El niño

Maudeline Everglot consideraba un insulto hacia su persona el que se la obligara (casi literalmente) a escribir a mano las invitaciones para el bautizo de su pequeña rata de agua.

Cuando buscaba distraerse de su martirio (manos frías y piel reseca, cubiertas de tinta dorada y negra, imposible de limpiar), no esperaba encontrar una verdadera distracción.

Ni mucho menos, la salida mejor convenida para los peores días de su vida.

Tarde o temprano tendría que admitir que los gemelos que había heredado de su pobre, ancianísima y venerable (en su miseria) suegra eran útiles para esos casos.

Por Dios Santo, ¿quién era ese niño esquelético? Ya estaba acostumbrada al amante gordo (y excesivamente joven, a penas con la mitad de los ochenta avanzados de su sirvienta) de Hildergarde, pero esa mancha que arrastraba la desconcertaba. ¿Sería casado y con hijos? Por semejante falta (dejar salir eso a la luz del día, no en sí cometerla) sintió deseos de echar a la Anciana Doncella.