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29 de agosto de 1998
No sabía qué la había despertado, y por mucho que reviviera aquella noche, y la persiguiera donde la persiguiera la pesadilla, nunca lo sabría.
El verano había convertido el aire en una especie de caldo verde, húmedo, caliente y apestoso. El ventilador que zumbaba sobre el tocador removía aquel aire, pero era como dormir bajo el chorro de vapor de una tetera.
Sin embargo, ya estaba acostumbrada a yacer sobre sábanas mojadas por la humedad del verano, con las ventanas abiertas de par en par al canto incesante de un coro de cigarras y con la vaga esperanza de que se colara una leve brisa en medio del bochorno.
No la había despertado el calor, ni el rumor de los truenos de una tormenta que se formaba a lo lejos. Alice pasó del sueño a la realidad en un instante, como si alguien la hubiera zarandeado o le hubiera gritado su nombre al oído.
Se incorporó pestañeando en la oscuridad, sin oír más que el zumbido del ventilador, el chirrido estridente de las cigarras y el ulular lento y repetitivo de un búho. Eran todos los sonidos veraniegos del campo que conocía tan bien como su propia voz, y no había nada que le provocara aquel extraño chasquido en la garganta.
Pero ahora que estaba despierta notó aquel calor, que era como una gasa empapada en agua caliente que envolvía cada centímetro de su cuerpo. Deseó que fuera de día para poder salir a hurtadillas antes de que se levantara nadie y refrescarse en el arroyo.
Primero estaban las tareas de la casa, esa era la norma. Pero hacía tanto calor que le daba la sensación de que tendría que abrir el aire como si fuera una cortina para poder dar un paso. Además era sábado (o lo sería cuando amaneciera) y a veces mamá se relajaba un poco con las normas los sábados... si papá estaba de buen humor.
Entonces oyó aquel trueno. Se levantó contenta de la cama y corrió hacia la ventana. Le encantaban las tormentas, los remolinos que se formaban entre los árboles, el cielo que ponía los pelos de punta, los relámpagos que lo rasgaban y hacían que resplandeciera.
Y quizá aquella tormenta trajera lluvia, viento y aire fresco. Quizá.
Se arrodilló en el suelo, con los brazos cruzados sobre el alféizar y la mirada fija en el trocito de luna envuelta por el calor y las nubes.
Quizá.
Lo deseó. Le quedaban solo dos días para cumplir doce años y aún creía en los deseos. Una tormenta grande, pensó, con rayos como culebrinas y truenos como cañonazos.
Y lluvia, mucha lluvia.
Cerró los ojos, levantó la cara y aspiró el aire. Luego, vestida con su camiseta de Sabrina, cosas de brujas, apoyó la cabeza en las manos y observó la oscuridad.
Volvió a desear que fuera de día y, como los deseos eran gratis, deseó también que fuera el día de su cumpleaños. Quería con todas sus fuerzas una bici nueva, y había dejado caer un montón de indirectas.
De rodillas, deseando que fuera de día, allí estaba ella, una niña alta y desgarbada, a la que todavía no le había crecido el pecho, aunque lo comprobaba a diario. Tenía el cabello pegado al cuello por el calor. Le molestaba y se lo echó hacia arriba dejando que cayera por el hombro. Quería cortárselo, bien corto, como un duendecillo del cuento que le habían regalado sus abuelos antes de que les prohibieran verse.
Sin embargo, papá decía que las niñas debían llevar el cabello largo, y los niños, corto. Así que a su hermano pequeño le cortaban el pelo al rape en la peluquería de Vick del pueblo, y lo único que podía hacer ella con su melena de un color tirando a azabache era recogérsela en una coleta.
Pero Edward, al ser «el niño», se había vuelto un tonto mimado, en su opinión. Para su cumpleaños le habían regalado una canasta de baloncesto, además de un balón oficial Wilson. Encima podía jugar en la liga infantil de baloncesto, algo que según las normas de papá era solo para niños (lo que Edward nunca se cansaba de recordarle) y, al ser veintitrés meses más pequeño (lo que ella no se cansaba de recordarle a él), no tenía que hacer tantas tareas domésticas.
