¡Hola, amigos! Esta es mi primera fic en español, y el español no es mi primera lengua. Perdonen los posibles errores. Gracias por leer, ¡y espero que les guste!
En mis recuerdos más lejanos, ya estaba ella. Cartago. Era una mujer muy bella y misteriosa, de pelo y ojos negros como el azabache, que olía a especies y a mar. Siempre la llamaba "Mamá", ya que tenía la impresión de que siempre había estado a mi lado. Y ella me dejaba.
No era muy afeccionada, siempre me miraba con ojos nublados, a través de sus párpados, con aire pensativo. A veces incluso desaparecía durante largos periodos. Pero yo era un niño bastante activo y no me daba vergüenza correr hacia ella, riéndome y chillando de alegría cuando regresaba, o saltar en sus brazos para apoyar mi cabeza contra su pecho y respirar su aroma. Ella me respondía sonriendo dulcemente y acariciándome el pelo. A veces, incluso me daba un beso en la frente. Y eso me bastaba.
Hasta que un día, la encontré poniéndose una coraza con lentitud infinita, pero aire decidido. Me entró miedo y fui a pegarme a sus piernas, lloriqueando.
- M-Mamá… ¿Adónde vas? ¿Me vas a dejar?
Ella se arrodilló a mi lado y me revolvió el pelo, sonriendo con un toque de tristeza.
- No te preocupes, hijo mío. Todo irá bien. Volveré pronto, ¿vale?
- ¿M-me lo prometes?
- Te lo prometo.
Y se fue. Nunca regresó. Yo la esperé, por un tiempo que se me hizo larguísimo, mirando al mar durante horas para ver una vela al horizonte que me indicaría su regreso. El retumbar de las olas y el perfume a agua salada me envolvía y, al cerrar los ojos, casi podía sentir su presencia. Pero cuando abría de nuevo los párpados, el sueño se difumaba.
Un día, una mano vigorosa se posó en mi hombro, haciéndome sobresaltar. Era un hombre alto, moreno, con un casco y una amplia capa roja que volaba en el viento. Tragué saliva, impresionado.
- ¿Hispania? –me preguntó.
- S-sí…
- Sígueme. De ahora en adelante, vivirás conmigo.
Me dio la espalda, convencido de que iba a seguirlo sin más. Lo seguí mirando un momento, pero después me levanté para correr y golpearlo en la espalda con mis puños rabiosos.
- ¡T-tú…! ¡Te odio! ¡Mataste a mi mamá! ¡Te odio!
Y me fui corriendo con toda la velocidad de mis piernecitas, sintiendo cómo lágrimas de rabia y de pena me quemaban los ojos. Él no me persiguió, bastante sorprendido por mi rechazo. Más tarde, me haría buscar por soldados suyos, que me llevaron atado y amordazado hasta su casa, en Roma. Tal tratamiento se explicaba por mis numerosas tentativas de escaparme, y el hecho de que me debatía como un demonio, mordiendo y dando patadas e insultando todo lo que se me ponía delante. Los soldados se quejaron de mi comportamiento a Roma, quien no dijo nada y se me quedó mirando en silencio, para después cogerme del brazo y arrastrarme tras él. Ignorando a mis protestas, se sentó, me tumbó sobre sus rodillas, y recibí entonces la primera zurra de mi vida.
Después de este acontecimiento, me quedé más tranquilito. Descubrí poco a poco que, a pesar de su aspecto severo y militar, Roma era una buena persona, amante de las artes. Me enseño a leer, a escribir, me introdujo a la pintura y a la música, y así le fui tomando cariño, aunque se iba a menudo a hacer la guerra. Entonces me dejaba con Heracles, el griego que vivía con nosotros. Cuando volvía, le recitaba los poemas que había compuesto, o le daba a ver las piezas de teatro que había imaginado. Él siempre me felicitaba y me llevaba al circo o a las carreras. Eran buenos tiempos.
Enseguida me llevé muy bien con Heracles, aunque ya fuera un adulto y yo tan sólo un chiquillo de seis añitos de apariencia. Le encantaba hacer la siesta, y nos acurrucábamos los dos para dormir, aprovechando el calor el uno del otro. Me llevaba a menudo a dar largos paseos y me contaba historias sobre el nacimiento del universo o los héroes míticos del pasado. Cuando el día decaía, nos tumbábamos los dos en la hierba para mirar a las estrellas y Heracles me señalaba las constelaciones una tras otra. Me convenció él de las virtudes del deporte y nos entrenábamos los dos, desnudos y sudorosos. No tardé mucho en averiguar que a Heracles le encantaba ir por allí sin ropa, y aún más verme desnudo a mí. Me agradaba el chico, así que no veía porque no hacerle ese pequeño placer. Y creo que yo le caía bien a él también, porque siempre me daba besos y abrazos y caricias y me hacía piropos. Dormíamos juntos por la noche y a la hora de acostarnos, siempre me contaba historias de amor y lealtad entre héroes griegos y sus mejores amigos, celebrando esa clase de relación varonil y diciéndome que era su deber de mayor iniciarme a las cosas de la vida y del amor. Y yo le sonreía, me ponía a gusto en sus brazos y me dormía tan contento.
Un día, Roma regresó a casa cogido de la mano con una niña de mi edad (unos siete por entonces), de pelo rubio y grandes ojos azules. Nos dijo que se iba a quedar con nosotros y la noticia me alegró, puesto que ya pensaba que se trataba de una niña preciosa. Entonces Roma me encargó a mí de hacerla visitar los alrededores y de ponerla a gusto, y se fue de nuevo a supervisar sus otras provincias. Le dediqué a la nuevecita mi sonrisa más encantadora antes de presentarme.
