Primera parte

Plan de vida: morir de sobredosis


I.

What do you want from me? Why don't you run from me?
What are you wondering? What do you know?
Why aren't you scared of me? Why do you care for me?
When we all fall asleep, where do we go?

bury a friend, Billie Eilish


—No. No. No. No. —Da un par de pasos hacia atrás hasta que pega con la pared—. No tengo tiempo de lidiar contigo. No. No ahora. No…

Mete la mano en la bolsa de la chamarra que tiene puesta, una que su padre seguramente no aprobaría, como si estuviera buscando algo desesperadamente. No lo encuentra y se dirige hasta la cama, se pone de rodillas junto a ella y luego se agacha para revisar debajo de ella, mete la mano, pero tampoco encuentra nada.

—Klaus…

—¡Carajo! —Se levanta de golpe y se pega justo con el borde de la base de la cama. Suelta un quejido y se dirige hasta el ropero donde guarda sus cosas. Lo abre y busca entre las bolsas de toda la ropa hasta que encuentra lo que busca—. No voy a lidiar contigo ahora. No. Bastante tengo con papá.

—Klaus, por favor. Necesito hablar con… —«alguien». No tiene tiempo de decirlo antes de que el otro explote.

—¡Y yo necesito procesar que Luther levantó el puto teléfono para buscarme y decirme que habías muerto! —espetó Klaus—. ¡Y que todos me miran como si debiera haber estado allí, en esa estúpida misión! —Se queda callado de sopetón. Respira hondo—. ¿O no ves sus miradas? ¿No ves la tuya? Piensan en él hubiera. «¿Qué hubiera pasado si Klaus hubiera estado aquí…?». Está en toda tu cara. —Vuelve a respirar hondo. Se mete una pastilla a la boca, cierra los ojos.

—Klaus, no lo hagas, no…

Klaus rueda los ojos.

—Lárgate —le espeta, cuando abre los ojos.

Pero no puede irse. Está muerto y en la muerte no hay ningún estúpido lugar a donde ir. Se queda estancado en el mismo lugar, aunque Klaus ya no lo vea porque insiste freírse el cerebro con cualquier droga que lo adormezca y le adormezca el entendimiento. Lo ve dejarse caer en la cama. Quiere levantarlo y darle una bofetada. Decirle que no todo es acerca de sus traumas, de su miedo a los fantasmas, de su desesperación. Que podría dejar de ir en espiral hacia abajo un momento para enfrentarse al hecho de que él está muerto. Él. Ben. Que no tiene ningún lugar a donde ir, nada qué hacer.

Pero no puede hacerlo.

En principio, porque es incorpóreo y nadie puede verlo. Ni siquiera Klaus en ese momento porque tiene el cerebro frito. Y después porque es Klaus y porque lo conoce. Puede asomarse en sus ojos y ver la desesperación que lo rodea. Quiere no sentir lástima porque Klaus se merece que no sientan lástima por él, pero aun así la siente. Se sienta en el piso y lo ve dormir cuando por fin logra conciliar el sueño.

En algún momento se le tiene que pasar el efecto


El funeral es extremadamente privado y nadie quiere hablar de la manera en que murió. No los culpa, tampoco. Al final ninguno estuvo realmente allí para ayudarlo. Murió sólo, ahogando su pánico, enterrándolo en la garganta. Allison mira al piso, tiene los ojos llenos de lágrimas. Vanya parece querer llorar, pero se mantiene alejada del resto. Diego tiene cara enojada, como si estuviera buscando a alguien a quien echarle la culpa de la muerte de Ben y sólo se encontrara a sí mismo. Luther tiene los ojos rojos, pero se esfuerza en demostrar porte, en fingir que sigue siendo el líder de todos ellos. Pero Ben sabe que llevan ya tiempo demasiado rotos y demasiado alejados como para que algo importe. Klaus fuma de manera nerviosa.

Mamá también está cerca, con Pogo.

En realidad, él quiere desaparecer. Pero algo lo mantiene allí atado, como en un limbo del que no puede largarse. La muerte es horrenda y él se ha quedado atascado. Respira hondo.

Cuando aparece, Reginald Hargreeves le arrebata a Klaus el cigarro de la mano y lo tira al piso, aplastándolo con un pie. Klaus ni siquiera discute y, sorprendentemente, su padre no tiene tampoco energías como para regañarlo. Es un funeral corto. Su padre dice algunas palabras. Ben no las oye. No quiere oírlas. Quiere acercarse y darle una bofetada en la cara. Gritarle que todo lo que hizo lo hizo por complacerlo, por intentar ganarse un poco de su cariño inexistente y de su atención —que no siempre era buena—. Gritarle que al menos debería mostrar alguna clase de sentimiento, alguna clase de tristeza.

Pero es Reginald Hargreeves.

Ben sabe que está pidiendo demasiado.

Lo único que hace al terminar de hablar es soltar un suspiro, quedarse callado un momento y después volver a entrar. Sus hermanos, en cambio, se quedan.

Más silencio.

Hasta que Klaus busca entre su abrigo negro y saca otro cigarro y un encendedor. Lo prende, le da una calada y luego mira al resto.

—¿Nadie quiere decir algo? —Ninguno de los demás contesta y Klaus suspira—. Vamos, Ben no puede irse a la tumba sólo con las palabras de papá y toda su estúpida verborrea sobre haber muerto por una causa y…

—Klaus —advierte Luther.