No era justo, pero quejarse solo servía para que le asignaran más quehaceres y arriesgarse a perder los privilegios de la tele.
Además, nada de eso le importaba si le regalaban la bici nueva.
Vio un destello apagado, un relámpago bajo en el firmamento. Llegaría, se dijo. Llegaría la tormenta deseada, que traería consigo el aire fresco y la lluvia. Si llovía y llovía sin parar, no tendría que arrancar las malas hierbas del jardín.
Aquella idea le puso tan contenta, que casi se pierde el siguiente rayo.
Pero lo que vio entonces no fue un rayo, sino el haz luminoso de una linterna.
Primero pensó que alguien andaba merodeando por allí, quizá con la intención de entrar a robar. Hizo amago de levantarse y correr a avisar a su padre.
Pero entonces vio que se trataba precisamente de su padre, que se alejaba de la casa en dirección al lindero del bosque; se movía con rapidez y seguridad gracias al rayo de luz.
Puede que fuera al arroyo a refrescarse. Si ella también iba, él no se enfadaría, ¿no? Si estaba de buen humor, se echaría a reír.
Sin pensárselo dos veces, cogió las chanclas, se metió su linterna diminuta en el bolsillo y se precipitó fuera de la habitación, silenciosa como un ratón.
Sabía qué peldaños crujían, como todos en la casa, así que los evitó inconscientemente. A papá no le gustaba que Edward o ella bajaran a hurtadillas a beber algo después de acostarse.
No se puso las chanclas hasta llegar a la puerta trasera, que abrió lo justo (antes de que chirriara) para pasar por el resquicio.
Por un instante pensó que había perdido el rastro de la linterna, pero la vislumbró de nuevo y como una flecha fue tras ella. Se quedaría rezagada hasta saber de qué humor estaba su padre. Pero él se desvió del cauce poco profundo del riachuelo y se adentró en el bosque que bordeaba aquel trozo de tierra.
¿Adónde iría? La curiosidad hizo que siguiera avanzando, así como la emoción casi vertiginosa de andar a hurtadillas entre los árboles en plena noche. Los truenos y relámpagos del cielo no hacían sino sumarse a la aventura.
No conocía el miedo, aunque nunca se había adentrado tanto en el bosque. Estaba prohibido. Su madre la molería a palos si la pillaba, así que no podía permitir que la descubrieran.
Su padre avanzaba con rapidez y seguridad, lo que hizo que pensara que sabía adónde iba. Alice oyó cómo las viejas hojas secas del estrecho sendero crujían bajo las botas paternas, así que se quedó atrás. Su padre no tenía que oírla.
De repente un aullido hizo que diera un leve respingo. Se tapó la boca con la mano para amortiguar una risita tonta: no era más que un viejo búho al acecho.
Las nubes se movieron rápidamente hasta ocultar la luna. Estuvo a punto de tropezar al darse con un dedo del pie contra una roca, y de nuevo se tapó la boca para reprimir un silbido de dolor.
Su padre se detuvo: el corazón de ella palpitó con fuerza retumbando como un tambor. Alice se quedó más inmóvil que una estatua, sin apenas respirar. Entonces se preguntó qué haría si su padre se volvía y se acercaba a ella. Correr, no, se dijo, pues la oiría. Tal vez podría alejarse del camino con sigilo y esconderse entre la maleza confiando en que no hubiera serpientes durmiendo por allí.
Cuando su padre reanudó la marcha, ella se quedó inmóvil diciéndose que debía regresar si no quería meterse en un buen lío. Pero la luz era como un imán que la atraía hacia sí.
Por un momento el haz luminoso se movió rápidamente y dio una sacudida. Alice oyó un golpeteo y un chirrido, un ruido parecido al que hacía la puerta trasera de su casa.
Luego la luz desapareció.
Alice se quedó a oscuras en medio del bosque, casi sin respirar, sintiendo en todo el cuerpo un frío punzante pese al aire caliente y denso. Dio un paso atrás, y luego dos, cada vez con más ganas de salir corriendo.
Volvió a sentir como un chasquido en la garganta, tan seco que casi no podía tragar. Y la oscuridad, en su gran inmensidad, parecía envolverla, oprimiéndola del todo.
