Nota: Este fic llevaba ya un tiempo rondándome por la cabeza, aunque no terminaba de materializarlo. Tal vez porque llevo un tiempo descolgada de HP, tal vez por pereza, tal vez porque es un poco agridulce. La cuestión es que sentía una nostalgia desgarradora por este fandom, por el snarry, por estos personajes maravillosos. Esa nostalgia se transformó en una necesidad perentoria de volver a este pairing, que fue mi primer contacto con la escritura y que siempre, SIEMPRE, será mi hogar.

Para mi amiga Pescadora de Estigia, que siempre ha tenido una visión lúcida y brillante de estos dos personajes. Gracias por estar ahí, a pesar de la distancia y a pesar del tiempo. Porque la muerte solo es el inicio de un nuevo camino para los que se van y también para los que se quedan.

Nota bis: sí, en este fic se mezclan ideas de mis dos fandom favoritos: Supernatural y Harry Potter.

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen y, bueno, ya sabéis que no saco beneficio alguno con ello. ¡Qué más quisiera!


Every time I close my eyes

It's like a dark Paradise

No one compares to you

I'm scared that you won't be waiting on the other side

Every time I close my eyes

It's like a dark Paradise

No one compares to you

I'm scared that you won't be waiting on the other side

(Dark Paradise, Lana del Rey)

PARAÍSOS PERDIDOS

La muerte, al final, no había sido ni tan trágica ni tan liberadora como había sospechado. Recordaba que había empezado con miedo y dolor, con sangre y culpa; que le siguió un vacío infinito, sin tiempo, negro; y que de pronto, apareció en aquel lugar que siempre había identificado como su propio paraíso: una casa junto a un lago, con ingredientes infinitos de pociones, y la posibilidad de rememorar, a golpe de varita, sus escasos recuerdos felices. Siempre había creído que su muerte, en el mejor de los casos, le destinaría a la no-existencia, a la simple desintegración. Durante muchos años, mientras se deshacía entre los barrotes de Hogwarts y las torturas de Voldemort, había acariciado esa idea. Sin embargo, contra todo pronóstico, resultó que había un Cielo. Y que, irónicamente, los pecados que habían convertido su vida en un infierno, le habían proporcionado un billete directo al Edén. A aquel cielo personal e intransferible en el que se había instalado con la placidez de los que ya no esperan nada extraordinario.

Su tiempo allí había estado construido de hierbas aromáticas y de calderos; de lecturas bajo los árboles del jardín; de estudios y trabajo en el pequeño huerto que había plantado en la parte de atrás de la casa; de soledad; de pequeños placeres como la libertad. Y algunos días, la felicidad estaba a punto de desbordarse entre las costuras de aquellos muebles tapizados de verde (su territorio, su casa, una vida propia). Otros, la línea que separaba el premio del castigo se difuminaba. Entonces, elaboraba y mejoraba pociones que ya no necesitaba. Largas, extenuantes, complicadas. Como las que había preparado durante la guerra.

Felix Felicis, Filtro de los muertos en vida, Matalobos y, a veces, como ese día, antídotos para el veneno de serpiente.

—Aguamiel, lavanda —murmuró, mientras removía la poción dos veces en el sentido de las agujas del reloj. El líquido burbujeó—. Eso es, unas hojas de acónito también.

Echó las pequeñas hojas secas a la mezcla y la poción se tornó transparente, ortodoxamente perfecta. Inclinó un poco la cabeza. Necesitaba algo más, algo que alargara la vida de la poción. Dejó el caldero en el fuego y alcanzó la estantería que recubría una de las paredes del sótano. Buscó en los estantes repletos de botellas, tubos de ensayo, matraces y recipientes mágicos. En su otra vida, habría matado por una despensa como esa. Podría haberlo hecho. Había tenido que matar por mucho menos. Se decidió por uno redondo, lleno de un polvo brillante y dorado. Sí, tal vez unas esporas de puffapod. Se encaminó otra vez a la mesa de trabajo con pasos rápidos y fue un segundo, pero fue suficiente: un golpe inesperado y aterrizó con las costillas en el suelo mientras el mundo se convertía en una nube dorada de mil cristales rotos. El dolor se extendió por todo su cuerpo como un latigazo. Le costó un segundo ubicarse: arriba, abajo, izquierda, derecha; entender lo que había pasado. Mierda. Se incorporó sobre sus rodillas mientras se apartaba el pelo que le había caído por la cara. Tenía la mano derecha ensangrentada, pero la herida ya se había cerrado (beneficios de la inmortalidad). Recorrió la habitación con mirada suspicaz hasta descubrir a la culpable. Ahí estaba, en el suelo, rodeada de esporas de puffapod y de lo que antes había sido un bote. ¡Había tropezado con una maldita escoba! ¿De dónde había salido?

