Renuncia: Todo a Hirohiko Araki.
Notas: Este es mi segundo ship favorito con los Crusaders. El primero sería Jotakak naturalmente (aunque lo que les escriba siempre sean tragedias, me encantan, Sharon) y luego vendría el Kakyoin/Polnareff. PolPol siempre ha sido muy emotivo, y Noriaki es un desastre en todo sentido, pero de esos desastres bonitos. Siento que se complementan bien y nnngghh. Supongo que esto es Fluff con mucho Kakyoin!centric, pero ni yo sé. Iré a lanzarme por la ventana, bai.
Romántico
(Kakyoin-kun era como un hermoso desastre)
Kakyoin siempre se ha pensado un poco torpe en las cuestiones que suelen girar en torno a una relación, no puede evitarlo, habiéndose considerado un chico sin valor durante tanto tiempo. Pero sin embargo, no tiene problema alguno en aceptar que Jean Pierre es algo así como un ''amor a primera vista'', de esos amores que uno quiere tanto que duele y en los cuales encuentras el cielo y la iluminación. Noriaki lo hace. Al mirarlo, al hablarle y al tocarlo torpemente.
Y si sacara todos los poemas de los libros y le dedicara cada melodía de su MP3, seguiría sin encontrar comparación al revoltijo que se le forma en el estómago cuando lo ve sonreír (de una forma tan única que solo Polnareff tiene, esa que le achina los ojitos azules y se le termina contagiando, esa que lo saca de su semblante serio y le sonrosa las mejillas).
Polnareff es aquel chiquillo que quizás creció demasiado rápido y con esa misma rapidez todo le fue arrebatado. Entonces estuvo solo durante mucho tiempo en un mundo que no está diseñado para él, (que no está diseñado para ellos), y así fue engañado y dejado a la deriva con sueños hechos polvo estelar. Noriaki sin embargo veía a través de los escombros de una vida destruida: Polnareff era una llamarada de emociones incontrolables que ansían comerse al mundo y clavar su estoque en él.
Sin embargo, son lo más opuestamente posibles: Noriaki era hielo y Polnareff era fuego. Aunque se complementaban de manera extraña y entonces sus corazones encajaban como piezas sin pulir del mismo rompecabezas. Kakyoin supone que no funcionaría aquella química extraña si las cosas fueran diferentes. Porque era hielo derritiéndose ante el cálido abrazo de Jean Pierre.
Tengo ganas de tener una velada contigo, le dijo. No aceptaré un «no» por respuesta, le dijo. Kakyoin lo mira con grandes interrogantes en sus ojos, ¿Debería preocuparse de que el hotel no fuese a incendiarse entonces? Y mientras divaga sujetando el puente de la larga nariz Polnareff se queda mirándolo y le sonríe gracioso (con esas sonrisas que eran más grandes que el océano, y más frescas también). Será corto, promete. Está nervioso (sin motivos, se repite internamente), finge que no le afecta al decirle que Sí, que sería genial, y Pol anhela tomarlo de la mano y decirle «No pongas esa cara». Se despiden entonces.
Pasan el día de formas diferentes. Kakyoin en la piscina, intento lastimero de broncear su piel de leche y caramelo (arde, arde, arde). Aunque en el fondo se queda divagando aún más sobre la invitación –se sonroja y hunde la cabeza pelirroja hasta que solo queda una manchita carmesí en el top de la estancia. Era una cita. «Conmigo». Le atemoriza y entusiasma ser capaz de convivir en aquel sentido (aquel sentido que siempre consideró tan lejano, tan imposible para alguien tan…él) con otra persona. Se da cuenta entonces que querer a Polnareff era tan sencillo y natural como respirar, aunque quizás menos doloroso. Era mutuo a fin de cuentas, y con él encontraba ternura entre el humo de un cigarrillo mal apagado, como anestesia curando sus lacerados pulmones.
Noriaki ya no es ése niño de antaño. Eso le ha quedado muy en claro. Sin embargo los brazos y piernas le pesan, y retirarse corriendo a su propia habitación con Jotaro está en luces led en su cabeza como una idea que no debería por nada del mundo rechazar. Pronuncia un ronco «Polnareff-sama» lentamente. Y cuando la puerta con el número 301 se abre hace un enorme esfuerzo por no sonrojarse y actuar como un tonto aunque ganas no le faltan, así como razones para comportarse únicamente así con él.
— El verde te queda bien, Kakyoin-kun —ríe Polnareff—. ¿Lo sabías?
(De nada sirve sonreír socarrón, aparentando no sudar por cada poro, que se derrite ante sus ojos de cielo repleto en supernovas).
— No suenas convencido, sabes —le comenta al pasar. Jean Pierre lo mira encontrándose con su sonrisa nerviosa y oh, tan dulce y sus bucles de cereza. El francés rueda los ojos que caen como una bala perdida al suelo, y vuelve a darse la vuelta al cerrar la puerta.
Se sientan en la cama, Jean Pierre se había encargado de rellenar la habitación entera con velas. Una pequeña mesa para dos reposa en el centro de la estancia con dos platos y la cena caliente sobre ellos, también habían velas por aquí y velas por allá. El trabajo se lo podía atribuir más a Silver Chariot que a su novio, entonces aquella idea lo hace reír: El espíritu con su propia alma de héroe y caballería y un montón de velitas en las palmas de plomo impecable.
—¡Y te ríes de mí, Kakyoin! — Suelta entonces con aquel tono de estoy-totalmente-ofendido-admírame-y-lléname-de-besitos. Noriaki suelta otra de sus risas de verano y el calorcito en su corazón comienza a reemplazar a los nerviosos gusanos de sus entrañas.
— Te amo, Noriaki.
— ¿De verdad?
Él lo mira con adoración y Noriaki se rompe se rompe se rompe un poco,
mucho, y sin querer (de pronto es un muro de cristal).
Ah, no es nada justo.
— No te enamores, me dijeron, vas a sufrir.
— No nazcas, vas a morir — Polnareff le sonríe de nuevo (cálido, tierno, llamémoslo hogar) y lo acerca con sus grandes brazos llenos de cicatrices de papel. Ocurre todo muy despacio, quizá por eso no logra articular nada cuando las manos frías (tan diferentes a su corazón) le acarician las heridas permanentes en sus ojos, con un dejo de tristeza porque si hubiera hecho más nada habría sucedido y no me habría perdido tu sonrisa de luna creciente por tanto tiempo. —¿Te importa si nos sentamos en la mesa y te miro sonreír? — Era como un mini-caballero sacado de un cuento de hadas que estaba listo para besarle las nostalgias y llenar las angustias con amor amor amor sabor cereza con chocolate.
La cena transcurre casi sin musitar palabras (Jean Pierre cavila, con todo un zoológico en el estómago. Porque era Kakyoin Noriaki un cerezo que florece en la adversidad, un hermoso desastre de apenas diecisiete y su corazón se contrae con esas miradas que son sólo para él). Quizá todo es demasiado apetitoso o quizá porque sin decirse, se recitan poemas de amor y victorias futuras en silencio.
Kakyoin sonríe. Polnareff sonríe. Y todo en el universo es perfecto por un instante.
