1. Lovino.

Si solo su boca fuese más grande lo haría caber todo adentro, si solo su lengua fuese más puntiaguda, podría molestarlo en la punta, si solo sus manos no fuesen tan ansiosas podría dejar de apretarle las piernas y luego apretarse él su miembro y su mojada entrada. Si tan solo Antonio no fuese tan hermoso Lovino podría dejar de buscarlo en su alcoba, solo de noche, con la intención de posar sus labios en su erección.

—me voy a correr.

Y cuando decía eso, aquel hombre lo decía en su idioma natal con ese acento magnético, seguido de esos improperios que le hacían poner la piel de gallina, Lovino lo metía más adentro y presionaba su lengua contra el tronco haciendo chocar la punta con su garganta para recibir toda la esencia del hombre en su boca y después sentir tranquilamente con el erotismo aun presente como la excitación de aquel español le palpitaba en la boca. Y cuando hacia eso nunca fallaba en encender a Antonio al punto en que todo lo que lo controlaba era una fuerza animal primitiva que no se detenía hasta satisfacerse a él y a su pareja, a su Lovino. Ni voto de castidad ni suplica gimiente lograba detenerlo, ni siquiera la cruz que colgaba en su pared, que con cada embestida al delicado cuerpo de ese joven, se sacudía con una fuerza que podía hacerla caer, así como la sacudida que le pego Lovino en el cuerpo la primera vez que lo vio tan crecido lo hizo caer.

Aquel Alpha poco sabía que Lovino, pese a su anhelo e insistencia, guardaba ya su plan de escape para cuando la suerte dejara de estar de su lado y su vientre de omega comenzara a hincharse.

Sus cuerpos se pegaban más, las embestidas iban más rápido, los golpes en su próstata lo volvían loco, su aroma lo volvía insaciable, su vista se nublaba, sus ojos ámbar tan preciosos oscurecidos por el deseo hasta parecer olivos golpeados por la luz del sol, sus mejillas tan rojas, sus frentes aperladas, sus alientos profundos que escapaban a bocanadas, y el orgasmo.

Y no pasaba mucho para que el omega se sentara en el catre, se limpiara el estómago y luego debajo de su cadera con alguna sabana, como si estuviera desinteresado de que lo vieran o que ensuciara algo que no fuese suyo, se acercara a su ropa en el suelo, se hincara sobre ella y buscara un bolsillo secreto en el que guardaba una caja arrugada de cigarrillos y un encendedor y se metiera uno en la boca, disfrutando de su delgado y muerto tacto mientras recogía su ropa interior y su camiseta larga obligatoria de la institución y fuera a sentarse cerca de la ventana abriéndola apenas y bajando la intensidad con la que brillaba la lámpara en el escritorio, encendiera la radio buscando su estación favorita sin molestarse en ver si Antonio dormía o lo observaba, sin rozar su propio cuerpo al sentirlo tan sensible, listo para todo, como todo buen omega en edad fértil, se sentaba en el alfeizar escondiéndose detrás de las cortinas para que nadie afuera en el patio alcanzara siquiera a distinguir una figura donde se supone que duerme un recién graduado sacerdote que a esas horas debía o estar rezando o estar estudiando. Lovino fuma en silencio hasta que una voz a su espalda quiebra su aura de quietud.

—así de fácil te entregas a tus goces, Lovino.

— ¿te refieres al cigarro o al sexo? Déjamelo claro ¿quieres? Me jodes cuando no eres específico.

Antonio fingió no estar enterado de lo que le quería decir el joven omega.

—tu sabes a lo que me refiero, Lovino, venga, ven a dormir.

—me marcho. No quiero dormir con un idiota — Antonio entonces estira los brazos como queriendo alcanzarlo desde la cama y tira un gimoteo que Lovino ruega por que no sea tan fuerte como suena en sus oídos. — ¿Qué quieres? Cállate, idiota.

—vienes a mi cuarto y no te quedas a dormir ¡sí que eres cruel, Lovi! Aunque sea déjame abrazarte hasta quedarme dormido. Ahora mismo no creo querer verte partir cuando tienes ese olor en ti.

