Prólogo: La muerte del mañana

El día que el destino del mundo cambió en general, y la vida de Hermione Granger en particular, fue el mismo día que esta volvió a casa.

Finalizado el fatídico sexto curso como maga en el prestigioso colegio de magia y hechicería de Hogwarts la mejor amiga del elegido volvió a casa. No había diferencias perceptibles entre ella y cualquier otra estudiante ajena a la magia y al drama que se cernía sobre toda Inglaterra. Nadie hubiera notado viéndola caminar a paso seguro por la estación de King Cross que era algo más que una joven en la flor de la vida que tras finalizar el curso escolar volvía a casa a pasar un feliz verano con sus padres, esperando con cierta desgana el otoño y eterno retorno a los deberes y, quien sabe, quizás haciendo algún viaje con su familia, sus viejos amigos o incluso algún chico especial, a algún exótico lugar cuya visita enriquecería su vida. Pero no estamos hablando de una joven normal de 16 años, no era una muggle inconsciente del peligro inminente, pero si una hija de muggles, una sangre sucia. No era una estudiante alocada preparada para disfrutar al máximo de sus vacaciones con sus amigos, estos estaban dando la vida en una guerra que el ministerio se negaba a reconocer; cualquier idea de un romance veraniego se le antojaba ridícula, los únicos chicos especiales para ella, sus dos mejores amigos, corrían el mismo peligro que ella si no más... sus padres... quizás fuese la última vez que pudiera verlos, quererlos y disfrutarlos. El único viaje que pensaba hacer era para alejarlos de la guerra, de cualquier implicación con el mundo mágico y sobre todo de los mortífagos capitaneados por ese psicópata megalómano con más aspecto de reptil que de ser humano. En definitiva, debía alejarlos lo más posible de ella misma, y eso, aun quemándola por dentro y llenándola de resentimiento hacia una vida llena de decisiones que nadie debería de estar obligado a tomar, implicaba que debían olvidarlo todo, su vida y a su hija. Serían una simple pareja de mediana edad que viviría feliz sin saber que su hija estaba en peligro de muerte constantemente, una hija a la que no recordarían y no podrían extrañar en caso de que no sobreviviese, sería como si nunca hubiese existido. El lugar de destino aun no lo había pensado, no se había permitido hacerlo, el Obliviate debía ser ambidireccional, cuando les hubiera borrado la memoria a ellos debía aplicarse el hechizo a ella misma, no permitiría que nadie llegara a ellos por su culpa y cualquier pensamiento anterior podría llevar a los posibles captores hacia sus padres. Los próximos días que pasaría en su compañía serían borrados, tristemente si pensamos que bien podrían ser los últimos.

La vida de Hermione Granger iba pues, ennegreciendo por momentos, tornándose del color de la guerra y dejando de lado los tiernos e inocentes pensamientos, resquicios de la niña que ya no era, dando paso a un mar de ideas que bullía mientras se acercaba al portal de su casa.

Era la primera vez que sus padres no iban a buscarla a la estación y había sido deseo suyo. La máxima protección que podía ofrecerles hasta entonces era la de una casa fortificada con los mejores hechizos de protección que había podido conjurar. Desde la blanca valla que su padre había pintado años atrás hasta el muro del jardín posterior y con las casas colindantes rodeándola debería haber sido un perímetro infranqueable que los protegería al menos hasta que llegasen los aurores... desde luego debería haberlo sido...

No es necesario describir el nudo que se formó en las entrañas de la joven cuando, tras franquear la puerta de entrada sintió el más simple y terrorífico silencio, funesto vaticinio de la imagen más horrible que sus ojos tendrían la desgracia de contemplar. No es de extrañar que los lentos pasos motivados por dos piernas que sabían, no debían atreverse a avanzar, una mente que por primera vez no quería pensar y dos puños apretados con una fuerza menguada; tras recorrer el luminoso pasillo que ahora se le antojaba extrañamente siniestro la dejaran ante un salón y una imagen enviada directamente desde los infiernos. En este punto todo dejo de funcionar, las piernas no la sostuvieron y sus brazos no lograros mantener el equilibrio, aunque eso no importó, el mundo que conjuraba su mente se había quedado en negro hacía ya rato.