Vuelve a casa corriendo. Métete en la cama y cierra los ojos, gritaba la voz en su cabeza, tan estridente como el chirriar de las cigarras.
—Miedica —susurró apretándose los brazos para infundirse valor—. No seas miedica.
Avanzó con sigilo notando casi cada paso que daba. Las nubes se movieron otra vez rápidamente y bajo el leve resplandor lunar que se colaba entre ellas divisó la silueta de un edificio en ruinas.
Parecían los restos de una antigua cabaña. Una cabaña que había sido pasto de las llamas y de la que solo quedaban los cimientos y una vieja chimenea.
La extraña sensación de miedo se trocó en fascinación ante aquellas formas grisáceas, y ante el modo en que la tenue luz de la luna se movía sobre los ladrillos quemados y la madera ennegrecida.
Una vez más deseó que fuera de día para explorar el lugar. Si pudiera regresar a plena luz sin que nadie la viera, podría crearse su rincón. Un sitio donde tener sus libros y leer, sin que su hermano le diera la lata. Y donde dibujar o simplemente estar allí y soñar.
En aquel lugar había vivido alguien en el pasado, así que quizá hubiera fantasmas. La idea la entusiasmaba. Le encantaría conocer a uno.
Pero ¿adónde habría ido su padre?
Pensó de nuevo en el golpeteo y el chirrido. Tal vez aquello fuera como otra dimensión y él hubiera abierto una puerta de acceso.
Alice imaginaba que su padre tenía secretos, como todos los adultos. Secretos que no contaban a nadie, secretos que hacían que se les endureciera la mirada si les preguntabas lo que no debías. ¿Y si fuera un explorador, un explorador que atravesaba una puerta mágica para pasar a otro mundo?
A su padre no le gustaría que pensara esas cosas, porque la existencia de otros mundos, al igual que los fantasmas y las brujas, no tenía cabida en la Biblia. Pero quizá no le gustaba porque en el fondo era verdad.
Se arriesgó a avanzar unos pasos más, atenta al menor ruido. Pero solo oyó truenos, cada vez más cerca.
Esta vez, al darse un golpe en un dedo del pie, se le escapó un gritito de dolor, y se quedó saltando a la pata coja hasta que sintió cierto alivio. Maldita roca, pensó, y miró al suelo.
Bajo la pálida luna vio que no era una roca, sino una puerta. ¡Una puerta en el suelo! Que chirriaría al abrirse... Quizá fuera una puerta mágica.
Se puso a cuatro patas, pasó las manos por encima... y lo único que consiguió fue clavarse una astilla.
Con las puertas mágicas no te clavabas astillas. Aquello no era más que un viejo silo, o un sótano para refugiarse de las tormentas. A pesar de que la decepción la desanimó mientras se chupaba el dedo dolorido, seguía habiendo una puerta en el suelo junto a una vieja cabaña quemada en pleno bosque.
Y su padre había bajado allí.
¡Su bicicleta! Quizá hubiera escondido su bici allí abajo y ahora mismo estuviera montándola. Dispuesta a correr el riesgo de clavarse otra astilla, pegó la oreja a la madera vieja, apretando mucho los párpados para aguzar mejor el oído.
Le pareció oír a su padre moviéndose abajo. Y que soltaba una especie de gruñidos. Lo imaginó preparando su bici nueva y reluciente, de color rojo, cogiendo con sus grandes manos la herramienta adecuada mientras silbaba entre dientes como solía hacer cuando estaba enfrascado en una tarea.
Su padre estaba allí haciendo algo especial para ella. Así que Alice se propuso pasarse un mes entero sin quejarse (mentalmente) por las tareas domésticas.
¿Cuánto se tardaba en montar una bici? Volvería corriendo a casa y así su padre no sabría que lo había seguido. Pero tenía muchas, muchísimas ganas de verla... Echaría solo un vistazo.
Se apartó de la puerta con cuidado y, acercándose con sigilo a la cabaña quemada, se agazapó detrás de la vieja chimenea. Su padre no tardaría mucho; era un manitas. Podría tener su propio taller de reparación si quisiera; solo trabajaba en la empresa de cable de Morgantown para garantizar la seguridad de su familia.
