Worn out faces

El demonio del espejo se reía de él; eran carcajadas crueles, frías, humillantes. Se miró las manos, convertidas en puños dispuestos a destrozar el espejo, y obligándose a sí mismo a calmarse, suspiró hondo y volvió a mirar al frente.

Había dejado de reírse, y ahora lo miraba fijamente con curiosidad, aunque aquella sonrisa socarrona no abandonaba sus labios en ningún momento.

"Dime, Gentarou Hongou, ¿qué estarías dispuesto a dar a cambio de reconocer mi cara? Y no solo la mía, si no la de la gente a tu alrededor, la de los desconocidos de la calle, la de las mujeres que te follas y la de tus socios. ¿Qué sacrificarías a cambio de ser una persona normal como el resto?"

La entonación que utilizó al decir normal fue una puñalada en su alma, un recordatorio de que su enfermedad, prosopagnosia, le impedía ser como el resto de las personas. Personas sin caras para él, todas iguales, desgastadas incluso.

"Lo que haga falta", respondió con la voz fría. La figura del espejo sonrió. Había llegado el momento de comenzar el experimento.


El dinero en ningún momento fue problema; las donaciones realizadas por Free the Soul, aparte de lo que su empresa generaba como farmacéutica y vendiendo acciones, hicieron posible aquel experimento que, si funcionaba, le permitiría alcanzar todo aquello que siempre había anhelado y que el mundo, cruelmente, le había negado.

El experimento era sencillo, probar la existencia y funcionalidad del campo morfogenético. La idea de que dos individuos pudiesen conectar y comunicarse entre sí sin ningún tipo de contacto físico le fascinaba, creyendo posible poder curar su enfermedad así. Junto con sus socios, que rápidamente aceptaron su propuesta, diseñaron todo el experimento. Los conejillos de indias iban a ser dieciocho críos, divididos en dos grupos – transmisores y receptores.

Pero hubo un error, el precio que iba a pagar.

Puso a dos hermanos en el mismo grupo en vez de separarlos.

Y ese error se cobró la vida de una niña de doce años, que entre lágrimas y ataques de pánico, murió en un incinerador simplemente por haber regresado a por una muñeca.

Él mismo la empujó dentro del incinerador, obligándola a resolver el puzzle con el que se podría salvar. La vio morir a través del cristal, y no pudo evitar que la risa escapase desde lo más profundo de su pecho. Era una risa cruel, fría, llena de desprecio. Una risa que conocía muy bien, después de todo – era la misma que la del demonio del espejo.

Su propia risa.

Porque, después de todo, el demonio del espejo era lo más deplorable de él mismo, aunque ni siquiera pudiese reconocer su cara reflejada.

El precio a pagar fue la vida de una cría inocente, pero se le olvidó que los seres infernales nunca hacen tratos sin intereses, sin nada que ganar a cambio. Y esos intereses se cobraron diez años después, cuando la cría que él mismo mató, le encerró junto con otras ocho personas en el mismo lugar en el que realizó su experimento.


Nueve personas si se contaba a sí mismo que, como siempre, tenían la misma cara desgastada.