—Oh, tú cállate —espeta Klaus—. No tengo humor como para seguir mi estúpida regla de «no hablar mal de papá cerca de Luther» sólo porque seas el favorito.

—Siempre quieres llamar la atención.

Klaus suspira.

—No sabía que fuera un delito. —Le da otra calada al cigarro—. Bueno, Ben, ehm… —Levanta la vista un poco y por primera vez en todo el rato se fija en él. Ben sabe que ya se le pasó el efecto de todas las drogas que se ha tomado para evitarlo porque abre mucho los ojos cuando nota que está ahí. Lo ve tragar saliva, sin saber que hacer—. Era un buen hermano, supongo.

—¿En serio, Klaus? —es lo que sale de la boca de ven—. ¿«Supongo»?

Klaus suspira, como exasperado.

—¿Vas a algún lado? —Es Allison la que habla.

—¡Estoy pensando en cosas buenas de Ben! —espeta Klaus.

—Le gustaba oírme tocar al violín —aporta Vanya. Pero todos la ignoran. Llevan años acostumbrados a ignorarla, se da cuenta Ben. Apenas parece que está allí, como si fuera sólo un pie de página en la familia. Lleva mucho tiempo siendo así.

—No le dijo a papá de la primera vez que robé su alcohol.

—Papá de todos modos se enteró, Klaus —espeta Diego.

—Pero Ben no le dijo.

Ben rueda los ojos. En ese momento no puede ignorar lo extraña que es su familia, lo extraños que son sus hermanos, tanto que ni siquiera saben cómo comportarse en un funeral o cómo afrontar el hecho de que Ben esté muerto.

—Tienes un punto —concede Allison. Suspira. Las lágrimas le caen por las mejillas—. Voy a extrañarlo. Al menos tú puedes hablarle cuando quieras.

Klaus le da otra calada al cigarro. Se queda mirando fijamente a Ben. No responde.

Todos vuelven a quedarse callados y al final se van yendo, uno a uno. Diego es el primero. Allison y Luther después. Vanya se queda un momento más, pero al final también se marcha. Al final sólo queda Klaus.

—No les dijiste que puedes verme. —Ben se acerca hasta él.

Klaus se encoje de hombros y se queda aun mirando la tumba.

—Y de qué carajos serviría decirles —murmura. Alza la vista y se le queda viendo—. Además no es como si quisiera verte, ¿por qué estás aquí? Yo no te conjuré. —Las palabras de Klaus le duelen pero las entiende. Klaus odia hablar con los muertos porque los muertos siempre están asustados y gritan demasiado y a veces le gritan a él como si él fuera el culpable de que sean unos espectros llenos de sangre—. O quizá sí. —Le da otra calada al cigarro y se pasa una mano por la cara—. Qué más da.

—Qué más da —asiente Ben.

Klaus se queda hasta que termina el cigarro. Después entra en la casa. Suspira antes de entrar. Cada vez pasa menos temporadas allí.


Al final, para Ben es obvio que con su muerte algo acabó de romperse. A nadie le quedan fuerzas como para fingir que son una familia. Ni siquiera a su padre, que se distrae con mucha más facilidad que antes. Vanya es la primera que sale corriendo, con una beca para estudiar música. Se lleva el violín y un par de maletas, pero no mucho más. Klaus va y viene. Usualmente regresa a la Academia sólo cuando no hay otra alternativa para no dormir en la calle y robar algo para seguir comprando drogas. Allison empieza a alejarse también. Quiere volverse famosa por algo que no sea pelear contra los malos. Diego se enlista en la academia de policía y se larga. De repente, ya no queda nadie.

De repente, ya no son una familia.

Ben se queda con Klaus. A veces le habla, a veces se esfuerza en fingir que no está ahí y a veces se fríe el cerebro con drogas para no sentir nada.

Ese es el problema de Klaus. No le gusta sentir nada. Especialmente cuando sentir cosas implica enfrentarse a que tiene a su hermano muerto y a un montón de fantasmas más rondándole cerca. Pero hace años que no se comunica con nadie. Hace años que sabe que es un fracaso y no le importa en lo más absoluto.

Va en espiral hacia abajo.

Tiene carisma y le gusta ser el centro de atención. Así consigue colarse en bares y conseguir dinero para drogas. Ben no puede evitar que siga ignorándolo y quemándose el cerebro para no tener de frente a la viva prueba de que uno de sus hermanos está muerto —porque ha pasado la vida aferrándose a que Cinco está en alguna parte porque nunca ha podido conjurarlo, pero quizá eso tenga que ver más con el hecho de que nunca ha sido demasiado bueno controlando lo que puede hacer—. Despierta en departamento ajenos, hace reír a jóvenes al menos cinco años más grandes que él, que se esfuerza en disimular su edad —apenas dieciocho— sin conseguirlo porque cuando oyen su apellido todos saben de dónde salió y quieren detalles, quieren saber cómo es la Academia, cómo es su excéntrico padre, cómo es ser un super héroe que Klaus no es.

Un día acaba despertando en otro apartamento que no conoce, preguntándose cómo llegó allí. Se talla los ojos mientras se incorpora a medias.

—Podrías volver a casa —sugiere Ben.

—Carajo, ya estás aquí.

—No hay ningún otro lugar a donde ir.

Klaus vuelve a dejarse caer en el piso, medio boca abajo y estira un brazo. Suspira. Le duele la cabeza y no sabe qué tanto alcohol y tantas drogas tomó la noche anterior. El estómago le cruje.