Despertó tiempo después, si tardó minutos, horas o días es información superflua que nuestra protagonista nunca se molestó en preguntar ni averiguar y que si alguien le ofreció, no se molestó en escuchar. El lugar, cosa que no expresó en voz alta pero agradeció interiormente, no fue su anterior hogar, ni siquiera el bullicioso domicilio de los Weasley, no. Las paredes eran de piedra y los conocidos colores de Gryffindor las cubrían.

La enfermera del colegio pululaba por la habitación mientras silbaba una vieja canción la primera vez que Hermione salió de su estado de inconsciencia, cuando se dio cuenta de este hecho le dedicó una sonrisa afectuosa antes de salir en busca de lo que, para la joven no fue más que un mar de voces y rostros preocupados que la habrían llevado a tirarse de la ventana de la torre más alta de Hogwarts si su mente no le hubiese ofrecido la alternativa de la dulce inconsciencia. De esta forma, fueron pasando los días y, después, las semanas en las que la joven solo despertaba por breves intervalos para volver a caer en la apaciguadora oscuridad.

La mente de la joven estuvo semiinconsciente hasta mucho tiempo después de que su cuerpo decidiera que ya estaba listo para levantarse de la cama y vagar por los pasillos desiertos del castillo, ni siquiera salió de su trance para escuchar las explicaciones de la vicedirectora, ni de Tonks, tampoco cuando aparecieron sus amigos, quizás mas delgados y demacrados de lo que recordaba para rodearla con su cariño.

Hermione salió de su letargo una tarde. La tarde en la que llegaron los primeros niños. Un grupo reducido de rostros pálidos, cuerpos maltratados y mirada demasiado vieja. Se trataba de aquellos heridos que, por procedencia, no estarían seguros ni en San Mundo, aquellos a los que esos asesinos encapuchados denominaran en su día sangre sucia y que siguiendo esos enfermos preceptos trataban de exterminar.

Esa tarde el colegio recibió a casi una veintena de huérfanos que apenas dos meses atrás se habían despedido del colegio con una inocente sonrisa en el rostro. Todos eran niños, pertenecientes a los cursos menores que habían tenido la suerte de aguantar lo suficiente, de tener unos padres que aun proyectasen su autoridad sobre ellos a la hora de ordenarles que se ocultasen ante un ataque cuya dimensión desconocían, una acción perfectamente planeada que en una sola tarde redujo desmesuradamente a la futura población mágica, en reducidas cuentas, una masacre. Nadie espero a los alumnos más mayores, la razón era lógica, o estaban bien escondidos, más seguros que en un colegio que tarde o temprano se convertiría en el próximo blanco, o bien habían pasado por lo mismo que los más jóvenes con el inconveniente de tener la suficiente experiencia y arrojo adolescente para luchar contra los invasores y morir.

Esa tarde el fuego volvió a arder en el alma de nuestra protagonista, la frágil pantalla de cristal desde la que había estado observando el mundo se resquebrajó al igual que un vidrio al que han tirado una certera piedra. El patrón era simple: un golpe en el lugar indicado, una grieta consecutiva y un agujero que culminaría la telaraña de sentimientos reprimidos que no tardaría en hacer que la estructura cayese por su propio peso, liberando la rabia, la desesperación, la frustración agónica, el instinto de protección y la necesidad de justicia que para ella eran innatos y entorno a los cuales comenzaba a perfilarse una nueva necesidad que era tan primitiva y básica como irrefrenable, la venganza.

A medida que los rostros infantiles que tanto había perseguido desde que la nombraran prefecta iban apareciendo ante ella como personitas reales y maltratadas o como sobrios recuerdos de aquellos que deberían de haber estado y nunca más estarían sus ojos comenzaron a llenarse de rabiosas lágrimas que no tardaron en desbordarse cayendo por sus mejillas.