Eso lo repetía a todas horas.
Alice alzó la vista hacia un relámpago, ante la primera culebrina que formó en el cielo, y el trueno que lo siguió no fue ya un rumor sino un estruendo. Debería haber regresado a casa, esa era la verdad, pero ahora ya no podía. Su padre aparecería en cualquier momento y seguro que la pillaba.
No habría ninguna bici roja y reluciente para su cumpleaños si la sorprendía allí.
Si estallaba la tormenta, se mojaría sin más, eso sería todo. Se refrescaría.
Se dijo que su padre solo tardaría cinco minutos en salir, y cuando pasaron, le dio otros cinco de plazo. Y entonces le entraron ganas de hacer pipi. Intentó aguantarse, no pensarlo, contenerlo, pero al final se dio por vencida y se alejó un poco más con sigilo, adentrándose entre los árboles.
Con expresión de fastidio, se bajó los pantalones cortos y se agachó, separando bien las piernas para evitar salpicarse. Luego se sacudió varias veces para quedar lo más seca posible. Cuando estaba subiéndose los pantalones, la puerta se abrió con un chirrido.
Se quedó paralizada, con los pantalones por las rodillas, el culo al aire a unos centímetros del suelo y los labios muy apretados para aguantar la respiración.
Con el siguiente relámpago lo vio: le pareció un salvaje, con el pelo largo y negro a la luz de la tormenta, los ojos oscurísimos y los dientes al descubierto en una sonrisa feroz.
Al ver así a su padre, que casi parecía a punto de echar la cabeza atrás y empezar a aullar como un lobo, Alice creyó que el corazón se le saldría del pecho: era la primera vez que experimentaba un miedo real en toda su vida.
Cuando vio a su padre frotarse sus partes, sintió que las mejillas se le ponían al rojo vivo. Entonces él cerró la puerta, que resonó con un portazo. Luego volvió a echar el cerrojo, con un ruido fuerte y chirriante que a ella le provocó escalofríos. Las piernas le temblaban de aguantar en aquella posición tan incómoda mientras su padre ocultaba la puerta con capas y capas de hojas caídas.
Se quedó allí plantado un momento, mientras los rayos chisporroteaban ya en el aire, y luego con el haz luminoso de la linterna recorrió la puerta. La estela luminosa resaltó su rostro, de modo que Alice solo le vio las duras facciones, y le pareció un cráneo, y sus ojos oscuros, unas cuencas vacías.
Su padre miró alrededor, y por un instante espantoso temió que la descubriera. Intuyó que aquel hombre le haría daño, que usaría manos y puños contra ella como nunca habría hecho el padre que trabajaba para garantizar la seguridad de su familia.
Por favor, papá, por favor, pensó con un gimoteo de impotencia pugnando en su garganta.
Pero él se volvió y, a zancadas, con paso seguro, se alejó por donde había llegado.
Ella no movió un solo músculo de su cuerpo tembloroso hasta que solo oyó el canto de la noche y los primeros indicios del viento. Se avecinaba la tormenta, pero su padre se había ido.
Se subió los pantalones y se enderezó; se frotó las piernas para que se le pasara el hormigueo.
Ahora no se veía la luna, y la sensación de aventura se había convertido en un horrendo pavor.
Pero la vista se le había acostumbrado a la oscuridad lo suficiente como para volver con mucho cuidado hasta la puerta tapada por las hojas. Solo pudo verla porque sabía que estaba allí.
Ahora oía su propia respiración, que se alejaba arremolinada por el viento. El aire era fresco, pero deseó que fuera cálido. Notaba el frío en los huesos, como si fuera invierno, y la mano le tembló al agacharse para apartar las densas capas de hojas.
Se quedó mirando el cerrojo, grueso y oxidado, que atrancaba la vieja puerta de madera. Siguió su contorno con los dedos, pero ya no tenía ganas de abrirla. Lo que quería era estar de nuevo en su cama, sana y salva. No quería recordar aquella imagen de su padre, con aquel aspecto de salvaje.
Sin embargo, sus dedos tiraron del cerrojo y, al notar que no cedía, utilizó ambas manos. Cuando se descorrió con un chirrido, apretó los dientes.