—Podrías ir a molestar a alguien más —sugiere, sin levantarse—. Ya sabes, debe de haber más médiums en el mundo que te hagan caso, carajo. ¿No puedes dejarme en paz?

Ben no contesta.

Al final Klaus se pone en pie y busca sus pantalones. Se los pone aún con cara de sueño y se talla los ojos. La cabeza parece a punto de explotar. No encuentra su playera en el desorden, pero encuentra un abrigo negro que recuerda que alguien le puso la noche anterior. Se lo pone mientras busca en las bolsas, a ver si hay más pastillas.

—No hay nada ahí —le dice Ben.

—Lárgate.

—Ya dije que no hay otro lugar a donde ir.

—Al menos quédate callado, joder —dice Klaus. Se dirige hasta la mesita de la sala, llena de vasos a medio llenar y botelas de whisky y vodka desperdigadas por todos lados. Parece el escenario de una fiesta.

—¿En dónde estamos?

—No sé —dice Klaus.

—¿Al menos sabes cómo llegaste aquí?

—Carajo, ¿no dije que te callaras?

El Klaus que está viendo es apenas una sombra del Klaus de cinco años atrás. El Klaus que está viendo parece haber perdido toda voluntad para no dejarse llevar por el desastre que es su vida. Ben lo recuerda de niño, cuando sonreía y los hacía reír a todos. Siempre le había tenido miedo a los fantasmas, pero el miedo se había agudizado después de que Reginald lo había arrojado en el mausoleo. La primera, la segunda, la tercera y hasta la cuarta vez. Hasta que Klaus se había vencido a la desesperación buscando alguna manera de callar a los fantasmas.

Primero fue el alcohol. Hasta que eso no fue suficiente y conoció la mariguana. Hasta que la mariguana no lo relajó lo suficiente y empezaron las pastillas.

—Podríamos ir al cine —siguiere Ben.

Klaus suelta un quejido y se dirige hasta la cómoda de la sala donde está.

—Vamos, sé que por aquí había algo…, la chica dijo que tenía más. —Ben rueda los ojos—. No necesito mucho, sólo… —Klaus cierra los ojos. Odia la abstinencia. Cada vez es más dependiente.

—Estoy seguro de que eso es robar.

—Deja de ser la voz de mi consciencia —espeta.

—Sólo digo.

—Estás muerto.

—¿En casa de quién estamos? —pregunta Ben, ignorando el «estás muerto» que le acaba de lanzar Klaus. Aparenta que no le duele, pero sí lo hace, porque estás muerto es una mierda.

—No sé. —Klaus se masajea las sienes y luego sigue buscando entre los cajones llenos de cubiertos y de trapos y de cosas que hay en una casa—. Todo está… un poco confuso en mi mente. Recuerdo que nos echaron del bar. ¿Cómo se llamaba él? —Ben rueda los ojos. No tiene ni la menor idea de la respuesta a esa pregunta—. Y él dijo que tenía una amiga y que tenía una fiesta y… Una cosa llevó a la otra y… —Alza los brazos—. Listo.

—Podrías desayunar…

Con Klaus, una cosa siempre lleva a la otra. Un bar horrendo donde no le piden identificación lleva a un departamento donde dormir. Un montón de alcohol a un montón de drogas. Se inclinó al ver algo en la cómoda.

—¡Bingo!

Había encontrado más pastillas. Ben rodó los ojos.

—Es robo.

—Me importa un pito.

Klaus se asomó a la recámara. No parecía haber nadie en aquel departamento.

»¿Ves? No hay nadie. Vámonos.

Antes de irse también agarra una botella de vodka que sólo tiene la mitad de la bebida ya, lo mete todo a la mochila que carga de un lado a otro con todas sus pertenencias y se larga.


Klaus es errático. Como si así pudiera deshacerse de Ben, como si volverse impredecible hiciera que Ben dejara de seguirlo. Pero no lo hace: siempre hay algo dentro de él que lo llama sin ningún esfuerzo. Es la única persona a la que conjura sin ningún esfuerzo y ni siquiera quiere verlo a él. En el fondo se siente culpable de no haber estado en la misión que le causó la muerte —aunque no es que hubiera sido de mucha ayuda, lleva años acostumbrado a ser la retaguardia, a depender de que sus hermanos le salven el trasero— y no quiere enfrentarse a la idea de que Ben ahora es uno de los fantasmas que lo acechan.

Está en una fiesta. Y seguro que él es el invitado del invitado del invitado de alguien. Consigue formarse un coro de gente cuando alguien lo reconoce y gritan algo como «¡Pero si es uno de los chicos esos, de la Umbrella…!». La gente se acerca con curiosidad.

Él les cuenta la historia de la torre Eiffel. Adora esa historia.

Fue una de las primeras veces que salieron en público, antes de que todo se fuera a la mierda, cuando todavía todos creían en salvar al mundo —menos Ben, que hacía lo que tenía que hacer para irse a casa después— y él no estaba tan aterrorizado de los fantasmas.

—Ey —lo interrumpe alguien—, ¿no eres demasiado joven como para beber?

Klaus le da un trago a la botella de whisky que tenía en la mano. Al desconocido le dirige una mirada retadora mientras intenta fingir ser mucho más grande de lo que es y a aparentar mucha más seguridad de la que tenía.

—¿Vas a decirle a la policía? —pregunta.