- ¡Hola, guapa! Yo soy Hispania, pero me puedes llamar Antonio, ¿y tú?
- Y-yo soy Galia. Me llamo Francis…
- ¿Francis?
Pensé que era un nombre bastante raro para una chica, pero no la quise enfadar así que no se lo dije, y a cambio le propuse enseñarle un poco la casa. Enseguida simpatizamos, y estábamos riéndonos como locos cuando se acercó Heracles a conocer a la recién llegada. Vi que enseguida se ponía a hacerle cumplidos y a mimarla, y me puse feliz al pensar que seríamos todos buenos amigos.
No me esperaba verlos llegar a los dos, tomados de la mano, al campo de entrenamiento. Yo ya estaba desnudo y me estaba untando con aceite. Viendo a Francis acercarse, pegué un salto y me fui a esconder detrás de una fuente.
- ¡Antonio, no te pongas así, venga! ¡No sabía que fueras tan púdico!
- P-pero… ¿Y tú qué haces aquí? –le pregunté a Francis, sin salir de mi escondite.
- ¡Vengo a entrenarme con ustedes! ¿Tú qué te crees?
- ¿No me habías dicho que la palestra era reservada para los hombres? –le pregunté a Heracles, bastante confuso.
Heracles y Francis intercambiaron una mirada y se echaron a reír. Me sentí muy tonto, ya que seguía sin entender que era tan gracioso.
- ¿Tú… Tú de veras creías que yo era una chica? –preguntó Francis todavía riéndose.
- ¿Es que no lo eres?
- ¡Pues claro que no! ¡Mira, mira la perfección de mi esbelto cuerpo!
Francis se desnudó y me sentí muy bobo. De hecho, era un chico. Heracles, que lo había notado enseguida, me dio unas palmaditas en el hombro con aire de guasa, antes de desnudarse a su vez. Claro que Francis no tardó mucho en irse a sentar, lloriqueando que no quería echar a perder su perfecto cuerpo con polvo, moretones y rasguños, y que su peinado se iba a estropear. Pero se entretuvo mirándonos, y al parecer le gustó, porque desde entonces siempre se quedaba a mirar cuando Heracles y yo íbamos a entrenar. Aunque no sé porqué se desnudaba también si él no hacía ningún esfuerzo físico.
Así crecimos los dos en casa de Roma, durmiendo cada uno a un lado de Heracles por la noche. Por lo menos al principio, porque a un momento yo me mudé a otra habitación, ya que no me dejaban dormir con sus ruiditos y sus risitas, y que tomaban mucho sitio en la cama y se movían mucho. Al parecer, a Francis le gustaban más las historias de amor homosexuales que a mí. Qué se le va a hacer. A veces me ponía un poco celoso de su proximidad, pensando que yo había sido amigo de Heracles el primero y que era muy injusto que ahora me prefiriese alguien más.
Por eso, el día en que Roma nos anunció que iba a dividir su imperio y que Heracles ya no viviría con nosotros, claro que lloré como Francis al despedirnos de nuestro amigo, pero secretamente estaba contento. Francis se hizo aún más cariñoso conmigo (¡ni que fuera posible!), buscando consuelo, y yo se lo daba gustoso. El día en el que, antes de que el sueño se lo llevara, musitó que yo era su mejor amigo para siempre, me sentí el chico más feliz del universo. Entretanto, Roma nos dejaba solos siempre más a menudo y cuando volvía, se le veía todavía más cansado y herido. Nos ocupábamos de él, haciéndole de comer, curando sus heridas y masajeando sus miembros agotados, pero no servía de mucho. Nos daba las gracias, sonriendo con tristeza, nos revolvía el pelo y se iba otra vez a combatir. Yo le miraba alejarse con una bola en la garganta, apretando la mano de Francis entre la mía con angustia. Todo eso me recordaba a Cartago antes de que desapareciera, y ya sabía dentro de mí que el día del final se acercaba más y más.
Un día Roma no se pudo levantar más y se quedó en la cama con fiebre, incapaz de moverse. Dormía todo el día. A pesar de nuestros esfuerzos, a Francis y a mí, se hacía más débil de día en día y su fiebre subía. Francis me pedía con ojos llorosos si se iba a poner bien, y yo solo le podía sonreír y cogerlo en mis brazos. Un día, cuando yo ya aparentaba unos nueve años de edad, le iba a cambiar la toalla mojada en la frente a Roma cuando me fijé que el trapo estaba frío. Temblando, puse una mano en la frente del enfermo. Estaba helado. Me fui gritando que se había muerto Roma, y tropecé con unos hombres de aspecto temible que me agarraron del brazo y me obligaron a mirarlos a la cara sin delicadeza alguna.
- ¿Hispania? –gruño uno de los hombres.
- Uh… ¿S-sí? –contesté, algo cortado.
- Vengo de la parte de Eurico el Visigodo, tu nuevo amo. Tú sígueme. Ya es hora de que vuelvas a tu propia casa.
Me dejé llevar, esperanzado, olvidando incluso de despedirme de Francis. ¿Volver a casa? ¿Iba a volver a ver mi querida Hispania? El corazón latiendo fuerte, cerré los ojos y una sonrisa se dibujó en mi cara. No me había dado cuenta hasta entonces de cuánto añoraba a mi país. Sí. Definitivamente era hora de volver.