Su bici, se dijo, aun notando un peso espantoso oprimiéndole el pecho. Su bici roja y reluciente de cumpleaños. Eso encontraría.
Poco a poco levantó la puerta y se asomó a la oscuridad del interior.
Tragó saliva con fuerza, sacó la pequeña linterna del bolsillo y, valiéndose del tenue haz luminoso, fue bajando con mucho cuidado por la escalera de mano.
De repente, temió que apareciera la cara de su padre por la abertura. Con aquel semblante horrible y salvaje. Y que la puerta se cerrara de golpe, dejándola atrapada allí dentro. Estuvo a punto de subir a gatas, pero entonces oyó unos gemidos.
Se quedó parada en la escalera.
Allí abajo había un animal. ¿Por qué habría metido su padre un animal en ese sitio...? ¿Un cachorro? ¿Sería una sorpresa para su cumpleaños? El cachorro que siempre había deseado pero que nunca le habían dejado tener. Ni siquiera Edward podía pedirlo.
Le escocieron los ojos por las lágrimas mientras bajaba hasta el suelo de tierra. Tendría que implorar perdón por los terribles pensamientos —los pensamientos eran tan pecaminosos como los actos— que había tenido sobre su padre.
Recorrió el lugar con la linterna, sintiendo que el asombro y la alegría embargaban su corazón, cosa que no volvería a ocurrirle hasta muchísimo
tiempo después. Pero donde imaginaba un cachorro gimoteando en su caja vio a una mujer.
Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y brillantes como el cristal debido a las lágrimas que derramaba. Hacía unos ruidos horribles contra la cinta adhesiva que le tapaba la boca. En la cara y el cuello se le veían marcas recientes de rasguños y moretones.
No llevaba nada de ropa, ni una sola prenda, pero no hizo amago de taparse.
No podía. Tenía las manos atadas con una cuerda —ensangrentadas por las heridas en carne viva de las muñecas—, atada a su vez a un poste de metal que había detrás del viejo colchón en que yacía. También tenía las piernas atadas, por los tobillos, y muy separadas.
Aquellos sonidos horribles no cesaban, y retumbaban en la cabeza de Alice, revolviéndole el estómago.
Como si se tratara de un sueño, Alice avanzó. Notaba un zumbido en los oídos, igual que si hubiera estado más tiempo de la cuenta bajo el agua y no pudiera emerger a la superficie. Tenía la boca tan seca que las palabras le raspaban la garganta.
—No grites. No puedes gritar, ¿vale? Él podría oírte y volver. ¿Vale?
La mujer asintió y la miró suplicante con los ojos hinchados.
Alice metió las uñas bajo el borde de la cinta.
—Tienes que estar callada —susurró con dedos temblorosos—. No hagas ruido, por favor. —Y con un ruido espantoso tiró de la cinta para despegarla.
En la mujer quedó una marca roja, en carne viva, pero no gritó.
—Ayúdame. —Su voz sonó como una bisagra oxidada—. Por favor, ayúdame. No me dejes aquí, te lo ruego.
—Tienes que huir. Tienes que salir de aquí corriendo.
Alice se volvió hacia la puerta del sótano. ¿Y si él regresaba? Dios mío, ¿y si aquel hombre salvaje que se parecía a su padre volvía?
Intentó desatar la cuerda, pero los nudos estaban demasiado apretados. Acabó pelándose los dedos y, presa de la frustración, se volvió, iluminando alrededor con su pequeña linterna.
Vio una botella de alcohol —prohibido en su casa por la ley de su padre— y más cuerda, enrollada y preparada para su uso. Una manta vieja, un farol. Revistas en cuyas portadas había mujeres desnudas, una cámara y, ¡oh no, no,
no!, fotografías de mujeres pegadas a las paredes. Mujeres como aquella de allí, desnudas, atadas de pies y manos, ensangrentadas y aterrorizadas.
Y mujeres con ojos sin vida.
Vio una silla vieja, latas y tarros de comida en un estante clavado a la pared. Un montón de harapos... no, de ropa, ropa completamente rota y con manchas; manchas de sangre.
Alice percibió el olor de la sangre.