El desconocido se encoje de hombros y se sienta junto a él.

—¿Es cierto, entonces? —pregunta el desconocido—. ¿Puedes invocar a los muertos?

Klaus le da otro trago a la botella de whisky.

—Ajá. —Desvía la mirada. Sabe a dónde se dirige aquella conversación y no quiere que llegue a buen puerto.

—¿Y? —pregunta el desconocido—. ¿Cómo son?

—Un grano en el trasero —dice Klaus.

—Que amable —oye la voz de Ben.

Le dirige un gruñido a su hermano, que seguro para el desconocido no significa nada en particular. ¿Por qué Ben sigue allí? El alcohol ya no es lo suficientemente fuerte como para mantenerlo lejos de su cerebro.

—¿Y puedes hacerlo…?

Klaus lo corta antes de que tenga tiempo de decirle que se murió su abuela o su abuelo o alguno de sus padres o su novia o su prometida o algo por el estilo. A veces, cuando lo llegan a reconocer, se le acerca mucha gente con esas peticiones ridículas.

—No con alcohol —dice—. Ni con otras cosas. Así que ni te molestes en hablarme de…

El desconocido le pone la mano en el hombro antes de que acabe de hablar y Klaus vuelve a enfocar su mirada en él. Es guapo. Y rubio. Probablemente un poco más alto que él, no por mucho. Cabello corto, mandíbula medio cuadraba. Le sonríe.

—No venía por eso.

—Ah, ¿no?

—Tengo esto —dice y abre la palma de su mano. Varias pastillas—. Dijeron que preguntaste por…

—No tengo dinero —corta Klaus, aunque las mira con ansia y codicia. Quiere rendirse a su efecto.

—No importa —dice el desconocido. Se acerca un poco más a Klaus—. Son un regalo.

Klaus corta un poco la distancia.

—¿Y cuánto me va a costar el regalo?

—Nada. Es un regalo —insiste el desconocido. Están demasiado cerca, apenas hay milímetros de separación entre el rostro de los dos. Klaus es el primero que lo besa y no se sorprende cuando el otro corresponde el beso. Le mete la lengua en la boca y la mano que no tiene la botella de whisky se dirige hasta su cuello.

No sabe su nombre y probablemente en menos de una semana vaya a olvidar su cara pero no le importa.

Se separan.

—Abre la boca —le dice el desconocido.

—¿Vas a envenenarme?

Klaus medio se ríe, pero abre la boca y el desconocido le pone dos pastillas en la lengua. Klaus las traga y después vuelve a besarlo. Antes de media hora están en el piso de arriba de la casa buscando una habitación donde todavía no haya nadie.

Klaus se deja llevar.

Le gusta la sensación de los besos, de otra lengua que no es la suya en su boca, de las caricias, de otras uñas arañándole la espalda. Y todavía no sabe el nombre del desconocido, piensa. Pero qué carajos importa, si no quiere saberlo, si no le sirve de nada, si sólo está allí por la sensación, por sentir algo desesperadamente.


Está jadeando en un lado de la cama. Las almohadas están en el piso y ellos dos están enredados entre las sábanas.

El desconocido le ofrece un cigarro.

Klaus lo acepta.

—Me llamo Paul, por cierto.

Klaus se encoge de hombros.

—Tú ya sabes mi nombre.

Le da una calada al cigarro y cierra los ojos. Quiere decirle al otro, Paul, que no es necesario que le haga plática, que eso no es acerca de «ellos», que no hay un «ellos», ni siquiera por un segundo. Que aquello es sólo acerca de él, Klaus Hargreeves, y su espiral hacia abajo, hacia la desgracia humana.

Pero la voz del desconocido lo saca del trance.

—Ya tienes dieciocho, ¿no?

Klaus se da la vuelta para mirarlo. Evalúa su rostro. Durante un momento le tienta decirle que no, que aún tiene diecisiete, sólo para ver su reacción. Porque es bastante mierda preguntarle eso en el «después». Pero no lo hace, se contiene, porque tiene otro interés.

—Casi diecinueve —responde y le parece ver alivio en la cara de Paul, el desconocido imbécil—. ¿Tienes más droga?

Paul, el desconocido, saca lo que le queda. Se lo ofrece.

Media hora más tarde está gritando que alguien llame a una ambulancia porque Klaus Hargreeves tiene una sobredosis.


II.

Don't you know I'm no good for you
I've learned to lose you, can't afford to
Tore my shirt to stop you bleedin'
But nothin' ever stops you leavin'

when the party's over, Billie Eilish


Recuerda algunas cosas, como el ruido de la ambulancia y la cara de los paramédicos. Todo el resto es borroso en su mente hasta que despierta horas después en la cama de un hospital. Cuando se da la vuelta se encuentra a Ben mirándolo desde una de las sillas disponibles para las visitas. Por primera vez, no sabe descifrar su cara.

—Hola de nuevo —dice Ben.

—Ey, hola —murmura Klaus—. La verdad esperaba que al despertar no estuvieras aquí, ya sabes, que me dieras un poco de privacidad, para variar, carajo.

Ben se encoge de hombros.

—Tú me conjuras.

—¡No conscientemente!

Ben vuelve a encogerse de hombros, como si aquello le diera igual.

—Bueno, Klaus, sobredosis a los dieciocho, casi diecinueve años. ¿Ya fue suficiente? —le pregunta. Klaus desvía la mirada.