Lovino se sonroja y se olfatea ligeramente el cuerpo, por eso mismo fumaba, porque de alguna manera siempre que tenía sexo con Antonio ese olor lo cubría, ese olor a un omega esperando por su Alpha, el olor del erotismo y la maduración todo junto con su fresco y dulce aroma de joven. Ese olor en alguien vestido con la ropa de un novicio y una túnica negra no era exactamente algo que pegara junto. Causaría miradas, revuelo, lo harían hincarse en la meca y orar en silencio, o encerrarse en su celda y cumplir penitencia. Lovino se apuró en buscar el jarrón con agua que Antonio tenía en su tocador para darse un pequeño baño todas las mañanas y sin pena alguna vuelve a desvestirse para pasarse la esponja por el cuerpo, intentando deshacerse del olor.

—bastardo, más te vale controlarte o no me contendré ni a mí ni a mi puño— amenazo cuando sintió las feromonas del Alpha volver pesado el aire. Antonio suelta una risita y se sienta en la cama para al minuto acercarse por detrás a Lovino y quitarle la esponja cuando este se la pasaba con dificultad por la espalda.

—déjame hacer esto por ti, así podrás terminar más rápido— su voz vuelve a sonar tranquila, libre de impureza alguna, como se supone debía ser. Lovino no le arremete nada y se queda quieto, relajándose apenas cuando Antonio le pasa la esponja desde la base del cuello hasta en medio de sus piernas, limpiando por debajo de su trasero, casi dibujando sobre su piel la curvatura de sus nalgas. Termina y no deja de lado la esponja hasta que alcanza la ropa de Lovino y se la coloca suavemente como si estuviera vistiendo a una muñeca. Termina y le besa la base del vientre abrazándolo por última vez antes de que el joven le empuje levemente y se despida con una mirada incierta y una lengua afilada por palabras de la calle. Lovino camina con el corazón en la garganta como cada noche por los pasillos hasta alcanzar las escaleras en caracol al final del ala este, y baja por ellas lo más rápido que puede sosteniendo contra su pecho su última adquisición, su último robo, y esta vez es el listón de una bota de cuero que Antonio tenía bajo la cama al lado de sus zapatos normales, se lo ata a la muñeca y entre sonríe para volver a enojarse con él mismo y correr a la habitación que comparte con su hermano menor. Una vez allí ve al dormido Feliciano llamando en sueños a su protector, y Lovino te juraría que no sabe quién da más pena allí, si el pobre Feliciano quien entro al monasterio seguro de que jamás volvería enamorarse como lo hizo de ese amigo de la infancia suyo que pereció años atrás; o él, que entro forzado y se acuesta con quien convenció a su abuelo que ese camino era el mejor para dos omegas como ellos.

Bastardo de Antonio.

2. Arthur y su hermano.

—Alfred, ¿podrías por favor no hacer ruido cuando rezo?

—venga, no seas aburrido ¿Qué tal si lo hacemos en la mesa? Estoy seguro que te excita saber que dios te observa poner una cara de prostituta justo aquí usando esa ropa, un viejo voyerista y su novio siendo violado por un demonio ¿a qué te excita eso, Arthie?

—cállate Alfred. Vuelve a ser un niño o vete.

—un niño, un niño. Arthie, ¿todavía no te queda claro? Jamás existió ningún niño.

El chico rubio encorvo los hombros y escondió su cabeza entre las palmas de sus manos como si se estuviera lavando la cara, estira el cuello y mira fijamente a la cruz donde la imagen de un Jesús sacrificado le devuelve una lastimera mirada. Arthur observa con los claros ojos verdes limpios y sus globos oculares rojos como si hubiera estado llorando. Murmura un amen.

—mi niño, cuida de mi niño, de mi hermano. Oh, Alfred, ¿por dónde te llevaran tus malos pasos? ¿Qué ganas con corromper mi alma?

Alfred se desplaza sin hacer ruido de un lugar a otro. Lo único que impide que este lugar lo desquicie por completo es Arthur, un ser humano que lo protege sin siquiera saberlo.