Se sacudió la túnica, se levantó y lanzó un reparo. El tarro de las esporas retomó su forma original mientras Severus, varita en mano, se acercaba a examinar la dichosa escoba con precaución. En el mango se leía Nimbus 2100, un modelo que Severus nunca había visto. Parecía de buena calidad, aunque bastante usada. La movió ligeramente con el pie. Desde luego no era suya ni tampoco la había solicitado por los "cauces establecidos". ¿Qué demonios hacía allí? Entonces, oyó unos golpes en el piso de arriba, como si un mamut hubiera decidido utilizar su salón como campo de Quidditch. Dos, tres, cuatro. Pasos enormes que se acercaban a las escaleras. Antes de que pudiera preparar una maldición, oyó en la parte de arriba que la puerta del sótano se estampaba contra la pared seguido de un "¿hola?, ¿hay alguien?, ¿eeeeooo?". Algo en su cerebro cortocircuitó. Ocho años sin escuchar esa voz. El mamut bajó por las escaleras.

Merlín. La aparición de la Nimbus adquirió todo su significado. Era una broma de muy mal gusto.

—Potter. —Entre dientes.

Cuando el chico bajó el último escalón y lo vio, se detuvo de golpe. Su rostro pasó de la expectativa a la incredulidad y, después, al espanto. A Severus le produjo cierta satisfacción.

—¿Snape? —La voz le salió rota y empezó a mirar nerviosamente por toda la habitación—. ¿Estoy en el infierno?

—Comenzaba a preguntarme lo mismo. —Puso todo su desprecio en la contestación. El chico clavó sus ojos en él. Aunque tenía el mismo aspecto bobalicón de siempre, su rostro ya no era la de aquel niño de diecisiete años que había conocido en Hogwarts. Parecía más… mayor. ¿Cómo había llegado allí? ¿Cómo…? Una bola de fuego inundó su sistema nervioso. Con dos pasos rápidos, acorraló a Harry contra la pared, cara a cara, las respiraciones entrelazadas en el mismo centímetro cuadrado—. ¿Qué. Está. Haciendo. Aquí? ¿Qué clase de truco ha usado?

La expresión de Harry se endureció.

—Oiga —soltó, mientras se erguía para recuperar espacio vital. Era casi tan alto como Severus y tan arrogante como siempre—, yo no he usado ningún truco. Lo último que recuerdo es estar muriendo —dijo, recalcando las últimas palabras.

Severus frunció el ceño y acercó su varita a la garganta del chico. Mentía. Llevaba años muerto. Voldemort lo había asesinado.

—Se lo advierto, no juegue conmigo. Sabe perfectamente lo que le estoy preguntando. —Voz baja y grave—. ¿Cómo ha llegado aquí? Nadie más tiene acceso a este sitio.

—No lo sé. —Harry le miraba fijamente. Ni un ápice de miedo o inseguridad—. Fallecí y me desperté aquí.

La tensión crepitaba entre ellos como gas venenoso.

—No se atreva a mentirme.

Harry sonrió con sorna.

—No sé si lo habrá notado, pero estar aquí con usted no es mi definición de paraíso. ¿No habrá sido usted quien me ha traído?