—Tú también serías un maldito adicto si tuvieras fantasmas alrededor todo el tiempo —murmura. Los odia. El problema en sí no es la muerte, aunque también está aterrado de ella en ese momento. El problema son todas las almas perdidas que se dan cuenta de que alguien puede escucharlos y lo acosan a él en vez de a sus asuntos pendientes en vida. «Klaus, Klaus, por favor, escúchame, Klaus, Klaus». Le retumba la cabeza cada que se aparecen cerca de él—. No juzgues.

—Al menos mátate por algo que valga la pena.

Es la primera vez que Ben está enojado desde que murió. Klaus le da la espalda.

—Cállate.

—¡Klaus!

Se tapa los oídos. Pero eso no detiene su dolor de cabeza, la sensación de mierda que tiene y la sed que tiene.

La puerta se abre y aparece otra de las personas que no tiene ganas de ver en ese momento.

—Luther —saluda—. ¿Qué carajos haces aquí?

—Llamaron a casa —espeta—. Para avisar que habías llegado aquí casi muerto. —Luther parece enojado también y Klaus no quiere lidiar con nadie que le recuerde que la culpa de estar en ese estado es suya—. Papá se enteró. Ordena que vuelvas.

—¿Ordena? —Klaus se ríe y la risa le sale hueva y acabada—. ¿Qué no sabe por qué me fui?

—Klaus, no lo hagas más difícil de lo que es. —Luther se acerca un poco más a la cama del hospital. Como siempre, parece no tener ni idea de cómo comportarse fuera de casa y de su papel de Número Uno—. Casi te mueres.

—Estoy bastante seguro de que mi corazón dejó de latir en algún momento, así que ese «casi» no es demasiado exac…

—¡Klaus! —espeta Luther.

En el fondo de la habitación, Ben rueda los ojos con hastío.

—¿Y no podía venir él a pedirme que volviera? —pregunta Klaus. Hay algo dentro de él que todavía espera algo de cariño paterno, aunque sean las migajas de este; algo que todavía espera un destello de preocupación en su padre—. ¿Era demasiado difícil mover su trasero de su escritorio…?

Luther lo agarra por el pecho de la bata del hospital y lo hace incorporarse.

—No hables así de papá.

—No creo que papá escuche cuando no estamos cerca —espeta Klaus.

—Cállate. Vas a volver a casa. —Lo soltó y Klaus volvió a caer sobre el colchón como un peso muerto.

—¿Para qué? —preguntó y su tono de voz salió mucho más ácido de lo que deseaba—. ¿Para que vuelva a intentar encerrarme en…? —Se corta. Luther sabe a que se refiere. Al maldito mausoleo—. ¿Para que vuelva a intentar entrenarme aunque yo no quiero los poderes? ¡Carajo!

—Para que el próximo funeral no sea el tuyo, imbécil —le espeta Luther. Cada vez parece más enojado. Klaus se queda callado y le dirige la mirada a Ben. En sus ojos se nota su desesperación, la que lo llevó a consumir suficiente droga como para causarse una sobredosis. Pero él simplemente quiere evitar a los fantasmas—. Aunque tenga que hacer que te amarren a la cama antes de que te den el alta —amenaza Luther—. ¿Quedó claro?

Klaus ni siquiera voltea. No tiene energías.


Klaus vuelve a casa y Ben vuelve con él. Por un momento se permite que todo estará bien, que no va a tener que volver a ver cómo sufre una sobredosis sin poder hacer nada, pero nada parece funcionar con Klaus. Parece que todo ha dejado de importarle. El sermón que le da Reginald Hargreeves le entra por un oído y le sale por el otro. Vive a su aire, se pinta las uñas sentado en la cama de Allison mientras ella le enseña las revistas en las que sale, intentando alejarse de todo ese asunto de ser superheroína para convertirse en modelo. No le cuesta nada conseguir todas las sesiones de fotos ni que le hagan caso. Sólo necesita decir «Oí un rumor…» y todos sus deseos se le cumplen.

Vanya no está. Tarda tres días en notarlo y al final le pregunta a Luther. La única explicación que obtiene es: «se fue a estudiar a alguna universidad de música o algo así». Decide que no necesita ninguna otra.

Diego aparece a veces, cada que lo despiden de algún otro trabajo. Se encierra en su habitación a estudiar algo, Klaus no tiene ni idea de qué; vive enojado con Luther y hace planes en secreto. Aunque la verdad, todo el secreto es absurdo. Nadie le hace caso realmente.

Y luego está él, que evita al máximo encontrarse con su padre y huye cada tres o cuatro noches para conseguir más drogas. No se va porque es tranquilizador tener un lugar donde dormir y la seguridad de que Mamá le preparará tres comidas todos los días. Pero Ben se da cuenta de que algo lo está asfixiando allí. Después de la sobredosis es como si una parte de Klaus hubiera muerto para ser reemplazada por otra nueva. Se ríe más y más alto, pero su risa suena más hueca, como si detrás de ella intentara esconder la desesperanza que lo rodea.

—¡¿Esa es mi falda?!

—Hace meses que no la usas —se defiende Klaus ante la furia de Allison—. Además, no puedes negar… —da una vuelta sobre sí mismo, sin zapatos— que se me ve mejor a mí. —Le guiña un ojo y Allison acaba por sonreír—. ¿No crees?

—Klaus. —Allison suelta una risita, agita la cabeza—. Eres un idiota.

Tienen esos pequeños momentos. Parecen una familia todavía, aunque cada día más rota y desfragmentada.