Y cuchillos. Muchos cuchillos.
Con la mente puesta en su objetivo, sin pensar en nada más, cogió uno de los cuchillos y comenzó a cortar el nudo.
—Tienes que estar callada. No hagas ruido.
Cuando llegó a la carne, la mujer no gritó.
—Date prisa, por favor. Date prisa. Por favor, por favor. —La mujer reprimió un gemido cuando le desató los brazos, que le temblaron al intentar bajarlos—. Oh, Dios mío, qué daño. Cómo me duele.
—No lo pienses. No pienses en el dolor. Si lo piensas, te dolerá más.
Dolía, sí, pensar dolía. Así que Alice decidió no pensar en la sangre, ni en las fotos, ni el montón de ropa rota y destrozada.
Empezó con una de las cuerdas de los tobillos.
—¿Cómo te llamas?
—Rosalie. Me llamo Rosalie. ¿Quién es él? ¿Quién es ese hombre?
No podía decirlo. No lo diría. No pensaría en ello.
—Ahora está en casa. La tormenta está cerca. ¿La oyes?
Ella también estaba en su casa, se dijo mientras cortaba la otra cuerda. Estaba en la cama, y aquello no era más que una pesadilla. No había ningún sótano abandonado que oliera a almizcle, pis y cosas peores, no había ninguna mujer, ni ningún hombre salvaje. Amanecería en su cama y la tormenta habría refrescado el aire.
Cuando despertara, todo estaría limpio y fresco.
—Tienes que levantarte y salir de aquí. Vete corriendo.
«Corre, corre, corre en la oscuridad, huye. Y entonces esto nunca habrá sucedido.»
Con el sudor cayéndole por su rostro magullado, Rosalie intentó levantarse, pero le fallaron las piernas. Cayó al suelo, sin resuello.
—No puedo caminar aún... las piernas. Lo siento. Lo siento. Tienes que ayudarme. Por favor, ayúdame a salir de aquí.
—Las piernas se te han dormido, eso es todo. —Alice agarró la manta y se la echó a Rosalie por los hombros—. Tienes que intentar levantarte.
Ayudada por Alice, Rosalie consiguió ponerse en pie.
—Apóyate en mí. Voy a empujarte por la escalera, pero tendrás que subir por tu propio pie. Debes intentarlo.
—Puedo hacerlo. Puedo hacerlo.
La lluvia azotaba el hueco de la escalera mientras ambas subían lentamente y sudando. Durante el corto trayecto Rosalie había estado a punto de resbalar dos veces. A Alice se le tensaron los músculos del esfuerzo de aguantar el peso y empujar. Pero con un último resoplido sollozante, Rosalie logró salir a la superficie a rastras y, jadeando, se tumbó en la tierra.
—Tienes que irte corriendo.
—No sé dónde estoy. Lo siento. No sé cuánto tiempo he estado ahí abajo. Puede que un día, o dos. No he comido nada, ni bebido agua desde que él... Estoy herida. —Lloraba a lágrima viva pero sin gemir, mirando a Alice con los ojos anegados—. Ese hombre me... me ha violado, estrangulado, cortado y golpeado. El tobillo... lo tengo mal. Al apoyarlo, me duele. No puedo correr. ¿Puedes ayudarme a escapar de aquí? ¿A ir a la policía?
Llovía con fuerza y los rayos iluminaban el firmamento como si fuera de día.
Pero Alice no despertaba.
—Espera un momento.
—¡No vuelvas ahí adentro!
—Tú espera aquí.
Bajó de nuevo hasta aquel lugar horrible y cogió el cuchillo. Estaba manchado de sangre y no toda era fresca, no toda era de los cortes que le había hecho a Rosalie al desatarla. No, había sangre seca, pero no era de esos cortes.
Reprimiendo el asco, rebuscó entre el montón de ropa hecha jirones hasta dar con una blusa andrajosa y unos pantalones rotos. Subió por la escalera de mano, con las prendas de ropa. Al verlas, Rosalie asintió.
—Muy bien. Eres lista.
—No he visto zapatos, pero todo resultará más fácil si te pones la blusa y los pantalones. Están rotos, pero...
—No importa.