Severus respiraba muy rápido. El niñato era más insolente que nunca. Podría matarlo. Otra vez. ¿Se podía rematar a alguien muerto? Nunca lo había comprobado, pero podía intentarlo. Harry mantenía su actitud desafiante. Está bien. Se acabó. Iba a solucionar este asunto de inmediato. Soltó a Potter con brusquedad y sin decir una palabra se dirigió hacia el piso de arriba. El chico se atrevió a soltar algo parecido a un "espere" mientras lo seguía por las escaleras. Severus, por supuesto, fingió no oírlo.

Arriba, le recibió la luz del atardecer que entraba por el enorme ventanal del salón, situado justo enfrente de las escaleras. A su lado, se erigía la puerta de entrada de la casa. Se paró en seco y sintió que Harry a su espalda lo imitaba justo a tiempo. Ni siquiera se molestó en lanzarle una mirada amenazante. Su preocupación se centraba ahora en el hecho de que la Nimbus 2000 no era el único objeto que había decidido colonizar SU casa. En mitad de la estancia, encima de la alfombra, había un baúl descolorido y cubierto de pegatinas de los Chudley Cannons. En la pared de la derecha, en SUS estanterías forradas de libros, habían aparecido fotografías de un Potter sonriente y en movimiento, rodeado de sus secuaces habituales. La armonía verdecromática de SU sofá, estratégicamente colocado bajo el ventanal, había sido mancillada por un cojín, rojo y dorado. Tenía bordado el símbolo de Gryffindor, para mayores señas y por si los colores no hubieran sido suficiente referencia. Daba igual a dónde mirase: el horror le perseguía. No se atrevió a mirar en la cocina ni en el baño. Lo que hasta entonces había sido su hogar, se había transformado en el mercadillo barato de un adolescente nostálgico: revistas de Quidditch, condecoraciones (Severus puso los ojos en blanco), una lechuza y, por último, libros, decenas de libros esparcidos por todas partes, toda una conmoción tratándose de Potter.

Cerró los puños, los brazos pegados al cuerpo, reprimiendo la explosión que se estaba formando en el fondo de su estómago. Potter respiraba aceleradamente detrás de él. Podía oler su culpabilidad, su nerviosismo. Preparó una mirada asesina y se giró, con todo el dramatismo que había sido tan efectivo en sus días de Hogwarts. Potter estaba pálido y la cicatriz seguía allí, tras su flequillo negro. Snape torció los labios, las palabras preparadas en la punta de la lengua. Pero antes de que pudiera abrir la boca, se escuchó en la habitación un "puff" ahogado y luego un revoloteo. Bien, alguien había mandado una comunicación para poner orden. Extendió el brazo y la lechuza avanzó a toda velocidad por la habitación hasta detenerse en el hombro de… Potter. El chico le miró primero a él, y luego al pájaro que le picoteaba el jersey, con cara de pasmarote. Y no era que Potter hubiera tenido alguna vez capacidad de presentar una expresión que denotara inteligencia, pero Severus estaba convencido de que tanta confusión era fingida. Aprovechando la ventaja de la estatura, se enderezó todo lo que pudo mientras el chico desataba la carta y la leía. Vio que su rostro pasaba del recelo a la conmoción. Por Merlín, ¿esa tortura que Dumbledore tuvo la indecencia de llamar "clases de Oclumancia" no había servido de nada? Le arrebató el papel de las manos.

"Estimado señor Potter:

Lamentamos sinceramente su repentino fallecimiento en acto de servicio. Sirva la presente para transmitirle nuestras condolencias.

Esperamos que el Cielo que se le ha concedido sea de su agrado y que pueda disfrutar, a partir de ahora, de una existencia tranquila en su paraíso particular.

El lugar que se le ha asignado se ajustará de forma automática a sus preferencias. En cualquier caso, encontrará a su disposición una chimenea para comunicarse con el Departamento de Requerimientos, que le proveerá de todo aquello que necesite previa solicitud.

Comprobará que sus pertenencias más preciadas ya han sido trasladadas. Si tiene alguna duda, le rogamos que se dirija al Departamento de Dudas y Sugerencias.

Si tiene usted alguna queja, le rogamos se dirija al Departamento de Reclamaciones.

Se le informa de que no está permitido viajar, trasladarse, aparecerse o transportarse, en cualquiera de sus modalidades, a los Cielos particulares de otras personas.