—Me halagas.

—De hecho… —Allison se muerde un labio—. Si te cuento algo, ¿no le dirás a nadie?

—Depende de qué. ¿Es algo que se puede vender? —pregunta Klaus—. Ya sabes, a una de esas revistas maravillosas donde siempre les encanta publicar tus fotos.

—No.

—Entonces probablemente no le diga a… —Klaus se fija en Ben y medio sonríe viendo hacia él, que para Allison es la nada— casi nadie.

—Nadie, Klaus.

—Vale.

—Ven.

Allison lo hace entrar a su recámara. Klaus se sienta en la silla enfrente de su tocador y Allison va hacia la cama.

—¿Entonces?

—No te atrevas a decirle a Luther.

—Quedamos en que no le diré a nadie. —Klaus rueda los ojos con hastío. Agarra el delineador de Allison, que es mejor que el suyo. Lo agita frente a sus ojos y después lo abre. Se acerca al espejo y se pone una línea en el párpado derecho. Lo deja cerrado mientras seca—. Así que suéltalo ya, ¿quieres? —Abre el ojo que tiene cerrado y cierra el otro. El delineador se queda a medio camino cuando Allison habla.

—Creo que quiero ser actriz.

Klaus se da la vuelta y la mira. El delineador se le queda congelado en la mano.

—¿Qué?

—En Los Ángeles —sigue Allison.

—¿Qué?

—Me iré, Klaus. Esto… la Academia, ya no tiene sentido. —Allison se acerca y extiende la mano para que le pase el delineador—. Te lo pongo yo, a ver. —Klaus se lo da y deja que lo haga. Cierra los ojos y oye a Allison suspirar—. Te queda bien.

—Gracias.

—Puedes quedártelo, si quieres —dice Allison.

Klaus abre los ojos. Allison frunce los labios.

—¿Qué opinas? ¿De lo de irme a Los Ángeles?

Klaus desvía la mirada.

—Está bien, si eso quieres. —No sabía que más decir. Le costaba constatar que los demás tenían planes a largo plazo, mientras que los únicos que él tenía eran cómo drogarse más el día siguiente.

—Todavía no tenemos ni veinte, Klaus. —Allison suspira. Aunque pronto los tendrían. Pronto.

—Sinceramente, ¿quieres quedarte aquí? —pregunta Klaus—. ¿Quieres que… esto… la Academia, sea tu vida? ¿Quieres estar por siempre esperando a que papá alce la vista y note que estamos aquí? —Le sonríe—. Yo diría que te largaras.

Allison lo abraza.

—Carajo, Klaus, apestas a mariguana.

—¿Quieres?

Allison frunce el ceño.

—Claro que no quiero de tu porquería.

Klaus se ríe. Luego agarra un par de barnices de uñas del tocador de Allison apenas deteniéndose a ver los colores.

—Te pinto las uñas si haces lo mismo —le ofrece—. De regalo de despedida. ¿No?

Allison le sonríe. Nunca podría negarse a aquello. Lo hacen desde la primera vez que Allison compró un par de botes de esmalte. Solían sentarse en la noche, después de su entrenamiento, cansados, agotados y se pintaban las uñas mientras hablaban de cualquier estupidez.

—Siéntate en la cama —le dijo Allison—. Y más te vale no pintarme los dedos.

—¿Yo? Nunca lo haría.


Allison se va y Luther pasa días encerrado en su habitación. Klaus merodea por la casa evitando a todos, roba un par de botellas de vodka mientras Pogo no mira y más tarde acaba mirándose los dedos de los pies mientras su padre le da un sermón aunque está casi seguro de que no tiene pruebas para inculparlo a él —exceptuando, por supuesto, lo borracho que está—. Resulta que casi le vomita en los pies a su padre y acaba limpiándolo como castigo.

Ben lo sigue a todas partes. A veces, sólo para calmar la soledad, acaba hablando con él. No le ha contado a nadie que puede verlo, que no le cuesta ningún trabajo conjurarlo, que Ben sólo desaparece cuando está muy drogado, al contrario de los demás fantasmas, a los que mantiene a raya con cualquier cosa. El problema es, quizá, que no quiere ver a Ben. Una vez, cuando era más pequeño, una señora desconocida en la calle escuchó cómo uno de sus hermanos le decía algo relacionado con «ver a los muertos» y comentó algo como «qué suerte, así puedes hablar con los que ya no están».

Klaus no quiere esa suerte.

Quiere vivir el duelo como el resto de la gente y no lidiar con fantasmas que lo confunden con todos sus asuntos pendientes.

—Podrías no salir está noche, ¿sabes?

Klaus está llenando una mochila.

—Qué carajos haces aquí.

—Estoy atado aquí, tengo que mirar la tragedia que es tu vida. Pista: no es divertido.

—No te pedí tu opinión.

Ben suspira. Parece haberse acostumbrado a aquella relación extraña y tirante que tienen, en la que Klaus lo considera su única compañía, pero tampoco quiere verlo.

—Te la voy a dar, igual —le asegura.

—Planeo hacerte desaparecer un rato. —Klaus le enseña una cadena con un dije—. Es plata —le dice a Ben—, Allison la dejó aquí. Seguro que vale algo, ¿no?

—Klaus…

Se la mete en el bolso del abrigo y luego agarra la mochila. Sale al pasillo, hasta la habitación que sabe que tiene salida por la escalera de incendios. Ya están todos dormidos, supone. Y él tiene drogas que comprar.