Rosalie se mordió el labio con fuerza mientras Alice la ayudaba a ponerse primero los pantalones y luego la blusa, levantándole los brazos con cuidado.
Alice se detuvo cuando vio que con ese movimiento las finas rajas en el torso de Rosalie se reabrían y el rojo de la sangre fresca traspasaba la blusa.
—Tienes que apoyarte en mí.
Rosalie tiritaba. Alice le echó de nuevo la manta sobre los hombros.
Actúa, se dijo. No pienses, actúa.
—Debes caminar aunque te duela. Ya buscaremos un buen palo grueso, pero debemos irnos. No sé qué hora es, pero cuando se haga de día me buscarán. Tenemos que llegar a la carretera. Luego hay casi dos kilómetros hasta el pueblo. Debes caminar.
—Iré a rastras si hace falta.
Rosalie se puso de rodillas y con ayuda de Alice se levantó lentamente. Alice supo por su respiración fatigosa que le dolía. Dio con una rama caída, que de algo sirvió, aunque no de mucho, pues a causa de la tormenta el sendero se había llenado de barro.
Cruzaron el arroyo, que ahora corría más rápido debido a la lluvia, y siguieron adelante.
—Lo siento... Lo siento... no sé cómo te llamas.
—Alice.
—Bonito nombre. Alice, debo parar un momento.
—Está bien. Pero solo un momento.
Rosalie reclinó la espalda contra un árbol, respirando con dificultad y apoyándose con fuerza en la rama mientras el sudor y la lluvia le corrían por la cara.
—¿Eso es un perro? He oído ladrar a uno.
—Será King. La casa de los Da Revin está por ese camino.
—¿Podemos ir allí? Podemos llamar a la policía, pedir ayuda.
—Está demasiado cerca.
El señor Laurent era diácono en la iglesia con su padre. Avisaría antes a su padre que a la policía.
—¿Demasiado cerca? A mí me parece que hemos caminado mucho.
—Pues no llevamos ni un kilómetro.
—Vale. —Rosalie cerró los ojos un momento y se mordió el labio—. Está bien. ¿Conoces al hombre? ¿El que me encerró y me hizo daño?
—Sí.
—¿Sabes cómo se llama, dónde pueden encontrarlo?
—Sí. Tenemos que seguir. Hay que continuar.
—Dime cómo se llama. —Con una mueca de dolor, Rosalie se apartó del árbol y echó a andar renqueando—. Saberlo me servirá para seguir.
—Se llama Aro Vulturi.
—Aro Vulturi. ¿Cuántos años tienes?
—Once. El lunes cumplo doce.
—Feliz cumpleaños. Eres una chica muy lista, además de fuerte y valiente. Me has salvado la vida, Alice. Has salvado una vida antes de cumplir los doce. Nunca lo olvides.
—No. Nunca lo olvidaré. La tormenta está pasando.
Decidió no salir del bosque. Por allí se tardaba más que por la carretera, pero ahora que sabía lo que era el miedo, seguiría al abrigo del bosque hasta el término del pequeño pueblo de Pine Meadows.
Iba allí al colegio, y a la iglesia, y su madre compraba en el mercado. Nunca había pisado la oficina del sheriff, pero sabía dónde estaba.
Cuando el alba despuntaba ya por el este y las primeras luces se reflejaban en los charcos, pasó por delante de la iglesia y cruzó el estrecho puente que formaba un arco sobre el riachuelo. Sus chanclas empapadas chapoteaban por la calle. Rosalie renqueaba, golpeando con la rama en el suelo y jadeando a cada paso.
—¿Qué pueblo es este?
—Pine Meadows.
—¿Cómo? Yo estaba en Morgantown. Voy a la Universidad de Virginia Occidental.
—Eso está a veinte kilómetros de aquí.
—Estaba entrenando, corriendo. Soy corredora de fondo, aunque parezca mentira. Y estaba entrenando como todas las mañanas. Él estaba aparcado en el arcén con el capó subido, como si hubiera sufrido una avería. Me vi obligada a ir más despacio, y me agarró. Me golpeó con algo. Y me desperté en ese lugar. Voy a tener que parar otra vez.
No, no, no, nada de parar. Nada de pensar. Actuar sin más.