¡Le deseamos una feliz muerte!

Afectuosamente,

El Departamento de Protocolo y Recepciones.

Arrugó la misiva entre las manos, le faltaba el aire. Fallecimiento. Reciente. Acto de servicio. ¿Qué diablos significaba eso? Se suponía que llevaba ocho años descomponiéndose en alguna tumba. Ignoró la punzada que apareció en su pecho y las preguntas silenciosas que bailaban en los ojos verdes de Harry. Prioridades: Potter. En el Cielo. En su maldito Cielo. De pronto, la pared de las estanterías empezó a estirarse y a encogerse, como si estuviera hecha de plastilina, para alumbrar, finalmente y por generación espontánea, una puerta de madera. Un "plop" sofocado e insignificante. Un "plop" que, sin embargo, a Severus le pareció atronador.

Se aproximó con cautela, intentando neutralizar esa sensación de urgencia que le cosquilleaba en la piel. Cada paso era como hundirse en el barro. Quizás le habían concedido, por fin, la sala especial de Artes Oscuras que llevaba meses reclamando. Se agarró a aquella idea mientras abría la puerta. Dos segundos de esperanza y luego sus peores presagios se confirmaron: una cama adoselada, otra chimenea, los colores de Gryffindor por todos lados. La habitación, obviamente, tenía como fin provocarle algún tipo de shock anafiláctico. Apretó los labios, cegado por el incendio que rugía en su interior. Maldita casa traidora. Potter, que seguía inmóvil junto a las escaleras, le observaba. Snape pasó por delante de él como una exhalación, con las manos agarrotadas todavía sobre el trozo de pergamino. Se agachó junto a la chimenea y lanzó los polvos reglamentarios:

—¡Departamento de Reclamaciones! —bramó.

Una voz metálica resonó en la habitación: "Su llamada está siendo transferida, por favor, manténgase a la espera". Severus entrecerró los ojos, los instintos homicidas a punto de concretarse en alguna maldición sangrienta. Al cabo de unos segundos, la cara de una mujer joven apareció entre las llamas, expresión amable y sonrisa profesional.

—Disculpe el retraso, señor Snape. —Tono servil, cabeza ladeada y ojos de besugo moribundo—. Mi nombre es Rachel, dígame en qué puedo ayudarle.

A Severus le dieron ganas de lanzarle una Imperdonable. Contuvo la respuesta envenenada y, con dificultad, consiguió mantenerse dentro de los estándares básicos de la cortesía.

—Me temo que ha habido algún tipo de confusión. —Forzó las comisuras de sus labios hasta los límites insoportables de una sonrisa—. El señor Potter ha sido transferido, por error, a mi Cielo.

Silencio incómodo.

—¿Un error? —Rachel le miraba como si acabara de predecir el fin del mundo para dentro de los próximos cinco minutos. Se puso a rebuscar en algún lugar que quedaba fuera de los confines de las llamas—. Eso no es posible. Déjeme comprobar, por favor. Sí… Potter. Aquí está. —Sacó un papel, asintiendo muy satisfecha de sí misma—. Según su ficha, el señor Potter ha sido trasladado hoy mismo al lugar que tenía asignado.

Frunció el ceño. Le había tocado la lista de la clase.

—Gracias por su perspicacia, Rachel, es usted de mucha ayuda. —Despacio, remarcando todas las sílabas—. Obviamente, ya sé que el señor Potter ha sido trasladado hoy. La llamada no es gratuita. Pero tengo que insistir en que han cometido un error en la asignación. Dos personas no pueden compartir el mismo Cielo, ¿recuerda?

Casi pudo ver su cortocircuito cerebral. Dos verdades absolutas entrando en contradicción. Ella se aferró a su papel, confundida.

—Pero aquí pone…

Severus apretó los dientes.

—¡No me importa lo que ponga en su estúpido informe! —La mujer se encogió un poco, entre asustada y sorprendida, y Severus se obligó a suavizar el tono de voz—. Estoy intentado pedirle amablemente que arregle este malentendido.

Ella tartamudeó durante un instante insufrible antes de ser capaz de escupir una frase coherente.