Lo ve despertar en el piso de la habitación de un desconocido. Se sienta frente a él. Ben decide que Klaus se ve como la mierda o peor. Tiene ojeras, está pálido. Las drogas lo drenan, sólo lo hacen sentir bien un rato y después lo hacen despertar de aquella manera.

—Hola —le dice.

Klaus emite un gruñido, se talla los ojos y después se levanta. Se quedó dormido sobre la alfombra. Una figura está en la cama, con el brazo colgado, los pies cerca de la cabecera.

—Joder, no te tardas nada.

—Tú me conjuras.

—No conscientemente —ladra Klaus, incorporándose—. Sólo… atraigo a los putos fantasmas. Tú incluido, no te ofendas. —Se sienta en la alfombra y por fin se da cuenta de la existencia del desconocido—. ¿Y ese?

Ben se encoge de hombros.

—¿Tengo cara de saber? Klaus, vamos a casa —le pide. Klaus lleva dos días durmiendo en el piso de casas que no son la suya, completamente ajenas. Klaus lo ignora. Se levanta, buscando su ropa—. No puedes elegir ignorarme cuando te conviene.

Ve a Klaus hacer un mohín.

—Sí pudiera ignorarte siempre lo haría —murmuró, levantando sus pantalones mientras se los ponía—. No te ofendas, nada personal, sólo… —No termina la frase que va a decir, Ben se queda esperándola.

—Vamos a casa —vuelve a pedir.

—¿Qué se te perdió a ti ahí? —espeta Klaus. Levanta una playera. No es la suya, pero parece que le queda. Se la pone—. Exacto, nada.

—¿Con quién hablas…? —oye una voz. Se da la vuelta y el desconocido está despierto—. Es demasiado temprano para… lidiar con el ruido. —Cerró los ojos y se llevó las manos a la cabeza. Ben se cruzó de brazos—. Vuelve a la cama… —El desconocido estira el brazo y agarra la muñeca de Klaus.

—Klaus, vamos a casa.

Klaus le dirige un gruñido a ven. Se acerca un poco a la cama. El desconocido sube su mano por el brazo de Klaus y le da la vuelta, para dejar el tatuaje de la Academia a la vista. Acerca sus dedos hasta él, tocándolo.

—Nunca creí que… un día acabaría… uno de ustedes… en mi cama… —dijo el desconocido. Hacía pausas ridículas mientras hablaba—. Mi hermana solía coleccionar todas las revistas en donde salían.

Klaus retira el brazo. Ben puede notar que aquello le incomoda. Cada vez menciona menos quien es cuando sale, de dónde salió, pero la gente siempre lo recuerda al oír su nombre. El apellido «Hargreeves» tiene demasiada historia como para que la gente la olvide.

—Voy a hacer algo de desayuno —dice Klaus, finalmente.

—Podrías desayunar lo que haga Mamá…

Klaus le vuelve a dirigir un gruñido.

—No voy a volver.

—¿Con quién hablas? —pregunta el desconocido.

—Mi consciencia —espeta Klaus.

—¿Al menos sabes cómo se llama? —pregunta Ben, refiriéndose al desconocido—. Digo, si es que le vas a hacer el desayuno…

Klaus rueda los ojos. Agarra su abrigo y se dirige a la cocina. Se sirve un vaso de agua, husmea en la alacena hasta que encuentra una caja de cereal que abre. Toma su mochila y un par de billetes que hay al lado del frutero. Ben alza las cejas. Al final, sin hacer demasiado ruido, se cuelga la mochila al hombro, carga con a caja de cereal abierta y abre la puerta al pasillo.

Le guiña un ojo a Ben cuando cierra la puerta a sus espaldas.

—No me gusta ser un fetiche —le dice.

Ben rueda los ojos.

—¿Vamos a casa?

—No aún.


Klaus camina por las calles de Nueva York hasta llegar a un barrio que Ben recuerda vagamente. Del último año. Espera en el portal de un edificio hasta que alguien sale y corre hasta la puerta para evitar que se cierre. Sube tres pisos de escaleras y llama a la puerta de uno de los departamentos.

Abre una mujer a la que al principio Ben no recuerda, hasta que se fija más en ella y en lo poco que se alcanza a ver del interior del departamento. Es la chica a la que Klaus le robó unas pastillas una vez, anfitriona de una fiesta a la que había llegado por casualidad y había acabado durmiendo en su sala.

—No —dice la chica e intenta cerrar, pero Klaus detiene la puerta con la palma de su mano.

—Yo también me alegro de verte…, ehm…, ¿Alice? —intenta. La joven frunce las cejas. Ben asume que ese no es su nombre—. ¿Amanda? ¿Christina…?

—¡Eve, idiota, me llamo Eve!

Vuelve a intentar cerrar la puerta.

—Tengo dinero —le dice Klaus.

—¿Vas a pagarme todas las pastillas que me has robado? —pregunta ella—. Porque llevo la cuenta.

—No han sido tantas… —Klaus intenta excusarse, pero sabe que no tiene excusa. Ben se lo nota en la cara.

—Bueno, da igual. ¿De verdad tienes dinero?

Klaus se mete la mano en la bolsa del abrigo y saca los dos billetes. Eve se los arrebata de la mano y le abre la puerta.

—¿Ves que no mentí?