Alfred llego a la vida del monje omega Arthur en forma de un bebe de dos años abandonado en una canasta. Entro al monasterio con la misión de llevarse cuanta alma llegase allí fracasando miserablemente al ser suavizado por los cuidados del omega quien años antes había entrado al monasterio con la intención de algún día ser un omega progenitor. Al fallar su cuerpo violentamente volvió a ser el que de hace siglos tenia, sus alas oscuras volvieron a crecer y su cabello se oscureció por completo, sus inocentes ojos azules cambiaron a un azul eléctrico sobrenatural y pronto su presencia dejo de ser vista. Se sentía y se repelía pero nadie salvo Arthur podía escucharlo y verlo. Esto debido a que Arthur había sido educado en las artes oscuras antes de ser encontrado por un sequito de monjas cerca de gales cuando escapaba de sus cazadores. Ahora Arthur, pese a conservar sus poderes y sus influencias en el más allá, se dedicaba a una vida de castidad y obediencia. Habían días en que Alfred no recibía palabra alguna de parte de Arthur puesto a que este solo se dedicaba a silenciosamente orar en su celda –generalmente después de haberse abandonado al alcohol, su vicio más pesado-, pero no importa como intentara, jamás lograba que Arthur cayera por sus encantos sexuales. Su pálida piel de quien porta una enfermedad, su claro y pajoso cabello bajo su velo blanco que le enmarcaba la redonda cara y le resaltaba las espesas cejas y sus puros ojos, no importa como lo mirases, cualquier demonio se sentiría un ganador de hacer caer a un ser tan casto en la tentación más antiguas de todas. Pero ni modo. Todo lo que veía Arthur era una prueba de Dios, un pequeño niño convertido con tal de hacerlo probar que tan fuerte era su fe.

Pero últimamente había algo que hacía que Alfred se sintiera fuera de sus cabales. Aquel casto monje, ese omega que no sentía más placer que el de unas rodillas adoloridas por estar arrodillado todo el día frente a una pared en lugar de frente a una pelvis, era que Arthur había comenzado a ganar color en sus mejillas. Y todo por culpa de ese tipo francés que llego a hacer una reforma en el monasterio.

No le quedaba claro que tipo de relación tenían esos dos. Según lo que Francis dejaba traslucir en sus comentarios que hacían enojar a Arthur, se conocían desde niños y al parecer Arthur de niño solía ser muy impulsivo. Luego están los difusos detalles que Francis conocía de la adolescencia de Arthur antes de ser encontrado por las monjas y que pese a él ser un demonio poderoso, desconocía por completo debido al poder limitado que había recibido como castigo por su error.

Arthur era quien lo había recibido en las puertas del monasterio cuando llego de la ciudad en un taxi que las monjas habían pagado, -todo por el inquilino temporal que les ayudaría a reconstruir los lugares que se destrozaron durante los bombardeos de la guerra y el desorden de los militares que se refugiaron allí mientras todas las monjas y los monjes se escondían en los túneles subterráneos- y desde ese momento Francis había dejado en claro lo fácil que le resultaba conseguir que Arthur se saliera de sus cabales, podía hacerlo enojar, podía hacerlo actuar violento, podía hacerlo reírse con maldad o desde el estómago de la histeria, podía hacerlo sonrojar, podía hacerlo sentirse apenado. Podía hacer todo lo que Alfred no. A Francis le salían las proposiciones y las frases con doble sentido más naturalmente que a Alfred y tenía un don para atraer la mirada de todos los y las omegas que allí se encontraban, incluso de las más ancianas. Recomendado por dos hermanos italianos en la escala de novicios que al parecer eran primos, no tardaron mucho en encariñarse con él y así las instrucciones que debía dejar para los contratistas y los obreros se transformaron en la supervisión de la obra entera y una estadía indefinida.

Arthur le había dicho, con los brazos cruzados y los ojos cerrados, que no había manera en que sintiera algo por un tipo como ese. Pero lo que no sabía el casto muchacho era que durante las noches Alfred lo observaba dormir y pronunciar el nombre de Francis entre suspiros y sueños húmedos. Y que este francés de cabello atado en un descuidado moño le correspondía tan locamente que lo retrataba de memoria cada que estaba solo, supuestamente trazando las ideas para el plano final que tenía terminado desde antes de llegar al lugar.

Alfred los vio alguna vez, sentados ambos a la mesa, con la luz de una ampolleta muy débil a las cuatro de la mañana, hablando con monosílabos y frases sueltas, mientras se tomaban de las manos y enredaban una y otra vez los dedos, y los enroscaban, y se soltaban, y se examinaban las uñas, y se masajeaban los nudillos. Era la cosa más erótica que viera hacer a Arthur, y eso es mucho decir siendo este un omega que entra en uno de los más fuertes celos. Lo volvía loco, lo hacía sentirse inferior. Y a la vez se sentía aliviado. Después de todo, el castigo había sido impuesto por sentir un amor tan puro como el fraternal. Y debía admitir que ver a su más cercano compañero de celda feliz y enamorado era mejor que tener que acostarse con él hasta derretirle la cordura.