En tan poco tiempo
Hay muchas formas de encontrar la felicidad. Victor la encontró en la música y el estudio de ciertos insectos. ¿Tan desgreñable es no poder acercarse a otros seres humanos sin comenzar a tartamudear alusiones a trabajos abandonados bajo la cama o leche sobre el fuego que su criada ha obligado a que cuide, enferma y relevada de sus deberes como ha estado, más de una vez?
Victor no tiene más amigos que los objetos a los cuales utiliza a diario, con tanta ternura como le es posible. Victor es amigo de sus propias inseguridades y en el silencio encuentra un santuario que desearía, fuese inviolable.
Triste le resulta comprobar que no es así, por mucho que cierre los ojos y espere por quietud, tironeándose del cabello frente a la mesa de dibujo, esperando a que los puños que dan contra su puerta, se calmen de un momento a otro, desistiendo finalmente. Él no puede negarse a casarse, pero jamás en su vida ha hablado con una mujer sin sentirse fuera de lugar.
Se recuerda bajando las escaleras sin permiso, tosiendo, enfermizo y débil como de costumbre desde siempre. Limpiarse los labios con un pañuelo blanco. Abajo, las mucamas escapaban a los ojos duros de su madre, para bailar abrazadas, suspirando por amantes que habían partido a la guerra y que enviaban cartas esporádicas, pero llenas de promesas de amor.
Ya le tenía miedo a la soledad, pero lo que no sabía era que no sería de ninguna forma condenado a ella. O liberado, más bien.
Victoria Everglot. Se casaría con Victoria Everglot. Vagos recuerdos tiene, antes de desvanecerse, medio ahogado en su propio vómito: la duquesa.
-¡¿Por qué?! ¡Madre, padre…!-Su lengua se enredó al tropezar sus ojos con la fría mirada de Nell Van Dort y "somos pescadores" se le escapó al fondo de la garganta, para que su propia frase se contrajera en la oscuridad, temblando y sudando frío.
Comenzó a entrechocar los nudillos y a frotarse las palmas sudorosas, como cada vez que le invadían los nervios.
Quería llorar, vomitar, desmayarse. Por lo que dijeron las criadas, una vez que despertó con un paño húmedo sobre los ojos, cumplió sus deseos. Eso no era de mucha ayuda, tan siquiera tenía gracia alguna, sin embargo, comenzó a reír nerviosamente. Cualquier clase de contacto con el sexo opuesto le daba ganas de saltar por la ventana. ¿Cómo se suponía que encantaría a su divina esposa? Victoria Everglot habría de tener una fila de pretendientes y su destino era por norma, quedar encantada por algún lord que perteneciera a un país muy lejano, hablara con labia espesa a través de un poblado bigote oscuro, pudiera besar una mano sin estornudar y llorar en su piel… ¿Hay que decir lo lejano de esa efigie que estaba el joven Victor? Era alto, pero desgarbado y las monjas de su escuela nunca lograron que caminara con la postura erguida que exige la etiqueta. Sus gritos sólo contribuyeron a que sus hombros se encogieran y sus vómitos se hicieron tan frecuentes, que las comidas consumidas se perdían en los pasillos pétreos, consumiéndose su carne hasta volverse un esqueleto vivo.
¿A quién engañaba? Su destino estaba unido a la belleza –efímera por naturaleza pero perdurable indefinidamente, gracias a soluciones salinas-de los insectos que coleccionaba. ¿Cómo podía ser la de Victoria, de semejante nombre y apellido, sino magnífica? Indudablemente más de lo que jamás merecería.