—Ya casi hemos llegado. Mira, está al final de la calle... es esa casa blanca, ¿ves el letrero de fuera?
—Oficina del Sheriff de Pine Meadows. Oh, gracias a Dios. Gracias a Dios.
Entonces Rosalie se echó a llorar, con sollozos incontrolables que las sacudían a ambas mientras Alice la abrazaba por la cintura con más fuerza y, al cargar ahora con más peso, a duras penas recorría lo que quedaba del camino.
—Ya estamos a salvo. Ya estamos a salvo.
Cuando Rosalie se desplomó en el estrecho porche, Alice la arropó con la manta y llamó a la puerta con fuerza.
—¿Habrá alguien? No lo creo. Es muy temprano.
—No sé —respondió Naomi, volviendo a llamar.
Cuando la puerta se entreabrió, Alice reconoció vagamente el rostro de aquel joven despeinado.
—¿Qué pasa...? —El joven iba a quejarse cuando sus ojos somnolientos pasaron de Alice a Rosalie—. ¡Dios mío! —exclamó. Abrió la puerta de golpe y se precipitó fuera para agacharse a su lado.
—Voy a llevarte adentro.
—Ayuda. Ayúdanos.
—Tranquila. No os va a pasar nada.
A Alice le parecía escuálido, pero levantó a Rosalie como si fuera una pluma... y se ruborizó un poco cuando la manta resbaló y la blusa hecha jirones dejó al descubierto casi todo el pecho izquierdo.
—Cariño —dijo él, dirigiéndose a Alice—, aguanta la puerta abierta. ¿Habéis tenido un accidente?
—No —respondió Alice.
Mientras aguantaba la puerta, por un instante pensó si debía huir, echar a correr sin más o entrar en la oficina.
Optó por lo último.
—Voy a dejarte aquí. ¿Está bien? —El joven observó los moretones en el cuello de Rosalie y entendió lo que pasaba—. Cariño, ¿ves esa fuente de ahí? ¿Qué tal si le traes a...? ¿Cómo te llamas?
—Rosalie. Rosalie Hale.
—¿Puedes traerle a Rosalie un vaso de agua, por favor? —dijo el joven mientras se volvía y reparaba en el cuchillo que Alice sujetaba a un lado. Con
el mismo tono natural, añadió—: ¿Por qué no me lo das? Ya lo tengo. —Cogió el cuchillo de la mano floja de Alice y lo puso en lo alto de un estante, fuera de su alcance—. Ahora voy a hacer unas cuantas llamadas, entre ellas al médico para que venga a verte. Pero tendremos que sacar algunas fotografías. ¿Entiendes?
—Sí.
—Y también voy a avisar al sheriff, así que habrá preguntas. ¿Estás preparada?
—Sí.
—Bien. Ahora bebe un poco de agua. Buena chica —dijo a Alice, acariciándole con delicadeza el pelo mojado mientras acercaba el vaso de papel a Rosalie.
El joven cogió un teléfono de una mesa y marcó unos números.
—Sheriff, soy Seth. Sí, ya sé qué hora es. Aquí tenemos a una mujer herida. No, señor, no ha sido un accidente. La han agredido, y habrá que hacerle un examen completo.
El hombre les dio la espalda y bajó la voz, pero Alice oyó que decía «kit para casos de violación».
—La ha traído una niña. Creo que es la hija de Aro e Irina Vulturi.
Rosalie bajó el vaso y miró a Alice a los ojos.
—Vulturi.
—Sí. Me llamo Alice Vulturi. Bebe, que lo necesitas.
—Tú también, guapa. —Pero en lugar de beber, Rosalie dejó el vaso a un lado y atrajo a Alice hacia sí—. Tú también.
Cuando se vino abajo, cuando finalmente todo se desmoronó en su interior, Alice apoyó la cabeza en el hombro de Rosalie y rompió a llorar.
Rosalie miró a Seth por encima de la cabeza de Alice.
—Ha sido su padre quien me ha hecho esto. Aro Vulturi es quien lo ha hecho. Y Alice ha sido quien me ha salvado.
Seth dio un suspiro.
—Sheriff, será mejor que se apresure.