—Pero la ficha…

—La ficha se equivoca. —Seco, cortante. Contó hasta diez.

—Pero… yo no puedo cambiar las órdenes que vienen de arriba.

Su paciencia se agotó.

—¡Pues páseme con su responsable o con alguien que conecte dos neuronas! ¡No me haga perder el tiempo!

Los ojos de Rachel se abrieron como si le hubieran lanzado un engorgio. Su aspecto le recordó vagamente al de una elfa doméstica. Hubo unos segundos de silencio. Aun así, Rachel se las apañó para componer de nuevo un semblante profesional. Carraspeó.

—Está bien —le dijo. Por fin empezaban a llegar a algún sitio—. Tendrá que rellenar una hoja de reclamaciones y la solicitud de cita previa…

—¡¿Pero de qué está hablando?! —¿Hoja de reclamaciones?—. Esto no puede esperar, el señor Potter tiene que salir de aquí de forma inmediata.

Ella le volvió a dedicar una sonrisa, esta vez ladina, y Severus lamentó sinceramente no tener a Nagini como mascota.

—El procedimiento es el procedimiento, señor Snape. Tampoco está en mi mano cambiarlo. —Le lanzó a través de las llamas un tubo de cristal y empezó a hablar de manera atropellada—. Rellene la documentación que hay dentro con el motivo de su queja y envíela por este conducto a Atención al fallecido. Recibirá respuesta tan pronto como sea posible. Mientras tanto, siento decirle que el señor Potter tendrá que permanecer allí. Que tenga un buen día.

Y la comunicación se cortó. La muy zorra. Severus arrojó al fuego la carta de Harry mientras recogía el tubo del suelo y lo estrangulaba con las manos. Se levantó, todo su cuerpo temblaba de pura frustración. Cuando alzó la vista hacia el salón, se dio cuenta de que, para su desgracia, Potter seguía en el mismo sitio, observándole desde las sombras que la noche ya empezaba a dejar caer en la habitación.

—Guau, qué tensión —dijo Harry con cierta fascinación. No parecía asustado. Debería estarlo—. Una táctica muy sutil y eficaz…

En dos zancadas, Severus se abalanzó sobre él, su pelo largo rozando el rostro del chico. Su voz convertida en un susurro peligroso:

—Ni una palabra más, Potter, o le juro que deseará no haber aterrizado aquí. Está muerto, pero tengo mis métodos. —Con un latigazo feroz de la varita encendió las luces de la sala y dibujó una línea blanca un metro por delante de la puerta que daba a la nueva y espeluznante habitación. Estaba tan cerca que pudo ver cómo se contraían las pupilas de Potter, ojos brillantes—. Ese es su espacio. Y este el mío. —Señalando el resto de la casa—. Ni se le ocurra atravesar la línea, ¿le queda claro? Tiene media hora para recoger todas las cosas que ha dejado esparcidas por ahí.

El silencio adquirió consistencia propia. Una, dos respiraciones, y entonces, aspiró ese olor. Familiar, como un fantasma del pasado. Como el olor de una clase de pociones con Longbottom. ¡Se había dejado el antídoto en el fuego! Cerró los ojos, expulsando el aire, preguntándose a qué tipo de tortura cósmica estaba siendo sometido. Liberó a Potter de su presencia y bajó al sótano. Estaba lleno de humo. Con un hechizo básico, vació el caldero y disipó los vapores de la poción. Ahí estaban. Ocho años de tranquilidad borrados de un plumazo. Cortesía de Harry –el-puto-salvador- Potter. Una risa trágica atravesó su garganta. Él había cumplido con su parte del trato, joder, incluso se había sacrificado por el "Bien Mayor"; se suponía que a cambio, después de morir, lo iban a dejar en paz. Se sentía engañado, estafado. Aunque tampoco era un acontecimiento extraordinario: no era la primera vez que lo estafaban. Cuando volvió a subir al salón, ni siquiera se molestó en comprobar si el intruso estaba cumpliendo sus instrucciones. Se dirigió a su cuarto situado en el piso superior, directo a la seguridad de su refugio. Sin embargo, antes de rebasar el primer tramo de las escaleras, escuchó a Potter gritar su nombre:

—¡Severus! —Snape se detuvo y, de forma lenta y deliberada, se giró para encararse con Potter. El chico le miraba desde los pies de la escalera—. El baño está fuera de, bueno, la línea blanca y mi habitación no tiene aseo.

