde soñaría con una casa hecha de galletas y vainilla.