—¿Sabes inyectarte? —pregunta—. No tengo pastillas de nada, pero…, bueno, hay heroína —Klaus se encoje de hombros. Ben lo sigue porque no tiene de otra, hay algo que lo ata a él, pero preferiría mil veces estar en cualquier otro lado que no fuera aquel—. Y que conste que sólo lo hago porque me caes bien —le dice la chica—. Y… —No termina, pero Ben lo puede ver en sus ojos. Le tiene lástima.

Klaus deja caer la mochila en el recibidor.

—¿Puedo bañarme aquí? —pregunta—. De verdad necesito un baño.

La chica, Eve, hace una mueca de hastío, pero asiente. Ben sabe que Klaus termina seguido en aquel departamento porque la chica hace fiestas, porque siempre hay demasiada droga, porque nunca le dice que se vaya. Klaus se quita el abrigo y deja al descubierto sus brazos delgados, largos, que deja caer desganadamente a su lado. La chica le extiende algo. Droga y una jeringa. También algo que parece una liga.

—Ten —le dice—. No te mates. —Klaus lo toma con una mano y no se mueve por un momento. La chica suspira. Lo ve de pies a cabeza—. ¿No es muy temprano para que empieces? —pregunta.

Klaus se encoge de hombros.

—Nunca es tarde o temprano para tener buenas ideas. —Le regala una media sonrisa.

La chica se la corresponde apenas. Se dirige hasta la cómoda y saca un viejo aparato con unos audífonos. Se lo lanza.

—Cacha —le dice. Klaus lo hace apenas—. Alguien lo dejó aquí hace unos días. Dicen que el viaje es mejor con música. Ya sabes. O no. No sé, pruébalo. —Le guiña un ojo—. No te mates.

—Klaus… —intenta Ben.

Su hermano se lleva una mano a la cabeza.

—No otra vez —se queja.

—¿No otra vez qué? —Eve frunce el ceño.

—Nada —dice Klaus—. Me estalla la cabeza. Siento como un elefante le hubiera pasado encima. ¿No has sentido eso? ¿No, nunca? —Ella niega con la cabeza—. Terrible. Recomiendo sentirlo al menos una vez en la vida.

Ella se ríe.

—No creo que me guste.

—Nunca sabes lo que te puede gustar. —Klaus le guiña un ojo. Deja caer el abrigo en el piso y se dirige al sillón—. Mi yo de trece años no sabía que se iba a enamorar de todas las sustancias prohibidas. —Prepara la jeringa—. ¿Vigilas que no me ahogue mientras… ya sabes… me doy un baño?

—Como quieras. Sólo para no tener que reportar que un imbécil drogadicto se murió en mi baño o algo así.

Klaus se ríe.

—Gracias.

Después se inyecta. Dos veces. O tres. Cuando Ben por fin le pierde el rastro, ya en la tina del baño, mientras escucha música y tiene la puerta abierta, todo es borroso. Todo acaba en una Eve histérica llamando a una ambulancia. La segunda sobredosis en menos de un año.


Cuando despierta, Luther está ahí y Ben está ahí y una enfermera está ahí.

—Ah, adoro estás camas —murmura—. Qué cómodas. Parece que estuviera durmiendo sobre un lecho de plumas. De verdad, mucho mejor que las alfombras… —La enfermera resopla. Le está acomodando algo que tiene clavado en el brazo. ¿Suero? Algo, decide Klaus, todavía con el cerebro medio frito—. Y las agujas. —Se ríe—. Las adoro, ¿sabía?

La enfermera le dirige una mirada envenenada antes de irse.

—Se te está haciendo costumbre —dice Ben—, lo de casi morirte. Un día te vas a morir de verdad.

—No me importa —responde Klaus.

—¿Qué carajos no te importa? —Luther parece estar controlándose demasiado para no mostrarse tan enojado como en verdad está.

—¿Qué estés aquí? —es la dubitativa respuesta de Klaus.

Luther cierra los puños. Respira hondo, intenta tranquilizarse.

—¿Qué intentas? —pregunta—. ¿Matarte antes de los veinte? ¿Matar a papá de un disgusto?

—¡No metas a papá en esto! —grita Klaus—. ¡Seguro ni siquiera le importa qué ocurra conmigo! ¡No es cómo si alguna vez le hubiera importado!

—¡Klaus…! —Luther se acerca.

—Klaus, no explotes.

—Cállate. —Klaus le responde a Ben, pero, por supuesto, para Luther no existe una tercera persona participando en aquella conversación.

—Carajo, sé alguien decente por primera vez en tu vida, seguro que no es tan…

—No me han presentado a la decencia —interrumpe Klaus—. ¿Es guapa? ¿Guapo? Cualquiera funciona. Lo más importante, ¿tiene drogas? —Sonríe y toda su impertinencia y su rebeldía se refleja en aquella manera de curvar los labios—. Porque…

Luther agarra la bata del hospital y lo levanta por el pecho.

—Cállate. Ahora mismo. Vas a ir a rehabilitación. —Klaus intenta quejarse, pero Luther le pone un dedo de su mano libre sobre los labios y no puede—. No es una opción. Es una orden. Así tenga que hacer que te aten a esta cama. ¿Entendido?

Lo suelta y Klaus cae pesadamente sobre el colchón.

—Largo —dice.

—Hablo en serio, Klaus.

—¡Largo! ¡Largo! ¡LARGO!

—Sólo está intentando salvarte —le dice Ben, pero Klaus lo ignora. No quiere que lo salven.


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