¿A santo de qué venía esa familiaridad?

—En primer lugar, mientras esté en MI casa me llamará Snape o, mejor, señor Snape. Y en segundo lugar —diseñó su mejor mueca cruel, necesitaba atormentarlo—, tiene una varita, ¿no? Pues sea creativo con el asunto de su higiene personal.

El ceño cabreado de Potter le devolvió algo de paz a su espíritu. Mucho mejor. Sin dar opción a réplica alguna, se encerró en su habitación con un portazo. Alcanzó el pequeño escritorio y empezó a rellenar los documentos que Rachel le había entregado. Expuso, con letra apretada y pequeña, todas y cada una de sus quejas. Pidió la extradición inmediata de Potter. Garabateó un par de insultos y solicitó, entre otras cosas, el despido fulminante de doña "sonrisas profesionales". Rellenó cinco páginas completas.

Satisfecho, lo mandó por la chimenea de su cuarto y se metió bajo el edredón verde. Procuró no pensar en el hecho de que no había cenado (le gustaba rememorar ese tipo de experiencias humanas). Y decidió ignorar por completo la idea de que, ciertamente, Harry ya no parecía un adolescente; que el tiempo le había marcado desde la última vez que se habían visto; y que, quizás, fuera verdad que, pese a todo, había sobrevivido a Voldemort durante todos esos años, dándole sentido a su propio sacrificio.

Se dijo que no le importaba.

Y que, en todo caso, lo que era indudable es que ahora sí estaba muerto.

Apagó las luces. Por primera vez en mucho tiempo no consiguió conciliar el sueño.

o o o

Se levantó de la cama a la seis de la mañana aborrecido. La perspectiva de bajar y encontrarse con Potter era bastante siniestra, pero si pasaba una hora más mirando el techo de su cuarto, tendría que empezar a pensar en alguna forma de suicidio más definitiva que la actual. Las escaleras de madera crujieron bajo su peso. Aguzó el oído. O el chico se había despertado ya o un erumpten había invadido su cocina. Se encogió un poco cuando, a continuación, escuchó un estruendo metálico y una exclamación contenida. Pudo imaginar con todo detalle su pobre tetera y sus cubiertos rebotando contra el suelo de piedra. Sí, definitivamente Potter se había levantado. No existía ningún animal mágico que fuera capaz de armar semejante escándalo.

De forma sigilosa, cruzó la planta baja en dirección a la chimenea, comprobando que Potter, al menos, había eliminado del salón su repertorio Gryffindor. Al llegar al final, giró a la izquierda. La cocina no tenía puerta. Se abría al salón como si se tratara de una extensión abarrotada de la misma estancia. Los armarios llegaban hasta el techo y revestían las tres paredes formando una "u". En medio de la cocina, una mesa y un Potter agachado que recogía lo que hasta entonces había sido su maldito azucarero y una de sus tazas favoritas. Por supuesto, don "soy la excepción de cualquier norma" había decidido saltarse la raya blanca y entrar en sus dominios porque "¿de qué valía la privacidad?". Notó que la rabia se le calcificaba en las entrañas. Lanzó un hechizo para limpiar el desastre y Harry se irguió como propulsado por un enervate.

—Ah, buenos días. —Ligeramente azorado—. ¿Está despierto?

—Lo extraño sería no estarlo —dijo dirigiendo una mirada hacia donde habían estado los pedazos del azucarero y de la taza—. Ya veo que la habilidad y la destreza siguen persiguiéndole sin éxito.

Harry no contestó. En su lugar, cerró la boca como si estuviera haciendo un esfuerzo titánico por morderse la lengua. Fascinante. Un Potter comedido. Toda una proeza. Severus se deleitó con la idea de seguir empujando, de forzar hasta conseguir la explosión del chico. Pero la tetera eligió ese momento para anunciar que el desayuno estaba listo. Harry no desaprovechó la oportunidad: apagó el fuego y rellenó dos tazas. Depositó una delante de Severus y después se sentó con la suya en la otra punta de la mesa mientras convocaba un libro que apareció volando en la sala. El muy cretino se arrellanó en la silla y sin decir nada, se puso a leer. Severus miró el té humeante con los ojos entornados, con la bilis borboteándole en el estómago. Ahí estaba el niñato, paseándose por la casa, haciendo té, cotilleando en los armarios de su cocina, leyendo… Respirando fuera de la habitación.

—Potter… —Voz suave, tranquila. Harry levantó la cabeza, con ese aspecto falsamente inocente de los que fingen interés por mera educación. Le dieron ganas de estrangularlo—. Creía que anoche habían quedado claros sus límites dentro de esta casa. Era una norma fácil de comprender, incluso para usted.

Harry sonrió y apoyó el libro en el regazo. De pronto, los años que habían pasado se hicieron muy patentes en los rasgos del chico. No. Ya no tenía diecisiete años. Le asaltó un destello de curiosidad por saber cómo había sobrevivido, qué le había pasado a Potter durante esos ocho años, pero lo exterminó con eficiencia.

—Oh, ¿se refiere a la raya blanca? —Harry se acomodó aún más en la silla. Le faltaba poner los pies en la mesa para completar ese aire presuntuoso de estar como en su casa—. Seguí sus instrucciones. Utilicé mi varita y un poco de imaginación. La he movido hasta el jardín. Necesitaba ducharme e imaginé que no le importaría. Al fin y al cabo, parece que voy a tener que pasar un tiempo aquí.

Potter volvió a su lectura y Severus cerró los puños con tanta fuerza que sintió cómo se le clavaban las uñas en la carne. Empezó a conjurar mentalmente todas las maldiciones asesinas que había aprendido a lo largo de los años. El aire se volvió denso, irrespirable. Así que Potter quería jugar, ¿eh? Sin duda se creía muy ingenioso. No tenía ni idea de dónde se estaba metiendo. Si algo había aprendido Snape durante su vida era el arte de esperar el momento correcto. Se tragó con bastante amargura la retahíla de insultos que tenía preparada, cogió la taza y se sentó enfrente del chico, los dedos tamborileando encima de la mesa de madera. Diez segundos, veinte, treinta. Potter seguía con la cabeza metida en el libro aunque no le había visto pasar ni una página desde que había empezado con su numerito.

—De acuerdo —dijo con una sonrisa maliciosa. El efecto fue inmediato. Los ojos verdes se estrellaron contra los suyos, recelosos, conmocionados. El chico era un espectáculo emocional. Severus continuó su discurso deliberadamente despacio—. A la vista de los acontecimientos y de que esta situación no promete resolverse en el corto plazo, quizás sea necesaria una cierta flexibilidad. No obstante, le advierto que tendrá que comprometerse a cumplir unas normas mínimas de convivencia. Ya sabe, esas pequeñas reglas de conducta que casi todos los seres humanos nos hemos visto obligados a cumplir en algún momento. Confío en que será capaz seguirlas, a pesar no estar acostumbrado a que alguien le exija semejante ejercicio de autocontrol.

Harry apretó los labios y finalmente suspiró, desarmado.

—Está bien. —Bajó la cabeza un instante—. Mire, no es mi intención entrometerme en su privacidad. —Severus alzó una ceja—. Lo digo en serio, esta es su casa y no quiero resultar una carga ni entorpecer sus actividades durante el tiempo que tardemos en solucionar… bueno, este malentendido. Entiendo que no debe ser agradable que alguien aparezca así, sin avisar.

Encantador. De repente, le había nacido una conciencia. Bebió un poco de té. Era Pu-Erh, su preferido. Hizo un esfuerzo por ponerle toda la desgana posible a sus órdenes.

—Podrá utilizar el baño, la cocina, el salón y el jardín. —Después bajó el tono de voz a niveles de amenaza—. Tiene terminantemente prohibido entrar en el sótano y en mis habitaciones personales. Será silencioso, respetuoso y colaborará en la casa. Cada uno limpia lo que ensucia. ¿Queda claro?

Harry se apresuró a asentir.

—Me parece bien. Esperaré lo mismo de usted.

Severus apuró la taza de té y se puso de pie, saboreando las palabras antes de liberarlas.

—Muy bien, pues entonces ya puede empezar. —Agitó la varita para hacer aparecer en la habitación tres calderos sucios—. Le toca recoger el desayuno y limpiar las consecuencias de su aparición estelar de ayer. Imagino que no lo ha olvidado, pero por si acaso le recuerdo que los calderos tienen que limpiarse a mano.

El rostro de Potter se contrajo en un gesto de incredulidad. Después, en uno furibundo. Para Severus fue como alcanzar el éxtasis. Salió de la cocina y se encerró en su sótano. Contra todo pronóstico, el día había empezado mejor de lo esperado.

Invirtió la mañana en hacer poción calmante (un dolor de cabeza incipiente anunciaba que la iba a necesitar) y en leer los pocos libros que tenía sobre la vida más allá de la muerte. Su biblioteca, pese a ser muy amplia, estaba desprovista de información útil sobre el asunto. Nunca le había interesado el tema y, en consecuencia, nunca se había molestado en recopilar información. Solo consiguió rescatar algo de literatura absurda sobre experiencias extracorporales, almas gemelas, descripciones del purgatorio... En fin, nada muy fiable y, lo que era más importante, nada que le ayudara a expulsar a Potter de allí. Tendría que solicitar otros volúmenes, porque dudaba que el Departamento de Reclamaciones fuera a contestar a su queja con celeridad. Suspiró, apartándose el pelo de la cara, y echó un vistazo al reloj de pared. Hacía rato que había pasado la hora de comer y en el piso de arriba reinaba una extraña e inquietante calma. Con un nudo en el estómago, recogió la mesa de trabajo y subió al salón. No había rastro de Potter. La casa era una tumba silenciosa, un sepulcro que, en su ausencia, había sido profanado de rojo y dorado. El muy cabroncete había aprovechado para salpicar otra vez la casa con sus estúpidos recuerdos. Se acercó a la estantería. Black le sonreía y le guiñaba un ojo desde la segunda balda, junto al ejemplar de "venenos rápidos e indetectables". Muy apropiado. Con una satisfacción un tanto perversa, se permitió ceder a la tentación de dibujar mágicamente sobre la foto un hocico y unas orejas de perro. Justo entonces, la puerta de la casa se abrió a su izquierda y apareció Potter, sudoroso, vestido con ropa de Quidditch y sosteniendo una escoba. El desconcierto inicial del chico se transformó en algo parecido al reproche en cuanto vio la fotografía. Puso los ojos en blanco. Severus notó un pinchazo de pudor que aplastó convenientemente contra un rincón.

—Muy maduro por su parte.

Harry lanzó un hechizo para limpiar los garabatos de la cara asquerosamente sonriente de Black y Snape casi sintió la necesidad de agredirle físicamente. Harry pasó por delante de él sin detenerse, sin mirarle.

—Le dije que recogiera sus cosas.

—Pero después me dijo que podía utilizar los espacios comunes, así que eso hago. Ya tiene sus calderos limpios —replicó, cerrando tras de sí la puerta del baño.

Snape se quedó allí durante unos minutos, escuchando el agua de la ducha. Después, fue a la cocina y empezó a torturar a una pobre lechuga. La cortó en trozos muy pequeños, casi diminutos. Cuando terminó de preparar la ensalada, envió los calderos de vuelta al sótano y se encerró en su santuario. Pasó toda la tarde machacando colmillos de serpiente y perfeccionando una nueva fórmula de la poción para dormir sin sueños. En estas circunstancias, la idea de caer inconsciente en cualquier sitio era muy alentadora. Cuando terminó ya era muy tarde y la casa estaba en silencio. Potter, gracias a Merlín, se había ido a la cama. Picoteó algo de comer y le dio un trago largo al líquido púrpura que en media hora le induciría a un sueño comatoso.

Bendita fuera la magia.